Cosecha de 1937
Ángel Escarpa Sanz. LQSomos. Septiembre 2016
(Totalmente descartada cualquier forma de capitulación)
Para todos los republicanos españoles nacidos aquel año, mientras los padres combatían en Teruel; mientras derrotábamos a los italianos en Guadalajara, y ellos bombardeaban Guernica; mientras caían Bilbao y Santander y Málaga y Gijón; mientras se combatía tras cada piedra de Brunete y se defendían los muros de Belchite; mientras se formaba el Gobierno Negrín y caían generosamente en el Jarama los internacionales de la Lincoln; mientras jurábamos que Madrid sería la “tumba del fascismo” y se multiplicaban los corazones y las canciones en la Casa de Campo, en la Ciudad Universitaria; mientras de las máquinas de las imprentas salía el poderoso Viento del pueblo del poeta Miguel Hernández. Mientras en los cines de las ciudades leales se veían las películas de Charles Chaplin, ean. Renoir, J. von Sternberg y los documentales anarquistas sobre la revolución, y Jory Ivens y Hemingway rodaban Tierra de España. Mientras los poetas Pablo Neruda, Vallejo, Alberti, León Felipe, Cernuda, Spender… unían sus vigorosos poemas a la resistencia, al no menos potente ¡No pasarán! jamás antes defendido con más vigor por un pueblo de hombres y mujeres que no se dejaban domar; mientras la República se desangraba, desde el País Vasco hasta las Islas Canarias; mientras los trabajadores del mundo contenían el aliento ante el avance del fascismo hacia la “capital del dolor”. Mientras las más oscuras tinieblas caían ya sobre las doradas espigas, los centenarios olivares y las luminosas sierras del poeta granadino asesinado y Pablo Picasso tomaba las armas de sus pinceles y sus lienzos para pintar el Guernica y defender así causa tan noble.
Un par de almanaques más, un par de inviernos más, un par de cosechas más de esas rojas amapolas y nos habremos instalado en los 80 años. Pero aún esa bendita capacidad de enamorarnos del rostro de esa joven mujer que nos sonríe complacida desde la acera opuesta cuando observa nuestra fascinación ante su belleza, su juventud, cuando nos cruzamos con ella en la calle. Aún esa savia que nos recorre el cuerpo cuando contemplamos ese rostro de mujer perdido entre la multitud, esa mujer a la que, si fuésemos capaces de vencer nuestra timidez, aún seríamos capaces de decirla que nos resultaría facilísimo enamorarnos de ella -si es que no lo estamos ya-, que sentimos una inaplazable y urgente necesidad de amarla, de despertarnos cada día del resto de nuestra vida junto a ella. Aún esa maravillosa llama recorriéndonos el cuerpo cuando vemos arder de deseo a la compañera, cuando, en la intimidad, rozamos nuestra piel con la suya.
Aún sentirnos en la butaca de la sala cinematográfica, como en aquellos lejanos y maravillosos años en los que padre nos llevaba a los cines del barrio para ver al Errol Flynn de Robín de los bosques, al Gary Cooper de Beau geste, al bruto de Wallace Berry, al galán Clark Gable, a la bella rubia Jean Harlow, de Mares de China y al Mickey Rooney de Edison, el hombre.
Aún el placer de escoger la palabra con textura para exigir el destierro del Rey, condenar la barbarie y el despojo de las personas y de los pueblos por los depredadores, aquí o en el lejano país del tirano de turno; aún una pincelada más en ese escrito aparcado en el ordenador, antes de mandarlo a los camaradas de la web y ponerlo a rodar en Facebook.
