Cristina la necia
Para que en una democracia representativa, constitucional y parlamentaria, prosperen tretas jurídicas como la “doctrina del amor” es necesario que la Justicia valga “menos que el orín de los monos”, que decía el trasterrado León Felipe.
Lo que caracteriza a un régimen feudal de otro democrático es que en el primero prevalece la voluntad de una familia, casta o clan sobre el interés general. Es decir, es un sistema oligárquico que presupone que lo que es bueno para un solo estamento o individuo, caudillo, rey o führer, (“Estoy convencido de que a la Infanta le irá bien”) es bueno para todos, síntoma evidente de que ese país funciona como un cortijo y no como una nación de ciudadanos libres e iguales ante la ley. Eso es lo que, mutatis mutandis, acaba de escenificarse con la declaración in albis de la Infanta Cristina en el procedimiento del “caso Nóos”. O sea, el reiterado y monotemático no sabe, no contesta, y el manido recurso a la “doctrina del amor” para tomar como gananciales lo que su marido y socio paritario en Aizón afanaba en sus presuntos desfalcos, remite más a una república bananera, zarandeada por el despotismo, el nepotismo y la mangancia, que a un Estado de Derecho.
Porque de las socráticas declaraciones de la señora de Urdangarín ante el juez Castro (solo sé que no sé nada) se resumen en que la Infanta era una perfecta “idiota”, amén de consentidora e ignorante cofrade del delirante “cásate y sé sumisa. Recordemos que el término “idiota” en la Grecia clásica se aplicaba a quien únicamente se ocupaba de su propio provecho y que necia, según la Real Academia de la Lengua Española es toda persona “que no sabe lo que podía y debía saber”. El “ande yo caliente y ríase la gente” a lo basto, del poeta cordobés Luis de Góngora.
Pero no estamos ante un asunto privado ni mucho menos. Para que en una democracia representativa, constitucional y parlamentaria, prosperen tretas jurídicas como la “doctrina del amor” es necesario que la Justicia valga “menos que el orín de los monos”, que decía el trasterrado León Felipe. Que se administre abusivamente en nombre del Rey; que la tutela judicial efectiva sea mera retórica y que encima exista una procelosa Corte dispuesta a justificar esos atropellos por imperativo legal. Y de todo ello hay en abundancia en esa Marca España que lidera el duopolio dinástico reinante.
Tenemos un Rey Jefe del Estado irresponsable e inviolable (art.56 C.E.), que ostenta ese supremo título en propiedad de forma vitalicia y hereditaria, junto con el cargo de jefe de las Fuerzas Armadas. Unos servidores públicos pagados por todos, donde entran desde la Fiscalía y la Abogacía del Estado hasta la Inspección de Hacienda, que diseñan un “estado de excepción” como coto de caza para los poderosos, aunque teóricamente tengan por misión la defensa de la legalidad. Una Constitución esquizofrénica que ha casado en su texto antidemocráticas normas de la Casa de Borbón, como la discriminación de la mujer en la sucesión a la Corona, por más que choque con el artículo 14 que prohíbe cualquier tipo de discriminación. Y un elenco de aduladores, bribones y aprovechados, formado por medios de comunicación y otros agentes de influencia, que oficia de guardia de corps del statu quo caiga quien caiga.
En ese marco, la propagación de una “doctrina del amor” (el “cásate y sé sumisa” elevado a rango jurídico), como eximente absoluto de los múltiples indicios de delincuencia organizada para consortes de alta cuna, no debería tomarse a broma. Hay un método en su choteo. Primero fue la doctrina Parrot, recientemente “derogada” por el Tribunal de Derechos Humanos de la Unión Europea, que vulneraba el normal funcionamiento de las leyes penitenciarias al aplicarlas a disidentes políticos. Luego vino la “doctrina Botín”, por la que se disponía el sobreseimiento de una causa cuando solo litigaba la acusación popular, que obró la exculpación de uno de los mayores halcones financieros del régimen. Y finalmente aterrizó la “doctrina Atutxa”, una especie de rectificación de aquélla manera de la anterior, que permitió condenar al presidente del Parlamento vasco solo con la iniciativa de la acusación popular. En todos los casos estamos ante una especie de justicia a la carta más alta, eso que en el Digesto se denominaba “la justicia que agrada al Príncipe”.
Ya no es únicamente que para salvaguardar las esencias de la Transición se cometan despropósitos y atropellos sin freno, pasando del ejercicio del principio de Justicia Universal de puertas afuera al acatamiento de la Amnistía como Ley de Punto Final de puertas adentro. La falta de ejemplaridad de la Marca España se ha convertido en una peligrosa Ley del Embudo que tolera los negocios más oscuros en las altas esferas mientras con la gente humilde actúa inquisitorialmente. Ahora, cuando medio país malvive en una situación de emergencia social a causa de las políticas matapobres ejecutadas por el duopolio dinástico reinante, PP-PSOE, las instituciones públicas además se someten a las maquinaciones de malhechores de cinco estrellas. ¿Qué pasaría si extrapolamos el argumentario de la “doctrina del amor” y de la “doctrina Botín” a situaciones como al “martirio” de los desahucios causados por las leoninas hipotecas o el trabucazo de las preferentes?
El derecho a decidir en el reino de España es una broma de mal gusto. El referéndum no tiene carácter vinculante y necesita el nihil obstat del gobierno. La Iniciativa Legislativa Popular (ILP) precisa ser tomada en consideración por el parlamento. Y la acusación popular se ha convertido en una bandera de conveniencia ajena a los intereses de la mayoría social y cuando no es así se la cargan con todas las de la ley. Con ese panorama se entiende perfectamente que cada vez más gente confíe en sus propias fuerzas y se lance a la protesta pública, la movilización ciudadana y la desobediencia civil como forma de hacer real una democracia autogestionada secuestrada por una banda de necios y sicofantes. El pueblo no cuenta más que como útil contribuyente neto.
Conviene recordar que la “revolución americana” de 1776 que llevó a las colonias a separarse del Imperio británico comenzó al grito de “sin representación no hay contribución” (tratamiento de súbito no de ciudadano), abortando el intento de la metrópoli de cobrar impuestos sin la correspondiente correlación en la participación política. Pues bien, en el Reino de la Marca España, en el 2009, el 80,5% de los ingresos de la renta procedía de los asalariados y sólo el 8,4% del capital, y sin embargo todo el poder político está en manos de la élite más absentista, cleptómana y defraudadora a través de sus representantes-sicarios. Esa desigualdad sacrificial polariza todo el sistema. Un trabajador puede ser despedido en cualquier momento por el empresario alegando causas objetivas, subjetivas o presentidas (no hay democracia económica), mientras un ciudadano no puede revocar a los representantes que le han engañado más que cada cuatro años (no hay democracia política).Consolémonos con que no hay mal que por bien no venga.
Entretanto, asistimos atónitos al macabro espectáculo del nuevo tráfico de esclavos y la muerte en directo de seres humanos ahogados por un palmo de tierra ante la impasible mirada de los guardianes del orden. Un flagrante y diario terrorismo de Estado del que, como en el circo romano, todos somos cómplices por consentimiento del imperativo legal.
Imagen http://veomuermos.blogspot.com.