El diente de Lumumba
Por Nònimo Lustre. LQSomos.
Cuando el Poder enfrenta cierta resistencia porque el pueblo no siempre admite comulgar con ruedas de molino, la Autoridad pone en juego unas rutinas –perdón, protocolos- cuyas fases se resumen en un fácil ABC:
a) Petición burocrática de Antecedentes. Es el primer paso y el menos relevante puesto que el historial del problema a resolver debe coincidir con la solución que ya ha diseñado el Jefe. Muy gruesa tiene que ser la diferencia entre el ayer y el hoy para que el Jefe descarte los Antecedentes. Si tal caso llega a darse, quema el archivo y conspira por otros derroteros para enterrar al caso de hoy –esto se llama inercia administrativa.
b) El torticeramente llamado Silencio administrativo –no confundir con la inercia detallada en el paso anterior. En realidad, el Poder tiene alergia a no ser la salsa de todos los guisos. Siempre debe pronunciarse pero, si el tema es escabroso, escoge dilatar su solución ad calendas grecas –hoy traducido como “si eso, ya tal”.
c) Si no funciona ninguna de estas fases, convoca una Comisión de Investigación. Su único objetivo es reducir los daños. Propósito que se pone en práctica siguiendo estas tres etapas:
1) Reducir el alcance del problema. Da igual que el conflicto sea universal –el cambio climático, por ejemplo- o local –digamos, una fosa común en una aldea. En cualquier caso, en una suerte de figura retórica al revés, la metáfora se toma al pie de la letra desviando y anulando así la molestia -¿un genocidio es causado por armas?: la culpa la tienen los chinos que inventaron la pólvora.
2) La Brigada Mediática se encarga de inundar al pueblo con casos individuales de tan poca monta y tan tremebundos que cautiven a la ‘opinión pública’ y, sobre todo, para que no afecten a los Jefes –¡horrible caso el del fulano genocida que descuartizaba a mordiscos!
3) Transferir los daños –en jerga actual, reconducirlos. En esta última etapa, es frecuente que la culpabilidad recaiga en unos poquísimos de sus verdaderos criminales… a condición de que estén muertos y sus herencias materiales, blindadas. El imprescriptible delito de lesa humanidad, “si eso ya tal”. En el ejemplo del genocidio, se transfiere a los tribunales, al Congreso –institución especializada en estas Comisiones de Investigación-, a la ONU, al Vaticano, etc. Es decir, a cualquier instancia nacional o internacional que sea oficialmente ajena al Jefe.
La mayoría de las peripecias africanas que se analizan en los siguientes parágrafos ejemplifican cabalmente alguna de estas variantes. Mil veces hemos oído: “Si quieres que un problema se olvide, crea una comisión de investigación.” Sin embargo, la Commission spéciale que ha estimulado estas notas tiene sustancia aprovechable. Se trata de la Commission spéciale chargée d’examiner l’État indépendant du Congo et le passé colonial de la Belgique au Congo, au Rwanda et au Burundi, ses conséquences et les suites qu’il convient d’y réserver (26 octubre 2021; en adelante ‘Comisión’)
Lo firma un grupo de expertos (constituido en julio 2020), compuesto por Zana Etambala, Gillian Mathys, Elikia Mbokolo, Anne Wetsi Mpoma, Mgr Jean-Louis Nahimana, Pierre-Luc Plasman, Valérie Rosoux, Martien Schotsmans, Laure Uwase y Sarah Van Beurden. Hay un obispo o similar pero su apellido, Nahimana, induce a pensar que es africano. También guiándonos por los apellidos, es plausible suponer que parte de los expertos son africanos, seguramente congoleños, ruandeses y burundeses. Este no es un detalle baladí puesto que la historia de las Comisiones de investigación del genocidio congoleño se remonta al año 1904 pero ninguna de las infinitas que se han sucedido sin pena ni gloria había contado con un lobby de expertos negros.