Aún conmovernos con el albor del día que nos sorprende en el pueblo castellano, o en estas islas; aún detenernos ante el blancor del muro recién encalado y el cementerio de aldea donde descansan los que en lejano tiempo faenaron en los campos con la hoz, el trillo y la yunta. Aún depositar unas flores en la boca de aquel pozo, en aquel campo donde los más mayores afirmaban fueron asesinados los cuatro republicanos que resistieron en el pueblo, al paso de las tropas de Yagüe; el guerrillero abatido por la Guardia Civil. Aún pasear por las calles de N. York, de Cuba, Nicaragua, Montevideo, Madrid, Lanzarote, o la isla de Mallorca; aún reconocer en esta tela los colores amados de María Teresa León, Alberto Bayo, Constanza de la Mora, Manuel Tagüeña, Victoria Kent, Enrique Líster, Clara Campoamor y Vicente Rojo. Aún deleitarnos saboreando un queso bien curado, un vino -no excesivamente caro- con el que regar las papas arrugadas de estas tierras, el asado castellano en Pedraza, la fabada asturiana, ocasionalmente cocinada en casa -a pesar del colesterol. Pasar la mano por el lomo de esa veintena de libros de Ruedo Ibérico que atesoramos en estos años, ojear esos amarillentos periódicos de la Guerra Civil, milagrosamente salvados del naufragio en aquellos días en que todo parecía hundirse a nuestro alrededor.
Escuchar una vez más ese amado tema de guitarras de la película Morir en Madrid, el poema de Brecht, cantado por Adolfo Celdrán; interesarnos por las movilizaciones de la clase obrera aquí y allá, echar un vistazo a ver cómo van las cosas en Cuba, en la Venezuela chavista, en el Uruguay del Frente Amplio y en el país de Evo Morales. Mirar una vez más esa vieja colección de localidades de los ya desaparecidos cines de nuestra infancia.
Volver a leer esos gastados volúmenes de cuentos de Max Aub y de Ignacio Aldecoa, volver a visitar la tumba de padre y de la familia y pasar las yemas de los dedos sobre los nombres y las fechas, antes de que la lluvia y el tiempo borren definitivamente los caracteres de la piedra. No ceder ante el chantaje de las cifras de las encuestas y resistir, seguir militando en la esperanza, seguir reuniéndonos con los camaradas de la organización, aunque tampoco sea éste el año de la victoria. No ceder jamás ante un descalabro: a fin de cuentas, una derrota, para un ejército, puede representar el principio del fin, pero para un luchador antifascista no debiera ser más que un estado de ánimo a superar.
Regar las plantas, vigilar los triglicéridos, tomar esas dos pastillas diariamente y beber esos dos litros de agua que te manda el médico; tender la colada, hacer las camas, devolver ese libro de Rafael Chirbes a la biblioteca…, pero no olvidarse de pagar la cuota del partido, no olvidar que se cumplen 70 años de la liberación de Auschwitz por las tropas soviéticas. 70 años, y la bandera soviética ondeando sobre el cielo de Berlín, tras la humillante caída de Madrid, la carnicería de Stalingrado y la miserable crueldad desatada en Oradour-sur-Glane.
Escribir al menos un artículo mensual contra esto y contra aquello, para estimular la combatividad de los más jóvenes, para alimentar la necesidad de la resistencia en las redes. Ver en la tele una vieja película de los inmortales maestros, aunque solo sea por el sano ejercicio de repetir los nombres que aún no olvidamos, antes de que el cáncer del Alzheimer o cualquier otra maldición borre de nuestras mentes tanto nombre y tanto rostro: ése era John Garfield, que se solidarizó con la República en los años difíciles, ése era Casen, éste el Julio Peña de aquel Sierra de Teruel de Malrraux y Max Aub; E G Robinson, J. Lee Thompson, James Cagney, Sterling Hayden, Burt Lancaster, Lina Canalejas, Amparo Rivelles, Ana Mariscal, Margarita Andrei…; antes de que la artritis o cualquier otra maldición nos condene definitivamente al destierro de una silla, que no abandonaremos hasta dejar definitivamente este mundo. Antes de que las crueles aguas del olvido derriben el edificio de la “memoria histórica” y arrasen también de la memoria de estos pueblos los nombres de los millares de fusilados por defender los valores republicanos, los colores de nuestra viejas banderas y los nombres de los héroes del pasado.
