Democracia, esa palabra/cosa tan confusa y polisémica
Por Joan Martí
Polisémica en el ámbito de la lingüística describe la condición de una palabra que tiene varios significados. En lo que viene al caso, la palabra democracia poseía un cierto significado en el pasado, pero con el tiempo ha ido mutando y hoy remite a un cuento de hadas
Desde principios del siglo pasado, la “Democracia” formal es una institución y arquitectura jurídica y funcional del poder, la cual produce, permite y perpetúa la dominación de unos sectores sociales y de unos relatos culturales sobre otros, de manera injustificada e irracional en su lógica, e injusta en sus efectos.
Cuando se implementó en el siglo V a.C., durante la época de Pericles, la democracia ateniense alcanzó su mayor esplendor, y de hecho dos mil quinientos años después aún se invoca de manera cursi, un poco naïf, como ejemplo a seguir. Significa “el poder del pueblo” -aún se dice- pero incluso en aquella época era un sistema de poder político en el que, en esencia, las decisiones eran tomadas por algunos ciudadanos y no por todos, ya que en el asunto no participaban ni esclavos ni extranjeros ni otros pringaos de bajo estatus social.
Con la Revolución Francesa, llegó el fin del Antiguo Régimen feudal y se inició la Edad Moderna bajo el avance de la Ilustración, renaciendo la idea de la Democracia como concepto basado en principios del pensamiento político y social de la época, inspirados en los filósofos ilustrados; la razón, la libertad, la igualdad y la separación de poderes; ideas que establecieron el marco teórico de la Revolución Francesa y que se plasmaron en principios sagrados que, -según se teorizó con gran boato-, ponían el contrato social en el fundamento del Estado.
Era el Racionalismo y los derechos naturales que postulaban los filósofos de la Ilustración, como Voltaire, Montesquieu y Rousseau, quienes defendieron el uso de la razón y la lógica en la toma de decisiones políticas, argumentando que los seres humanos tienen derechos naturales inherentes, como la libertad y la propiedad, que deben protegerse por el gobierno… (el naciente mercantilismo protegía lo suyo, lo individual por encima de lo social; la santísima propiedad)
También se postulaba la Separación de Poderes, defendida por Montesquieu, quien propugnaba la división de la acción de gobierno en tres: ejecutivo, legislativo y judicial, estableciendo sistemas democráticos con frenos y contrapesos para evitar la excesiva concentración del poder en alguno de los tres.
La Soberanía Popular, defendida por Rousseau, también tenía su espacio en el invento que había acabado con el absolutismo medieval, afirmándose que el poder residía en el pueblo y que los gobernantes debían actuar siempre en beneficio de la mayoría, basándose en la voluntad del pueblo.
La Igualdad y la Fraternidad eran otros principios adoptados por la Revolución Francesa con el lema de libertad, igualdad y fraternidad, haciendo de la igualdad ante la ley un principio fundamental para conseguir la abolición de los privilegios de la nobleza en un proyecto de cambio hacia una sociedad más igualitaria.
Con todo ello, tras la Segunda Guerra Mundial, para domesticar y controlar a los desfavorecidos revoltosos, -también en esta época marginados y arrumbados fuera de la historia-, se inventó el llamado Estado Social y de Derecho, el mismo estado de protección social imprescindible que en los últimos años vemos que anda de capa caída con el auge del liberalismo salvaje en lo económico y con la entrada en los parlamentos de las ideas más insolidarias, casposas y antediluvianas en forma de agrupaciones políticas neofascistas.
En este loco inicio del tercer milenio, la democracia mutó pues en una entelequia sofisticada que nada tiene que ver con Atenas ni con Pericles ni tampoco con la Ilustración y la Revolución Francesa y sus principios.
Como ya adelantaron el viejo Marx y los anarquistas hace casi 200 años y han explicado múltiples pensadores, politólogos y sociólogos posteriores, los hechos han demostrado empíricamente que la democracia hoy -y en concreto desde la II Guerra Mundial- no es otra cosa que la ilusión de un ideal fallido.
La fábula de que todos somos iguales en el ejercicio y ante el poder, ante las leyes, la justicia social y todo eso, y de que se gobierna en nuestro nombre y para nosotros, resulta ser una gran superchería, casi una extravagancia fuera de la realidad, que enmascara que la Democracia es simplemente la arquitectura legal que permite que unos sectores sociales dominen a los otros con los parlamentos, a poder ser o, si se tuerce la cosa, con la fuerza justificativa de las porras y las cárceles.
Apareció el lawfare y se acabó la sacralidad del Derecho, tanto del nacional como del internacional. Apareció la manipulación mediática y despareció la información. Aparecieron las castas políticas, las élites extractivas y su coporativismo y menguó la participación política de los ciudadanos. Todo atado y bien atado…
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