Habiendo recibido sus 689 páginas hace cuatro días, es evidente que no hemos podido estudiar a fondo todos sus cuasi comprehensivos capítulos sobre las matanzas coloniales que se exacerbaron cuando los sicarios del rey Leopoldo II, en sólo 13 años (1885-1908), exterminaron a casi la mitad de la población congoleña –pasó de 20 m. a sólo 09 m.
[Masacres denunciadas por Roger Casement (1864-1916) quien elevó un Informe para que el Estado Independiente del Congo –patraña de Leopoldo II para mantener el Congo como su propiedad privada-, fuera rechazado por Europa. En realidad, al British Empire el genocidio no le interesaba tanto como el caucho congoleño, entonces competidor del caucho de las colonias británicas en Asia. Después de pasar por el Amazonas, al héroe y mártir Casement le quitaron el título de Sir y le ahorcaron en Londres por independentista irlandés, por (supuesto) espía de los alemanes y, de paso, por (supuesto) homosexual]
Resumiremos los parágrafos que nos han parecido más interesantes: subraya la Comisión que, en una lápida del Musée royal de l’Afrique centrale, están grabados los nombres de 1.508 belgas muertos en Congo como héroes y como patriotas. Huelga añadir que, entre ellos, no figura ningún congoleño. Pero la Comisión destaca a un puñado de belgas, sistémicamente negreados por Europa, que fueron críticos contra el genocidio perpetrado por los gobiernos del rey Leopoldo II –quien nunca pisó el Congo. Son ellos los politicos Georges Lorand y Emile Vandervelde, el jesuíta Arthur Vermeersch y el magistrado Stanislas Lefranc (Comisión: 65, 66)
Y nos centraremos en Lefranc (ver Comisión: 86-91 y ss; 3.135 palabras), obligados a restituir su obra, precisamente porque la voz ‘Lefranc’ no aparece en la Biographie Coloniale Belge / Biographie Belge d’Outre-Mer. Sin embargo, este magistrado publicó tres folletos rompedores titulados Le Régime Congolais. Opinion d’un Magistrat du Congo (publicados en 1908 y 1910) La publicación de estos opúsculos le ganó a Lefranc el odio eclesial: en abril de 1908, fue objeto de virulentas infamias propaladas desde el periódico ultra-católico XXe Siècle (oh! casualidad: la porquería donde el nazi Hergé publicó los primeros borradores de Tintin) acusándole de ser un “héroe barato” (héros à bon marché), un mequetrefe ambicioso que imploraba galones y grandes honorarios.
Indudablemente, a esa cohorte ultra-católica no le agradó la retahíla de crímenes que denunciaba Lefranc. Una enumeración parcial y resumida: “J’ai connu las maravillas cometidas por los colonos en la provincia de l’Équateur, país de las manos cercenadas, en el Lago Léopold II, país de decapitaciones, en l’Abir y la Mongalla [Mongala], país de todas las atrocidades, en las carreteras de Tanganica y de Katanga, dónde se ríen del espectáculo de los cadáveres sembrados en las antiguas rutas caravaneras –y en las aldeas de esa última carretera incluso celebran las célèbres victoires de Kiravungu, Kivuka, Congo y Kimbaluba-… esos gloriosos combates grabados en la memoria de los indígenas. En el Uele he visto la desorganización de toda la vida indígena; en Libokwa estuve en esa “casa de los horrores” cuyo glorioso dueño se solaza en Europa mientras que los viejos y los niños son rebaños que se acarrean, cadena al cuello, a Stanleyville para ser reclutados como soldados “voluntarios” y de donde no volverán jamás” (Comisión: 150 ss)
Ludo de Witte, De moord op Lumumba (1999, ed. francesa disponible en z-lib.org)
Ríos de tinta se han vertido sobre el magnicidio contra Lumumba pero la más completa narrativa de los hechos acaecidos el 17.enero.1961 es la monografía ‘forense’ del sociólogo de Witte. Para nosotros, no es excitante exponer los cientos de datos que certifican la culpabilidad de las más altas instancias belgas. Sólo nos interesan los tejemanejes en esas alturas, especialmente la notoria diferencia que hay entre lo escrito y lo verbal o nunca escrito.