Volver a la calle una vez más, en tardes incendiadas de banderas proletarias, a condenar los 40 años de la presencia marroquí en el Sáhara y la presencia de Israel en tierras palestinas, a decirles a estos delincuentes que nos gobiernan que no toleraremos en silencio la continua decapitación de nuestros derechos más elementales, a apoyar todas las causas justas, sin olvidar decirle a ella que, aunque ya nuestros cuerpos no sean los de ayer, aunque éstos ya no sean los sólidos bellos y sólidos edificios de hace cincuenta años, la sigues amando, sigues necesitándola para no hundirte en la nada; sigues recordando aquellas terrazas al aire libre de los años sesenta donde acudíais los dos en las tardes de verano para bailar a los ritmos de Glenn Miller y Pérez Prado, mientras sobre la mesa se fundían los hielos que enfriaban la sangría, en el interior de una jarra de cristal. Sigues recordándola, joven, hermosa, a pesar de aquella vieja cicatriz en vuestra relación; aquella antigua infidelidad ya perdonada, pero jamás olvidada.
Aún sentir en la punta de la lengua el frío impacto de los copos de nieve, como cuando éramos niños y volábamos hacia el colegio, envueltos en la ventisca. Volver a salir para condenar el asesinato ayer de los 43 de Ayotzinapa, condenar el degüello de otro periodista, condenar el asesinato de otra mujer por su ex pareja; el asesinato encubierto, por el Estado, de esa mujer que ayer se arrojó al vacío, antes de ser desahuciada; los despidos aquí y allá, la corrupción, la brutal indiferencia de determinada clase política ante las penurias de tantas familias; la feroz competitividad y la manifiesta crueldad de estos tiempos para con los más débiles.
Escuchar una vez más en YouTube las baladas antifascistas en las voces de Woody Guthrie y Pete Seeger. Escuchar otra vez Yo pisaré las calles nuevamente en la voz de Pablo Milanés. Volver a escuchar una vez más la hermosa Balada de Sacco y Vanzetti en la voz de Leonard Cohen. Escuchar otra vez Al alba, las voces de J. Cash, Violeta, Chavela Vargas, Mercedes Sosa, Carlos Cano, Víctor Jara; los hermosos temas de Mark Knopfler, Albéniz, Falla, el Concierto de Aranjuez y El cóndor pasa, y Puente sobre aguas turbulentas, y a Silvio, y el sublime tema de Muerte en Venecia de Mahler; Recuerdos de la Alambra, la Internacional, interpretada por los Coros Rusos. ¡Ah!, extinguirse suavemente, envuelto en los hermosos coros de Nabucco, el Imagine de John Lennon, el bello tema What a wonderful world, en la voz de Louis Armstrong; volver a ver Novecento, y Muerte de un viajante y De aquí a la eternidad, y Surcos y Tristana; de nuevo Matar un ruiseñor, y La jungla de asfalto y La Reina de África; y otra vez escuchar ese En er mundo, de la película El sur; y volver a ver El espíritu de la colmena y La caza, El bosque animado, Las uvas de la ira… y, por enésima vez, gozar ese poema hecho imágenes, en las manos del maestro Kurosawa: Dersu Uzala.
Caminar en la noche bajo el murmullo de la lluvia, tras haber escuchado quizás un concierto en algún lugar, colaborar con alguna organización solidaria, ordenar los libros, la ropa, en un día laborable, sabiendo con certeza que nadie va pegarle una patada a la puerta en mitad de la noche y te va a reventar la cabeza de un tiro.
Callejear una vez más por la ciudad del acueducto romano, sintiendo bajo los pies las piedras que un día caminaron, Zuloaga, Machado, Emiliano Barral, Agapito Marazuela, y dejar volar los ojos sobre las crestas de la formidable obra milenaria, sobre las veneradas piedras de la Veracruz y las cúpulas de los templos centenarios. Trepar por la sierpe de la carretera que conduce a Zamarramala para admirar una vez más la magnífica vista de la ciudad, la Sierra cercana, encanecidas sus cumbres con los restos de las nieves del último invierno.
