De la libertad, las plazas y los pañuelos
Porque haría falta que las plazas pronunciaran nuestros nombres; que se llenaran, de nuevo, de claveles y sueños; que, circulares, fueran ellas las que nos habitaran y nos dieran su enérgica voz, nuestro levantamiento; que silabearan, con nosotros, la palabra REVOLUCIÓN, caligrafiada con la mano empuñando gatillos y poemas. Porque haría falta que las plazas se llamaran, todas ellas, Plaza de la Libertad y se llenaran de un nosotros que no sintiera MIEDO.
A las plazas en las que ha latido el levantamiento, el negarnos a la humillación del estado, el levantar el puño y la voz, el no esquivarnos la mirada: la Praça do Comércio; la Plaza de Mayo; la Plaza de la Revolución de la Habana; la plaza Al-Tarir; la Plaza de Sol; la plaza Taksim…
Es mucho el tiempo en el que la ciudad vive, sobrevive, con un corazón artificial que a medias late. Sin convicción, dejándose arrastrar sobre sus venas sin sangre, pequeñas calles, avenidas y cuadrículas de acero. A la ciudad le han robado, poco a poco, la esperanza. Le han expropiado su faz de espacio público. Ya no es más ese espacio en el que nosotros, sus pobladores, nos representábamos; nos hacíamos visibles; aceptábamos el encuentro, el cruce de miradas y de voces; levantábamos, con materia invisible, un lugar común en torno a un yo que mantenía la dualidad vital del ser individuo y el ser plural. Tres grandes bocas han pugnado, cómplices monstruosas, por morder el perímetro intangible de la ciudad que nos contiene, y antaño nos brindaba la clarouscuridad de sus esquinas, las puertas de sus parques, las alfombras de hojarasca detenida y vencida, sobre el suelo de tierra. Esas bocas son desdentadas armas que socavan la libertad y nos anulan la consciencia: la boca restrictiva y ambiciosa de la privatización; los ojos desconfiados y perversos de la globalización y las manos alargadas y nocivas de los procesos de control social que brotan de la maquiavélica cabeza del capitalismo.
Nos han robado la ciudad, su función como ágora compartida, donde dejar los pasos sobre los que otros dieron, para crecer en un camino que jamás se definía. Nos han desangrado las avenidas y los rincones donde unos y otros éramos unos, sin más. Ha sido lentamente.
El capitalismo y sus dedos sibilinos ha modelado la ciudad para que sea un reflejo de su alma sin alma: un epicentro donde el aroma adictivo del dinero esparce sus partículas para atraer a los manipulados y hacerles beber en fuentes sin agua, tendidas las trampas de la necesidad y el consumo de falacias para aproximarles al hábito de soñar, no con los sueños propios, sino con los sueños impuestos por el estado. En el centro de la ciudad, el estado capitalista, el padre corrupto que nutrirá a sus hijos para llevarles, más tarde o más temprano, al precipicio de la nada, ha ido creando celdillas que encierran la miel de la ambición, forman un panal de falso brillo, un esperpento disfrazado de metáfora y promesa que se dicta en la lengua podrida del capitalismo.
Más allá de su centro, la ciudad se desdibuja, se empequeñece, decrece en su silueta, adelgaza su luminosidad y se oscurece para acoger, sin ningún tipo de ternura, a los despojados de la libertad, a los carcomidos por la pobreza y la desesperanza.
La ciudad reniega de los débiles, de los que por no tener no tienen más que un nombre, y les expulsa a sus suburbios tintados con el hambre y la soledad. Las calles de las orillas de la ciudad se llenan de bocas hambrientas y vientres que no cesan de engendrar; pies que caminan en círculos concéntricos; ojos cubiertos de lágrimas; manos ribeteadas por cicatrices y marcas de los surcos del vacío y las incógnitas; corros de niños que no lloran ni sonríen, que únicamente intentan aprender a esperar, que se encomiendan a la rabia y a la ira que mana de las calles sin calles que divisan.
Las noches, en el suburbio creciente de la ciudad, son más largas. Las aceras son espejismos crueles que desvelan su verdad cuando el borracho camina en su eterno zig-zag: adoquines de cartón, camas de papel, almohadas de aire y una botella llena de posos, sin color, que se acerca a unos labios que no recuerdan más sabor que el sabor de la amargura contenida. La ciudad que ha modelado el estado prometedor de un bienestar que se amaga tras un espejismo gigantesco, se ha convertido en un espejo partido en dos.
Nos han robado los encuentros, la oportunidad de hablar un idioma común, de ser voz a uno, de mirar a través de unos ojos distintos. Nos han robado las plazas, las esquinas, porque es peligroso que nos hallemos en ellas y expresemos con palabras las lesiones que el estado nos deja en el pensamiento y en el alma, su tortura incesante, sus mentiras y los efectos secundarios que nos minan. No interesa que el pueblo halle de nuevo un paisaje comunitario, un espacio común y colectivo. Es peligroso que existan ventanas en los suburbios desde las que agitar pañuelos en lugar de una bandera podrida. No interesa que los niños trepen por un árbol sin necesidad de rezar a quien les amenaza con una espada invisible y un infierno de fuego y de biblia. No conviene que las mentes se abran a las gargantas y fructifique el coraje de vivir exigiendo hacerlo sin el yugo de los himnos.
Nos han robado las plazas. Queda lejos el tiempo en que solo los mayores ocupaban su circular territorio, inquilinos temporales de bancos de madera. Lejos también quedan las horas en que riadas de niños y niñas hormigueaban por el césped y jugaban a perseguirse y asustarse, pasar miedo, pero sólo de mentiras. Hoy las plazas son cárceles de aire enrarecido que aprisionan a hombres y mujeres con escasas ilusiones, sin trabajo; con la mirada turbia por la falta de sueño, de los sueños; con la juventud atada a sus espaldas y unas manos que con dolor se resignan, cada día un poco más, a estar vacías. No son plazas de viejos y de niños. Son plazas de árboles resecos y oxidados columpios que no oscilan. Han huido de ellas las palomas, hambrientas también, cansadas de no hallar en el suelo las semillas. Se arremolinan corros de madres y padres que hablan lenguas diferentes, con acentos solitarios y enérgicos, que van perdiendo la fuerza a golpe de los días inútiles y absurdos, que se hacen entender con la lengua común de la incertidumbre y ese miedo que invade las bocas cercenadas de los sometidos, los despojados, los exiliados, a la fuerza, de la vida.
Las plazas de las ciudades ya no tienen nombres ampulosos seguidos de números romanos. Se llaman plazas para pobres, de los pobres. Son los únicos lugares que nos quedan, la única realidad de la que no pueden, por ahora, desahuciarnos.
En mi ciudad, las plazas están ocupadas por fantasmas que esperan la llamada de una voz que les comunique que la suerte les regala un día de cortar naranja, bajo el calor que el sol sin remisión tiene previsto o entre el gélido frio de un invierno que será, como el presente, demasiado largo, precedente de un futuro inexistente, de efímeros minutos. Fantasmas que no hace mucho tuvieron un trabajo, una mesa con platos, con comida, una casa y hasta un sueño que creyeron era suyo, que no sospecharon que era el anzuelo para ser aprisionados por el estado que ahora les abandona, sin destino.