Sobra el magnicidio que hoy nos ocupa, el premier Gaston Eyskens (segundo culpable, ver infra) habla, no escribe nada. Así que es un subordinado suyo quien carga con el pecado historiográfico, concretamente su imprudente ministro de Asuntos Africanos, d’Aspremont Lynden, quien ordenó en un telegrama (06.oct.1960) la “élimination” de Lumumba. Ahora, los mamporreros gubernamentales pretenden hacernos comulgar con una grosera rueda de molino: que el ínfimo criminal -tercer autor intelectual del delito- quiso decir ‘eliminación política’.
Por otra parte, los autores materiales se salvan porque “obedecían órdenes”; asimismo, ni los colonos ni los milicos belgas fusilaban directamente, no tienen conciencia de las torturas ni de la desaparición de los cadáveres porque los asesinos “se fugaron”. En plus, dos pequeños detalles: a) en el paredón, Lumumba y sus dos compañeros, se mostraron ‘fatalistas’ –si hubieran sido blancos, hubieran estado ‘serenos’. b) el comisario Soete, jefe de los verdugos (ver siguiente parágrafo) estaba en julio de 1960, medio año antes del magnicidio, disfrutando sus vacaciones en Bélgica y retornó enseguida al Congo con la altísima encomienda de asesinar al Presidente, notarnment pour tuer Lumumba (de Witte: 09, 10, 274, 277) Dicho de otra forma, la monarquía belga planificó con bastante antelación un magnicidio que, enseguida, convertirían mediáticamente en tiranicidio.
Después de la publicación del libro de de Witte, el Parlamento federal belga constituyó una Commission d’enquête. Finalizada en 2001, dedujo que ‘algunos’ ministros y otros agentes belgas, cargaban con una responsabilité morale en aquel magnicidio. Esa cúspide de la hipocresía eurocéntrica que es la culpa morale, les garantizó a los asesinos de alto o bajo tenor la impunidad absoluta.
El comisario profanador y el diente ¿único?
Arriesgándonos a consolidar ese chivo expiatorio que tanto beneficia a los auténticos responsables, incluimos el hiriente caso del verdugo material de Lumumba: el comisario de la policía colonial Gérard Soete (fallecido en el 2000 a sus 80 años) fue un psicópata y un sicario de chichinabo seguramente escogido por su crueldad y por su genuflexión perruna ante sus Jefes. Item más, los verdaderos asesinos de Lumumba fueron los de arriba: en primer lugar, los beatísimos católicos reyes Balduino y Fabiola y, descendiendo del trono, el presidente Eyskens y, más abajo, el ministro d’Aspremont Lynden. A partir de estos tres despachos, se abre el abismo de las cloacas estatales donde, dicho en criollo, “no merece la pena gastar pólvora en zamuros” (buitres) Pero sus Jefes siguen impolutos mientras que Soete se ha convertido popularmente en el paradigma de la impunidad del racismo europeo y también de cómo el asesinato neo-colonial comporta un lucro económico, ayer en el Congo y hoy en Bélgica.
Dicen que firmó varias novelas coloniales, entre ellas un relato en flamenco de 1978 sobre cómo asesinó a Lumumba -que firmara o escribiera es irrelevante comparado con el hecho de que nunca tuvo remordimientos. En incontables programas de televisión (suponemos que bien pagados) se ha vanagloriado de su crimen de Estado, cuando, comandando un pelotón equipado con una sierra metálica y dos damajuanas de ácido sulfúrico, descuartizó el cuerpo de Lumumba. “Patrice, me has dado tanto trabajo…”, decía. La persona que lo entrevista le hace notar que es un crimen abominable. Él responde: “Sí, lo sé, Ludo de Witte [ver infra] me lo ha dicho, y desde entonces duermo mucho menos” Cuando se le pregunta por qué ha conservado esos dos dientes, responde: “Todo el mundo quería presumir de haber matado a Lumumba, y para demostrar que era yo, me quedé con los dientes…Lo más difícil fue cortarlo antes de verter el ácido”. En todas las ocasiones mediáticas, se jactó de haber asesinado al Presidente del Congo con todas las agravantes: “Una muerte de estilo colonial… arrancándole los dientes”. Y concluye con la consabida apoteosis del mal menor o refugio de los canallas: “Lo hice bien, para salvar a miles de personas y mantener la calma en una situación explosiva”.
