El solar
Enfrente de la urba en la que vivo hay un generoso descampado donde abundan las zarzas y los escombros de obras anteriores. Es un consentido abandono de los promotores inmobiliarios. Una vez vendidos los pisos, carretera y manta. El erial eran huertas de casas bajas pobres. Salteados aquí y allá había unos frondosos árboles que humanizaban el desolado paisaje urbano. Digo había porque ya no los hay. Cuando, como cada día por las mañana, he llevado a mi perra a hacer sus necesidades perentorias, los sauces, perales, higueras, habían desaparecido de la faz de la tierra. No quedaba ni uno. Una amarilla máquina bulldozer me contemplaba desafiante. Había hecho su labor. Su conductor fumaba el cigarrillo de la satisfacción. Destruir la naturaleza debe tener algún componente erótico.
Lo que me preocupa precisamente de España es su casi absoluta de sensibilidad hacia la vida viva. De ahí se derivan los abracadabras de los espectáculos y los juegos macabros con animales. Me produce desasosiego esa indiferencia hacia el dolor ajeno. Me da grima esa miseria mental. Esos ensayos de crueldad son una base cultural. Hacer leña del árbol caído es un contexto idóneo para el desprecio y la tragedia. Me da la impresión de que vivimos en un barniz templado por las circunstancias. En un estanque de ambigüedad que llamamos civismo o buena vecindad, Donde, sin embargo, hay gente que sólo está esperando la señal de un caudillo convincente para liarse la manta a la cabeza y dar rienda suelta a la destrucción.
Me preocupa, pues, ese ¡Viva la muerte! legionaria que gritó emblemáticamente Millán Astray, a las órdenes del general Francisco Franco. Y que ese ardor siga estando vigente todavía y, a poco que me apuren, más que nunca.
* Director del desaparecido semanario "La Realidad"