El Mozote: el genocidio del pueblo salvadoreño

El Mozote: el genocidio del pueblo salvadoreño
Óscar Romero no es Camilo Torres Restrepo, el sacerdote colombiano que se incorporó al Ejército de Liberación Nacional, perdiendo la vida el 15 de febrero de 1966 durante su primera experiencia de combate. Óscar Romero, asesinado el 24 de marzo de 1984 por el Ejército salvadoreño mientras celebraba la eucaristía, nunca se planteó la posibilidad de acabar con la pobreza y la desigualdad, promoviendo una insurrección armada. Ni siquiera puede afirmarse que suscribiera las tesis de la Teología de la Liberación. Jamás creyó que marxismo y cristianismo pudieran fundirse en un mismo discurso liberador, pues entendía que el marxismo prescindía de Dios y se basaba en una lucha de clases orientada hacia la dictadura del proletariado. Sin embargo, hay algo que sí vincula de forma inequívoca a Óscar Romero con figuras como Camilo Torres, Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino o Ignacio Ellacuría, tal vez el mártir más conocido de la matanza perpetrada por el Batallón Atlacatl en la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador, donde otros cinco jesuitas y dos empleadas domésticas (madre e hija) fueron asesinados el 16 de noviembre de 1989. El vínculo que reúne a Óscar Romero con los teólogos de la liberación o incluso con los sacerdotes implicados en la lucha armada contra las oligarquías de América Latina es su vivencia de Dios como el encuentro con el otro, particularmente en su forma de extrema vulnerabilidad.
 
Entre las víctimas de la matanza de la UCA, se hallaba Celina, una joven de dieciséis años. Su muerte simboliza la inmolación de los inocentes en un orden social que rebaja al ser humano a simple mercancía. Celina es el rostro donde se revela la trascendencia. En su mirada asoma el Dios que se acerca al pobre, el paria, el enfermo o el marginado para evidenciar que el mandato de amar a nuestros semejantes es la piedra fundacional de cualquier moral con pretensiones de universalidad. No tomar partido a favor del más débil, no acompañar al que sufre la exclusión, la tortura, el hambre o la cárcel, significa alejarse del Dios que se encarnó para ser una presencia viva, doliente, solidaria entre los que padecen cualquier forma de injusticia. Dios no es un ser omnipotente, sino una vivencia. No creo en su existencia sobrenatural. Dios aparece donde hay fraternidad y sufre cuando se comete una iniquidad. Eso es todo, desde mi personal punto de vista
 
El Batallón Atlacatl fue entrenado en Fort Bragg (Carolina del Norte) por Fuerzas Especiales de Estados Unidos. Su misión consistió en exterminar a la guerrilla y la población civil que le prestaba su ayuda o, simplemente, simpatizaba con su causa. Entre sus blancos, se hallaban los activistas a favor de los derechos humanos: intelectuales, periodistas, sindicalistas, políticos o sacerdotes. Sólo se me ocurre una diferencia entre sus crímenes y los de los Einsatzgruppen de la Alemania nazi que fusilaron a dos millones de judíos, gitanos y eslavos en el Este de Europa: la vergonzosa impunidad de los genocidios planificados y ejecutados por la Administración norteamericana y sus cómplices. Óscar Romero fue un mártir porque alzó la voz contra una oligarquía que había recurrido al terrorismo de Estado para conservar sus privilegios, exterminando comunidades enteras de campesinos, como en el caso de las aldeas (o cantones) de El Mozote, La Joya y Los Toriles, donde se torturó, violó y asesinó a cerca de mil campesinos entre el 10, 11 y 12 de diciembre de 1981, incluidos ancianos, mujeres y niños. Al evocar esta abominación, resulta imposible no pensar en la matanza de My Lai, la aldea vietnamita diezmada el 16 de marzo de 1968 por tropas norteamericanas, causando la muerte de al menos 500 civiles. En ambos casos, se aplicó el mismo procedimiento bárbaro e inhumano, lo cual prueba que el Batallón Atlacatl se limitaba a seguir las enseñanzas de sus instructores estadounidenses, expertos en técnicas de tortura, exterminio y eliminación de restos humanos. Se habla de la Shoah, pero lo que sucedió en la guerra de Vietnam o en la América Latina de los ochenta no se diferencia demasiado y, en este caso, el responsable no fue el nazismo, sino la Administración Reagan. Sólo en Guatemala se asesinó a 250.000 mayas, una cifra que no necesita excusas para adquirir la categoría de genocidio.
 
Los kaibiles, soldados de élite adiestrados por Estados Unidos, cometieron la mayor parte de las matanzas. Las atrocidades perpetradas contra las mujeres y niños del pueblo maya (menores violadas y decapitadas, iglesias incendiadas con familias vivas en su interior, embarazadas destripadas) no tienen nada que envidiar al espanto acontecido en Auschwitz, Treblinka o Sobibor. El genocidio del pueblo maya no es un crimen aislado, sino un capítulo más de la doctrina de la "seguridad nacional" inventada por Estados Unidos para acabar con la resistencia de unos pueblos maltratados y expoliados. Ningún país se salvó de esta ofensiva. En El Salvador, murieron unas 80.000 personas entre 1980 y 1992, la mayoría civiles.  Rufina Amaya, una de las escasas supervivientes de El Mozote, contempló desde unos arbustos cómo decapitaban a su marido y mataban a sus cuatro hijos, con edades comprendidas entre los nueve años y los cuatro meses. Los soldados obraban con extrema violencia, pero no parecía un acto incontrolado. Su testimonio es estremecedor: 