No capitular jamás, ni en el peor momento; no olvidar que somos los “hijos de Negrín y de Pasionaria”; los que no abandonamos nuestras ciudades para salvarnos y marchar a Méjico, a Inglaterra, a la URSS, a los países de acogida, porque, cuando ya parecía inminente la entrada de los facciosos en las ciudades leales, apenas si andábamos “a gatas”. Aun oír tu nombre en la oscuridad de la noche en la alcoba conyugal, del otro lado de la cama; en la cocina, si te levantaste a tomar un vaso de agua en la alta madrugada: “Hola, ¿estás ahí?, ¿te pasa algo?”.
Todavía oír que te llaman padre, abuelo, camarada; saber que tu opinión cuenta en las asambleas, por el solo gesto de levantar una mano. Aún oír el crujido de las hojas muertas bajo tus pies, en los breves paseos por el monte, en otoño. Aún sentarte sobre el poyo de la entrada de casa y observar el vuelo de la cigüeña, que regresó un año más al nido de la chimenea de la vieja fábrica abandonada.
Y volver a caminar los riscos de la Sierra de Guadarrama, bajo sus amados pinos, retratando rocas, viejos búnkeres y vueltas del camino que lleva a ese Peguerinos que antaño cantara Alberti; beber agua de nuevo en la Fuente de los Geólogos, bañar nuestras manos una vez más en aquellas aguas donde, en los amados pueblos de nuestra infancia, un día capturábamos cangrejos en compañía de madre, en aquel arroyo de Segovia, poco antes de que ella muriera, y regresar a casa con las ropas impregnadas de los aromas de la retama, la resina, el romero, el tomillo y el orégano, embriagados de sana nostalgia.
Todavía sentarnos al borde de cualquier acantilado un amanecer cualquiera y contemplar el maravilloso espectáculo de los pastores del cielo conduciendo los rebaños de estrellas hasta sus majadas, hasta hacerlas desaparecer en los oscuros rediles de la noche, que se aleja. Caminar aún hasta el pinar, hasta el río donde, bien chico, marchabas con el padre, a lomos de la vieja burra parda, para regresar con una buena carga de piñas para el fuego. Aún gozar al amor del fuego de una rebanada de pan blanco rociado con aceite de oliva y una pizca de sal, mientras en la radio se escucha, quizás, una canción del anciano Georges Moustaki, o nos anuncian que las gentes no se resignan y resisten en las calles del País: contra las preferentes y la corrupción, contra los recortes sociales, contra las continuas expulsiones de extranjeros que quieren entrar en España por los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla; contra el encarcelamiento de Alfon y contra cualquier forma de violencia posible contra el hombre y el resto de los seres vivos.
Descansar del calor del verano y de la caminata sentados en la penumbra de alguna antigua ermita, alguna iglesia medieval, mientras recuperamos el resuello para seguir camino.
Aún disfrutar de la precipitada irrupción de una primavera prematura anunciándose en los campos, en los almendros en flor; recibir en el rostro las primeras manifestaciones del otoño en forma de rachas de viento fresco, celebrar la inminencia del invierno tras los cristales de algún viejo café, mientras la gente pasa delante de sus puertas, a lo suyo, y le pides al camarero una copa o lees en la prensa sobre las intenciones de EE.UU. con respecto a Venezuela; o cómo 22 millonarios del fútbol se disputaron la pelota entre sí en la pasada jornada. Interesarnos por el conflicto en Siria, en Ucrania, en Irak, en Pakistán; en cualquier parte del Planeta donde un ser humano sufra por hambre o por el nulo reconocimiento de los Derechos Humanos. Tomar la hoja caída en el suelo de ese árbol, del cual desconocemos su nombre, y admirarnos del maravilloso diseño, de sus prodigiosos colores. Todavía conmovernos con el olor acre y el humo de las hogueras en los pueblos de montaña, por San Juan, no muy lejos de aquellas simas donde fueron arrojados en el treintaiseis los leales al Frente Popular que no se sometieron. Todavía emocionarnos con esa lámina azul acerado, esa rotundidad de la línea del mar en el horizonte, mientras las gentes gozan del baño y del sol en la playa. Todavía intentar establecer vínculos con esos jóvenes que salen a las calles a gritar: ¡Ningún ser humano es ilegal!, ¡El hijo del obrero, a la universidad!, ¡No somos recortables..!, ¡Sí se puede!