Siempre reconoció muy orgulloso que poseía en Bélgica “un dedo, un diente y el anillo de boda de Lumumba”. Pero, andando el tiempo, redujo su botín a un solo diente -¿cuánto obtuvo por la venta de las otras piezas?-. El ahora famoso diente reapareció en 2016 cuando la revista Humo entrevistó a su hija. Semejante hija de semejante padre, se mostró dispuesta a exhibir de nuevo esa pieza dental. Y, además, se querelló contra de Witte por encubrimiento (¡) Hasta donde sabemos, ninguna instancia judicial belga ha pensado en que los Soete infringen medio código penal (desde profanación de cadáveres hasta receptación con ánimo de lucro) De hecho, en España, “El que, faltando al respeto debido a la memoria de los muertos, violare los sepulcros o sepulturas, profanare un cadáver o sus cenizas o, con ánimo de ultraje, destruyere, alterare o dañare las urnas funerarias, panteones, lápidas o nichos será castigado con la pena de prisión de tres a cinco meses o multa de seis a 10 meses”, artº 526 del Código Penal, nunca aplicado al Estado que tiene miles de cadáveres en las cunetas.
Pero la niña Soete puede dormir tranquila pues la justicia belga tramitó, en efecto, la denuncia de los hijos de Lumumba pero sólo para dictaminar que aquel asesinato era un crimen de guerra y no un crimen de lesa humanidad. Para mayor inri, su fiscalía ha evocado una restitución simbólica, a falta de la certeza absoluta de que este diente sea efectivamente el del primer presidente del Congo –los magistrados adujeron un insulto más: que no era posible hacer un análisis de ADN en el diente sin destruirlo.
Bélgica lleva varios años jurando y perjurando que devolverá El Diente a la familia Lumumba o al Estado congoleño. Pero… las cosas de palacio van despacio y el caso del Primer Presidente no es el único caso de magnicidio: “¡Queda el cráneo del rey Lusinga, almacenado entre monos en el Instituto Real de Ciencias Naturales de Bélgica!”, exclama el activista Bofane. Lusinga fue decapitado en 1884 por el general Emile Storms quien facturó su trofeo a Bruselas. Este resto humano es exigido en vano por descendientes del rey y por los Tabwa pero Bélgica rechaza acometer las pruebas de ADN.
Ojo con las palabras solemnes
La culpabilidad sólo moral antes mencionada (ver supra de Witte) no es la única triquiñuela jurídica inventada por la muy racista y colonialista ‘justicia’ belga. Hay muchas más. Entre las más recientes y venenosas está la declaración del rey Philippe con ocasión de ‘celebrar’, el 29.junio.2020, el 60º aniversario de la Independencia del Congo. Por primera vez, un monarca belga expresó sus “profonds regrets pour les blessures causées par le passé et pour la discrimination toujours actuelle dans notre société”. Además, hizo referencia a “la violence et aux actes d’atrocité commis pendant l’État indépendant du Congo ainsi qu’au préjudice causé et aux humiliations infligées pendant le colonialisme”. ¡Oh la la, qué maravilla!, ha condenado las heridas (¿sólo heridas, ninguna muerte?), atrocidades y etcétera causadas por el colonialismo… Pero no echemos las campanas al vuelo: ¿quién encarnaba aquel colonialismo genocida? Su pariente Leopoldo II. Otra pregunta retórica: ¿añadió el rey Felipe que desmontaría el centenar de monumentos leopoldianos de mayor o menor volumen que polucionan Bruselas? No, pero sus súbditos más rebeldes los ‘intervienen’ a diario. Etc. Pero el quid de la cuestión no es retórico sino de efectos judiciales: “lamentarse” no es “excusarse”; lamentar es un brindis al sol mientras que pedir excusas hubiera significado reconocer la responsabilidad penal de la Corona y, no y no, hasta ahí podíamos llegar…
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