De la (supuesta) democracia representativa a la (efectiva) participativa
Hasta el 15 de mayo de 2011 muchos de nosotros, que nos teníamos por dignamente informados y relativamente críticos, aceptábamos el montaje de un aparato de poder. El camelo de la democracia desde la dictadura.
Tuvo que despertarse un huracán a partir de un bendito 15-M para que nos diéramos cuenta de la terrible mentira en la que se sustentaba toda la arquitectura jurídica del presente sistema. Hasta entonces, muchos de nosotros, que nos teníamos por dignamente informados y relativamente críticos, aceptábamos el montaje de un aparato de poder que, si bien con deficiencias y aspectos considerablemente mejorables, no dejaba de representar un genuino intento de construir democracia.
Así, es verdad que nos regíamos mediante una constitución aprobada en referendo, gestionada por unos partidos políticos generadores, con mayor o menor fortuna, de unos espacios de participación popular; las consultas electorales eran limpias, y la prensa, relativamente libre. La policía, no obstante algunos abusos cometidos con cierta frecuencia, se mostraba moderadamente respetuosa con la ciudadanía; y la economía, aún dentro de los cánones del capitalismo, no dejaba de tener una cierta vocación redistributiva, a partir de la puesta en práctica de un keynesianismo socialdemócrata.
En definitiva, hicimos buena la máxima de Winston Churchill de que “la democracia es que llamen a tu casa de madrugada y sea el lechero, y no la policía”. Tuvo que llegar, repito, el 15-M para pensar que es una democracia muy sospechosa aquella en la que el lechero llame de madrugada, y no por la mañana, cuando ya la gente está despierta.
A) El presente régimen es un fraude desde sus orígenes: tras la muerte de Franco, la debilidad de la oposición y la relativa fortaleza del establishment dificultó el hecho de dar el primer paso necesario para un proceso constituyente, o ruptura institucional (preferentemente pacífica) que derrocase todo el aparato del poder, para que el pueblo, mediante unos mecanismos efectivos de gestión y participación, elaborase un nuevo sistema legal y, en definitiva, una democracia real.
No se trata de un purismo idealista para el embellecimiento moral del novedoso régimen de convivencia a construir, sino de la condición sine qua non de cara a la renovación efectiva de todas las instancias de poder (la judicatura, la prensa, el empresariado, la cúpula militar y policial, la élite financiera, la sindical, el legislativo, el gubernamental…). Así, una democracia no puede funcionar con la herencia de todo el establishment de una dictadura de 40 años (a excepción de los poderes ejecutivos y legislativos, los únicos en haber sido renovados). Prueba de ello es la descomposición del actual régimen, cuya intensificación ha generado al movimiento del 15-M por reacción.
Por todo esto, ya en los años 60, Antonio García Trevijano, que en absoluto era un revolucionario ni un antisistema, logró convocar a la oposición, en el contexto de la “Platajunta”, en torno a la idea de la ruptura institucional para inaugurar el necesario Proceso Constituyente y dar pie a una verdadera democracia. La traición a este pacto, protagonizada sobre todo por el PSOE y el PCE, sustituyó dicha ruptura por un “consenso” que en realidad fue una claudicación de la izquierda antifranquista ante el deber de implementar la democracia. El actual sistema, meramente electoralista, como veremos a continuación, es la consecuencia de aquel “pacto”.
B) El presente régimen es un fraude desde su construcción: el poder financiero internacional, agrupado a partir de 1973 en torno a la “Comisión Trilateral”, fomentó que, de cara a un virtual auge de la izquierda en España, se accediese a su “domesticación”, gracias al apoyo económico dispensado desde la socialdemocracia alemana. Es en este contexto cuando el PSOE abandona el marxismo y el PCE acepta la monarquía y la bandera bicolor. Y, lo que es más grave, aceptan unas reglas del juego que en general le fueron impuestas, y cuyo contenido real les imposibilitarían para llevar a cabo las medidas sociales emanadas de sus instancias ideológicas. Nada más inteligente que el progresismo formal gestionando los intereses de los poderes ocultos.
