El reinado atroz de la plastilina
Aunque se partiera de la base de cualquier desafuero o ridiculez, lo impensable es posible en Iberia. Aunque personalmente, nunca pude sospechar hasta qué punto el aire de respirar puede quedar indeleblemente enrarecido por la incuria y la facilidad traidora de la palabra comercial. Por ese blá-bla-blá publicitario que nos oculta los mecanismos elementales de la lógica. Esa lógica a la que debemos atenernos, si no preferimos salir disparados hacía el laberinto psicópata, e instalarnos en la inquietante arbitrariedad de la ciénaga donde nada se ve claro.
Hay veces en la historia en que los símbolos nos ahorran una montaña ingente de palabras y de tiempo para descifrarlas: Plastilina. Chapapote. Petróleo. Diferentes vocablos para hablar de los mismo. Impunidad a gran escala y supervivencia en aguas intermedias y pisando precaución de cáscaras de huevo. Estar enterados vagamente de las cosas pero sin saber demasiado de nada. Saber es tan potencialmente peligroso como un naufragio. Se impone no bucear en aguas hondas. Está mal visto y no es divertido. Estamos en España, la España siniestra que nos tejen día a día las arañas carcelarias del pensamiento único y el temor al Dios del garrote.
Y en esto…Erase una vez un buque viejuno, con los tanques cargados hasta los imbornales con un azaroso aceite de oscuro betún. El barco se llamaba “Prestige” y su nombre no pudo ser más impertinente y exacto. A su provecta edad de chatarra, no pudo resistir los embates de un temporal mediano. Su endeble estructura se partió en dos y liberó su cargamento en el mar. El pringoso chapapote inundó las costas del Cantábrico-Atlántico, desde Francia hasta Portugal. Un desastre que parió la jaculatoria gallega del “Nunca mais”.
De entre el polvo acumulado en los erráticos legajos de un registro de la Propiedad puede emanar cualquier insospechable engendro. Por otra parte, la pálida apariencia de inofensivo funcionario del lugar no debe engañarnos. El humus del Registro de la Propiedad es impío y, en esas entrañas burocráticas, mefistofélicas y barbudas arañas tejen la cautividad de todos en nombre del capitalismo fósil. Aunque vigente.
Al timón del país de la fábula había, en aquel entonces, un tal Aznar; necio como más no se puede, pero hábil en la maniobra contagiosa del ciclón de las islas Azores. Una vez sucedida la tragedia del “Prestigio”, mandó un emisario, gallego por más señas, al lugar de la desolación. Ese emisario era un ex registrador de la Propiedad: Mariano Rajoy.
La vida marítima moría asfixiada por el vertido del veneno petrolífero. Los peces y las aves quedaban impregnados de chapapote y aquel panorama atroz era un precipicio del pesimismo.
Mariano llegó cabalgando el helicóptero oficial y sentenció: “No es tan grave, solo son unos hilillos de plastilina”. Auxiliada su cruel mediocridad por las meigas burlonas, el registrador había encontrado la frase más tonta en el momento oportuno. Ese y no otro es el arte de la política. Palabras proféticas y necesarias, proferidas entre los perdigones de una saliva excesiva de supuesto comedor de ostras. A partir de entonces y más que nunca (lo que no es lo mismo que “nunca mais”), la realidad del reino quedó elaborada de maleable plastilina. El mejor material para tapar las profundas grietas del sistema del egoísmo.
El “Prestigio” naufragó en Finisterre, pero ahí no acabó todo, sino todo lo contrario. Quedó muy reafirmado quiénes eran los dueños de la baraja y los que repartían el juego, como asimismo, La capacidad de aguante de la grey. En la sentencia, el juez instructor se quejó amargamente de la falta de colaboración administrativa. Ese juez merecía una medalla a la ingenuidad. A la postre, cargaron con las culpas (teóricas) el viejo capitán griego de apellido kilométrico; y algunos mindundis adosados como percebes advenedizos en las rocas más evidentes de las sentinas ordinarias de la Administración. El caso fue que, al ministro de la presidencia llamado Cascos, lo cazaron cazando; y no quiso abandonar el gatillo por una simple cuestión administrativa. Hoy está en el exilio dorado asturiano.
Pero finalmente y después de inquisidoras pesquisas, se pudo saber algo más sobre el asunto del naufragio, aunque no sirviera de nada en el patatal español de la corrupción que no cesa.
El cascajo “Prestige” llevaba a bordo, sin ninguna de las llamativas medidas que se exigen en la ley internacional para este oleoso transporte, un petróleo con dueños de renombre. El más destacado era un tal Rich; importante “embajador” sionista, traficante de armas, y propietario un largo etcétera desaprensivo. Ciudadano nacionalizado suizo, residía en la ciudad de Zug, en un cantón alemán. Rich, era amigo íntimo del rey Borbón de España. Hasta tal punto que, cazado por la Justicia en los EEUU, este rey escribió una carta al presidente Bill Clinton solicitando su indulto. Y lo consiguió.
Gracias a las gestión de la plastilina y los cuantiosos fondos adyacentes para paliar la desgracia medioambiental, el papel del maleable Mariano subió como espuma, dentro del organigrama de la democracia burocrática. A partir de ese momento de la frase iconográfica, las arañas del Registro tejieron su futuro. Y llegó a ser presidente del gobierno de una Jauja desbocada.
Pero el omnipresente y omnipotente protagonismo de la plastilina no acaba aquí. La fábula anterior no habría sido posible sin el imprescindible silencio de los corderos (decididamente nombrados mayoría silenciosa por fray Lacón) y el concurso alcahuete de la televisión prêt-a-porter.
Y la plastilina se hizo diosa estética en el plató de la furiosa horterada; ñoña, rampante y maloliente. Una figura asfaltada de bótox, nominada princesa del pueblo, para mayor escarnio de la salud mental. Y hay colas para adquirir su libro de “memorias”.
Un pueblo inculto es un pueblo manejable y sometido; incluso puede que ni sea un pueblo, sino un muladar. Así fue, así es y siempre será así.