Del palo genocida a su astilla asesina

Del palo genocida a su astilla asesina

Palo genocida

Por Nònimo Lustre. LQSomos.

Hace tres meses, redactamos un suelto comentando el caso de la rancia estirpe del duque de Feria a la que –previa mordida, claro está- su amigo el alcalde de Madrid había regalado un escandaloso contrato sobre las mascarillas sanitarias. Decíamos ayer: “Aristocracia es sinónima de criminalidad. Y los aristócratas son criminales literalmente natos, no sólo por genealogía, sino también porque cultivan el delito ventajismo delictivo con genética moral-social… Pese a las diarreas aristocratizantes de raíz totalitaria regurgitadas por fósiles como G. Mosca, V. Pareto y R. Michels, esta inicua casta no es la élite sino la cloaca de Occidente.” (ver Aristocracia y delincuencia, 20.IV.2022)

Puesto que en aquella ocasión subrayábamos el criminógeno factor hereditario, hoy queremos redondearlo ejemplificándolo en uno de los más recientes delitos cometidos por la aristocracia española. Nos referimos a los asesinatos perpetrados por Fernando González de Castejón y Jordán de Urríes, Grande de España, XVI conde de Atarés y IX marqués de Perijá (en adelante, FMP). Como sabe media España, a sus 53 años, FMP ultimó a tiros a su pareja (44 años) y a una septuagenaria amiga della. Después, en un único acto en su vida que le honra, FMP se suicidó. El resto de la noticia es relativamente secundario: FMP tenía en su casa un arsenal -¿heredado?- sin haberse rebajado a solicitar licencia de armas, practicaba el tiro en el patio de su edificio vecinal, estaba procesado y/o condenado por violencia contra su madre y contra una de sus hermanas, admiraba a Hitler y etcétera.

FMP recibió sus títulos nobiliarios de su tío abuelo, Miguel López y Díaz de Tuesta. Este don Miguel murió a los 92 años, soltero y sin descendencia. Quien heredó, no los papelajos nobiliarios sino su fortuna material e inmobiliaria, fue su secretario, Vicente Marín, con quien convivió durante treinta años. Huelga añadir que semejante testamento molestó profundamente a sus sobrinos –hasta lo impugnaron pero en vano. Es plausible suponer que FMP se sintió estafado por su tío abuelo puesto que los títulos seguramente le importaban muchos menos que las propiedades materiales que esperaba haber recibido en herencia. Que, a partir de esa decepción, entrara en barrena es tema que dejamos a los tertulianos psicologistas que tanto abundan.

El genocidio de Perijá

Dejando para otra ocasión el seguramente patibulario origen del condado de Atarés, nos centraremos en el marquesado de Perijá. En 1776, el rey Carlos III l lo instauró en beneficio de José García de la Peña. ¿Qué méritos había acumulado este su primer marqués?: simplemente que, en su calidad de sargento mayor del regimiento de caballería acuartelado en la entonces llamada Villa de Perijá (hoy, Villa del Rosario, Colombia) había contribuido a finiquitar a sangre y fuego la conocida como rebelión guajira de 1769–1776. Dicho de otra forma, un sargento chusquero fue ennoblecido por genocida.

Esta sublevación fue la continuación de las que los mismos guajiros encendieron en los anteriores años de 1701, 1727, 1741, 1757 y 1768, hartos de que fueran esclavizados para extraer perlas en el Cabo de la Vela y, peor aún, en la distante isla de Cubagua. Es decir, los antepasados de los Wayúu actuales resistieron sistemáticamente a la Invasión: en 1701 y en 1719, expulsaron a los capuchinos y el ejército invasor nunca se atrevió desojar a los sublevados de sus armas y de sus ganados por miedo a que semejante extorsión, además de inviable, acarrearía que los ‘indios’ inermes se cebarían en las propiedades de los colonos.

Un palabrero wayúu, mediador y árbitro en las disputas internas de su pueblo, telonero del mapa de la Guajira

Concretamente la de 1769-1776 fue provocada por el secuestro de 22 guajiros (hoy, indígenas Wayúu) a quienes los Invasores pretendían esclavizar para que construyeran las fortificaciones de Cartagena de Yndias. Poco después, los ‘indios’ incendiaron un pueblo de invasores y, al incendiar su iglesia, murieron dos españoles. Además, persiguieron al secuestrador, un cabo mestizo al que ejecutaron junto con ocho de sus soldados. La guerra se aceleró hasta llegar a un culmen: los cristianos decapitaron a un cacique guajiro cuya cabeza fue exhibida en un camino real en un claro ejemplo de terrorismo revestido de escarmiento; por su parte, los guajiros quemaron vivos a varios soldados y civiles y, si creemos a la historiografía oficial, “profanaron varias iglesias y enseres de las mismas, usando los cáliz para tomar chicha”. La chicha o licor de caña, protagoniza infinidad de episodios de la Leyenda Negra con la que los Invasores tergiversaron la historia de las Yndias al calumniar a los pueblos invadidos asfixiándoles con una gran variedad de insultos –“bárbaros, ladrones cuatreros, dignos de la muerte, sin Dios, sin ley y sin Rey” para un gobernador y “ambiciosos, traidores, vengativos, desconfiados y llenos de abominaciones” para un virrey- y de necedades repetidas al pie de la letra por una legión de seudo-historiadores coloniales –y actuales.