Así, a la muerte de Franco, el PSOE y el PCE renunciaron a la ruptura institucional a cambio de participar en un nuevo aparato que, de apariencia democrática, blindaba al establishment heredado del franquismo (salvo el gobierno y el parlamento, repetimos). De esta manera, las medidas “democratizantes” de Suárez fueron avaladas por las izquierdas mediante la participación de éstas. Por lo tanto, las Cortes franquistas se hicieron el “harakiri”, los partidos fueron legalizados, y se procedió a legislar de cara a la celebración de elecciones libres, y se elaboró y aprobó la Constitución del 78.
Sin embargo, el nacimiento de la Carta Magna, no emanó de ningún Proceso Constituyente, puesto que ello hubiese posibilitado un orden que derrocara a los poderes fácticos ya citados (el ejército, la policía, la judicatura, el empresariado, las finanzas…), algo indispensable de cara a una democracia efectiva, entendida como tal la capacidad de autogobierno por parte del pueblo, y por tanto, de controlar a dichos poderes.
En su lugar, al no haber Proceso Constituyente, no hubo Asamblea Constituyente, sino unas Cortes Generales a las que, con posterioridad a su composición, se les otorgó de modo implícito una facultad constituyente. Además, la Carta Magna fue redactada por 7 señores, sin participación popular alguna. Así, el Parlamento fue una instancia meramente deliberativa; y el pueblo, otra instancia de mero asentimiento a posteriori.
C) El presente régimen es un fraude en su arquitectura jurídica: primeramente, la jefatura del Estado es, a espaldas de decisión ciudadana alguna, vitalicia, hereditaria, masculina, y no sujeta a responsabilidad en el ejercicio de sus funciones. Y, por lo demás, se trata de una herencia de la dictadura de Franco, como imposición de los poderes fácticos, tal vez como símbolo del blindaje de éstos. El presidente es elegido por el Parlamento, del cual a su vez emana el poder judicial. La básica separación de poderes que hace más de 2 siglos teorizó Montesquieu como criterio básico de democraticidad, en nuestro país brilla por su ausencia.
Pero más aún: al Parlamento concurren los candidatos integrados en unos partidos políticos. Éstos son agrupaciones de listas cerradas, decisiones verticales, designaciones a dedo, receptoras de ingentes sumas de dinero público y empresarial, así como de espacios mediáticos; omnipresentes, además, de modo jerárquico en multitud de pueblos, autonomías, diputaciones, instancias judiciales, televisiones, consejos de administración, asociaciones de vecinos, empresas públicas, universidades, etc.
Lo inmensamente crematístico de los puestos a ocupar, y el criterio arbitrario de designación al cargo o a la candidatura, nos dan una referencia de la corrupción que esta partitocracia ha podido generar. Estos 30 años de régimen, salpicados de constantes escándalos políticos, ofrecen innumerables ejemplos de lo que estamos afirmando. Además, el hecho de que apenas se convoquen plebiscitos (que ni siquiera tienen carácter vinculante), o la casi imposibilidad de facto para llevar al Parlamento alguna Iniciativa Legislativa Popular (recogida de firmas para imponer a la cámara el debate y la votación de nuevas leyes), avalan todo esto; por no citar las dificultades económicas y administrativas que suponen la creación de nuevos partidos políticos, así como la Ley D’Hont y el sistema de proporcionalidad, que marginan a las minorías en beneficio de las grandes agrupaciones.
Sólo así se entiende que el PP haya obtenido la mayoría absoluta en las últimas elecciones con únicamente el voto del 30% del electorado, contando con la oposición del movimiento del 15-M que, en las fechas cercanas a los comicios, contaba con el 60% de apoyo en la opinión pública.