"Los soldados del Batallón Atlacatl llegaron el 10 de diciembre al caserío y obligaron a todos los habitantes a que salieran de sus casas y que se formaran en filas en la pequeña plaza del lugar. A la medianoche, se le ordenó a todos que regresaran a sus casas. El Mozote estaba atestado de gente, pues por el temor del operativo muchos otros moradores habían llegado a refugiarse. En total, se calcula que había entre seiscientas y ochocientas personas, la mayoría niños. En la madrugada del 11 de diciembre, los soldados comenzaron a golpear furiosamente las puertas y sacaron a la gente a la calle, formaron grupos de hombres, mujeres y niños. Los hombres fueron llevados a la iglesia y las mujeres y los niños fueron encerrados en una casa. Mientras se encontraban prisioneros, un helicóptero aterrizó en la plaza. Transportaba a los colaboradores de Monterrosa: Grijalva, Azmitia y Cabrera Cáceres. En ese momento, los habitantes del Mozote comprendieron que lo que sucedía no era un simple exceso de los soldados, sino que su captura había sido planificada y avalada por un importante sector entre los oficiales que prepararon el operativo".

 
"Poco después -continúa Rufina-, el helicóptero despegó y los gritos de muerte comenzaron a resonar. En grupos de cinco y vendados y amarrados de manos, los hombres eran sacados de la iglesia y fusilados. Los pocos que quedaban agonizando eran brutalmente decapitados con golpes de machete en la nuca. A las doce del mediodía ya habían terminado de matar a todos los hombres. Mi esposo, Domingo Claros, fue uno de los primeros en morir. Iba en uno de los primeros grupos, pero comenzó a forcejear y le dispararon. Estaba vivo, un soldado se acercó y con un machete lo degolló. Las mujeres no corrieron mejor suerte. Los soldados entraron a la fuerza en la pequeña casa y comenzaron a seleccionar a las mujeres más jóvenes. La mayoría de madres se opuso, pero fueron sometidas con golpes de culata de fusil o a patadas. Algunas, para horror de los niños y las mujeres, fueron asesinadas en el mismo lugar. Las jóvenes fueron llevadas a las afueras del caserío para ser violadas. Un testigo que ha permanecido en el anonimato durante todo el proceso de investigación, un hombre obligado a servir como guía por los oficiales del Atlacatl, reconoció que las adolescentes fueron violadas durante todo ese día. Los soldados hablaban sobre las violaciones. Contaban y bromeaban sobre lo mucho que les habían gustado las niñas de doce años. Después de violarlas, los soldados las mataban a tiros o las decapitaban. Las mujeres fueron asesinadas con el mismo método practicado a los hombres: se les transportaba en grupos de cinco y se les fusilaba; posteriormente se decapitaban los cadáveres o a las agonizantes".
 
Aunque el gobierno negó los hechos, el Equipo Argentino de Antropología Forense exhumó los restos en 1992 y confirmó la versión de Rufina y otros testigos ocasionales. Susan Meiselas, fotógrafa norteamericana, visitó El Mozote poco después de la masacre y realizó una serie de fotos que documentaban el crimen. Muchos cadáveres permanecían insepultos y en posturas obscenas, pues se consideró que era una medida útil para propagar el terror. El Wall Street Journal se mostró escéptico con los relatos, pese a que el The New York Times publicó las imágenes de Meiselas y la periodista mexicana Alma Guillermoprieto escribió sobre la masacre en The Washington Post. El Congreso de los Estados Unidos afirmó que se trataba de burdas mentiras e incrementó las ayudas militares y económicas al gobierno. Nunca se ha juzgado a los culpables, pero el 23 de octubre de 1984 el FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional) consiguió volar el helicóptero donde viajaba Domingo Monterrosa Barrios, el oficial al mando del Batallón Atlacatl durante la masacre del Mozote. El gobierno decretó tres días de duelo. La exposición permanente del Centro de Historia Militar le menciona en una de sus salas, alabando su “gran legado a los salvadoreños”.
 
El día anterior a su asesinato, Óscar Romero se dirigió a los militares y policías salvadoreños, pidiéndoles que no mataran a “su propio pueblo” y recordándoles que la orden de matar carecía de legitimidad, pues vulneraba la ley de Dios. “Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. […] En nombre de Dios y de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”. Una bala de fragmentación le hizo callar para siempre. Óscar Romero sabía que su asesinato era cuestión de semanas o días, pues le habían amenazado de forma pública y privada y el país se encaminaba hacia la guerra civil. Su coraje no debe esconder el sufrimiento personal que experimentó durante los dos últimos meses, reviviendo el tormento interior de Jesús en el huerto de Getsemaní, cuando le invadió la angustia y el deseo de escapar a su trágico destino. Nunca me han impresionado los 40 días y 40 noches de ayuno en el desierto, pero he intentado muchas veces imaginar la vigilia en el huerto de Getsemaní. Desde mi perspectiva, sólo es una narración literaria y no un hecho histórico, pero eso no le resta valor. No creo en la resurrección ni en los milagros, pero sí en el poder de los símbolos. Getsemaní representa la inminencia de una muerte violenta, como las de Víctor Jara, Ernesto Che Guevara o Salvador Allende. Aunque Óscar Romero no era marxista, su identificación con los pobres y su desafío al poder militar y financiero le han situado cerca de los que han sacrificado su vida por un mundo menos injusto y desigual. Las ideas son importantes, pero no valen nada sin el testimonio personal y Óscar Romero encarnó hasta el final sus convicciones. Pudo mirar hacia otro lado, sellar sus labios o exiliarse. No lo hizo y por eso le recordamos con admiración. Su sacrificio mantienen con vida a las víctimas de  El Mozote y de cualquier otro pueblo destruido por un orden mundial que esconde su podredumbre moral, invocando los fetiches de la democracia y la libertad.
 
 

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