Confiar en que aún nos quedan por delante primaveras maravillosas, tapizadas de verdes praderas y engalanadas con vigorosas y delicadas flores de todos los colores posibles, sin descartar participar en algún piquete en la próxima huelga general. Participar en otra marcha sobre Madrid aún, caminar una vez más con los compañeros en ese pateo a Torrejón, entre gritos de ¡OTAN no!, ¡Bases fuera!, con el mismo vigor de ayer, como si no hubiésemos perdido jamás aquel referéndum de 1986, que aún nos quedan asaduras para eso y más.
Antes de que la cruel vulgaridad y la desmemoria se instalen definitivamente en los pueblos, sobre la belleza, sobre el compromiso con las ideas de progreso y la conservación del Planeta.
Antes de que el silencio caiga sobre esos rimeros de libros, esos álbumes de fotos, estos cuatro trastos, inservibles para otras personas que no seamos nosotros; antes de que se cierren irreversiblemente las páginas del libro de nuestras vidas, que quizás nadie volverá a abrir tras nuestra extinción; antes de que cierre el último cine y la última librería, el último teatro, el último espacio que los “okupas” del barrio liberaron para desarrollar sus ideas y sus proyectos.
Y no capitular jamás; como no lo hizo aquel último presidente del Gobierno republicano, ni el mismísimo Nelson Mandela. A fin de cuentas, allí donde vayamos, somos los hijos de aquella joven “República democrática de trabajadores” a los que no pudieron exterminar ni someter, por mucho que se esforzaran en ello unos y otros. No seremos los dignos hijos de los vencedores de todas aquellas batallas del pasado, pero representamos lo más noble: la España indómita, la que aún levanta su puño ante la humillación y el castigo de la “ley mordaza”.
Somos aquella España, aquella raza de hombres y mujeres cuya memoria no pudieron comprar con electrodomésticos; las verdes y sólidas ramas de aquel viejo árbol que se prodigó en frutos que incendiaron un día ya lejano con su rebeldía las calles del mundo: desde Oviedo hasta la Sierra Maestra del Ché Guevara, Camilo Cienfuegos y Fidel Castro; desde Madrid hasta la Guatemala de Jacobo Arbenz; desde Badajoz, Sevilla y el Cerro Muriano hasta la Managua sandinista, el Brasil de Juan Carlos Prestes, la Colombia de Camilo Torres, el Chile de Salvador Allende; desde la Sierra la Candona zapatista y el Santo Domingo de Caamaño, hasta impregnar hoy de sana insurrección los discursos antiimperialistas de Rafael Correa, Evo Morales, Pepe Mujica y Nicolás Maduro.
Podemos ser esos hombres y mujeres que, ociosos, nos asomamos por encima de las vallas de las obras, donde otros hombres mucho más jóvenes se esfuerzan en levantar los modernos edificios; los que juegan a la petanca en días de sol en los parques, los que, caminamos las aceras de los barrios cargados con la compra, los que matamos el tiempo sentados en los bancos de las ciudades, haciendo labores de punto, leyendo un libro, conversando, mientras la gente joven camina hacia la universidad, se afana buscando un empleo, repartiendo el correo o limpiando las calles. Puede que ya no seamos aquellos vigorosos jóvenes que, con veinte años, o menos, acudíamos a las cajas de reclutas del País para tallarnos y marchar después a los cuarteles de África, en Córdoba, en Madrid, en cualquier apartado rincón de nuestra geografía, para hacer tediosos servicios de guardia, limpiar perolas y arrastrarnos bajos las espinosas alambradas.