Según informó el virrey Messía de la Zerda, en este levantamiento se alistaron hasta “veinte mil guerreros… hombres [que] se mantienen sin comer y ni beber dos y tres días, y les satisface abrir en breve instante la tierra con sus manos, y beber un sorbo de agua de cualquier calidad que sea, comen raíces de yerba, y frutillas silvestres, que uno y otros acabarían con un hombre de los nuestros en pocos días”. Pero la Historia contada por los Vencedores siempre exagera el número de las huestes enemigas –obviamente, a más indios, más mérito del Víctor Invasor. Es más cierto que la población de la Guajira ascendía a menos de 40.000 personas entre las cuales había un máximo de 10.000 varones adultos, obviamente no todos ellos combatientes activos –amén de que los hubo aliados al enemigo.

La, hoy colombo-venezolana. Territorio wayúu (antes, guajiros)

Este levantamiento se fue apagando lentamente, sin ninguna batalla frontal digna de ser reseñada –excepto la que mencionaremos poco más abajo. Las causas del desistimiento fueron varias y complejas. Es posible que una de las principales fuera la división étnica; los Cronistas nombran a una enorme variedad de indios: arriberos, bajeros, serranos, pescadores, zapuanas, cocinas, cocinetas, hosayúes, alpushianas, jarariyúes, urianas, puciarines, hipuanas, hipuayúes, etc. Pero la taxonomía colonial dista mucho de sernos útil porque no distingue entre clanes, familias extendidas y/o naciones con lengua exclusiva. Pero otra razón, seguramente más decisiva, es que ya existía una suerte de mestizaje cultural que, al adoptar costumbres europeas como el comercio formal e informal (contrabando) les fraccionó hasta el punto de propiciar guerras intestinas que culminaron en la batalla de La Soledad, cuando unos indígenas ‘serranos’ al mando de un tal Blancote (sic) vengaron la muerte de uno de sus compadres integrados.

Aun así, ¿cómo los guajiros pudieron resistir a los ejércitos arijunas (usurpadores) durante siete años? En parte, porque contrabandeaban con los holandeses y los británicos armas a cambio de sal, perlas, etc. Lo reconocía el citado virrey de apellido tan porcino, “por lo que respecta a hacer la guerra, los he visto manejar un fusil y fatigar un caballo como el mejor europeo, sin olvidar su arma nacional la flecha; a esto les acompaña un espíritu bizarro con mucha parte de racionalidad adquirida en el inmemorial trato y comercio que han tenido con todas las naciones”.

Al terminar la guerra, ¿habían muerto un centenar de invasores? Tal sostiene esa historiografía colonial nunca comprobada y, desde luego, siempre negada a considerar el número de víctimas indígenas. Tampoco sabemos cómo y porqué un simple sargento que no se distinguió en ninguna acción bélica llegó a inaugurar el marquesado de Perijá. Sn embargo, puede haber una explicación: que tenía en la corte madrileña mejores agarraderas que sus mariscales de campo y demás mílites encumbrados.

¿Heredó FMP los perversos genes de su antepasado el genocida de Perijá? Así podríamos aventurarlo si tuviéramos alguna confianza en la veracidad de los árboles genealógicos de las aristocracias –españolas o de cualesquier país. Pero ocurre al revés: que son genealogías inverosímiles puesto que, en un raro arrebato de sinceridad, la Historia oficial nos señala que están entreveradas por lo que pomposamente llaman nada menos que Cuestión de Estado -por ello, hemos repetido hasta la saciedad que el verdadero nombre del felón rey Emérito no es Borbón sino Archambault Puig-Moltó. ¿Podemos concluir que FMP estaba desquiciado antes y durante sus asesinatos y su suicidio? Depende de lo que entendamos como locura o enajenación. Cocido al fuego lento de la impunidad neo-franquista, abusador compulsivo y armado hasta los dientes, lo poco que podemos asegurar es que sus agresiones derivaron en unas muertes anunciadas. Así pues, aviso a los navegantes: en cualquier casa aristocrática puede saltarnos el dragón de la muerte.

– Imagen de cabecera: El finado Fernando González de Castejón y Jordán de Urríes, Grande de España, XVI conde de Atarés y IX marqués de Perijá, en un rictus despreciativo típico de la llamada ‘Nobleza’.

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