También somos aquellas entusiastas muchachas, casi adolescentes, que parían numerosos hijos, las que acudían a los talleres de corte y confección, las que retozaban con el primer novio en el asiento de atrás del “seiscientos”, las que eran obligadas a prestar el Servicio Social en la Sección Femenina, si se quería acceder a un título universitario. Las hijas y nietas de aquellas mujeres indómitas que, en la más cruel guerra jamás conocida, con las manos torturadas por la sosa, se clavaron de rodillas en los pisos burgueses para fregar y abrillantar los suelos, las que conocieron “el submarino” y sufrieron los brutales interrogatorios de la Policía y de la Guardia Civil en los cuartelillos, en Yeserías; las que abrieron modestas librerías en los barrios obreros, donde pasaban el Mundo Obrero a camaradas y vecinos. Somos las descendientes de aquellas que, con los maridos peregrinando por campos de concentración, cárceles y comisarías, escapados a Francia o al monte, mutilados en aquella lejana guerra, viudas de los que nunca regresaron de aquellas batallas, cuando todas las puertas se les cerraban no dudaron en “hacer la calle” para salvar a la tribu familiar. Las que vuelven una y otra vez a las calles para gritarles a los señores de la guerra: ¡OTAN NO!, las del: ¡NOSOTRAS PARIMOS: NOSOTRAS DECIDIMOS!
Somos los que enterramos, tantas veces en un silencio impuesto, a camaradas y compañeros de trabajo, de estudios, gentes con las que apenas si cambiamos un día una frase en el Metro, en una manifestación, a los jóvenes asesinados un día ya lejano en las calles de nuestras ciudades: Carlos González, Arturo Ruíz, Yolanda González, aquellos abogados de la calle Atocha, María Norma Menchaca, Arturo Pajuelo…, esa larga nómina de caídos en la lucha, tantos de ellos sin haber logrado entender porqué una ráfaga de metralleta de la Guardia Civil los abatía cuando escribían en una pared un sencillo pero reivindicativo: ¡PAN, TRABAJO Y LIBERTAD!
Pero, sobre todo, también somos esos veteranos de otras luchas que son esperados en las manifestaciones del Primero de Mayo con nuestros gritos, con nuestras pegatinas, con nuestros nietos, con las compañeras; las manos siempre dispuestas a sostener una pancarta; los que padecimos en el pasado todas las humillaciones posibles de una posguerra que creíamos concluida –cuando es más cierto que nunca que aquella guerra, ninguna guerra contra los trabajadores, contra el mismo pueblo, se acabará en tanto exista la dictadura del dinero.
Somos esos ancianos que acudimos periódicamente al ambulatorio para que se nos extienda la receta contra el inevitable catarro invernal, contra todos esos achaques que nos acechan en estos días postreros de nuestras vidas. Pero, unidos a los más jóvenes, aún reunimos fuerzas para decirles una vez más a los dueños del Planeta que todo el terrorismo desatado en su día por el ¡Arriba España! y la Operación Cóndor no añade sino vergüenza al Imperio, se estrella contra la realidad de un mundo combativo que se moviliza hoy contra el poder del dinero y su profeta: el santo beneficio, y salta por los aires hecho añicos ante la ternura del cuento de Julio Cortázar o el combativo poema de Pedro Garfias o Mario Benedetti. Que la amnesia sembrada en los pueblos desde las factorías de Hollywood y por los serviles “mayordomos” de Bruselas, Wall Street, Washington y el Pentágono, ya agotó sus últimos frutos.
¡Ah!, vivir otro día más, otro año más, para ver perecer a estas gentes sin escrúpulos en las mismas lágrimas en las que hoy ahogan a mi pueblo.
En nuestros gritos de rebeldía encarnamos lo más nuevo, pero sin sacrificar por ello en el ara del bienestar la raíz de donde procedemos.