El verdadero problema de Ana Botella
He querido dejar pasar, mordiéndome la lengua, los días con videos demostrativos y chistes que se inician con juegos de palabras, pronunciadas con acento de muñeco parlanchín barato, y frasecitas que aspiran a graciosas, llenas de exclamaciones y nuevos palabros que, por arte mediático e irónico, ya tiene nomenclatura: el botellinglish. Era necesario, después de esta infección colectiva que nos ha transmitido Ana Botella, darse un tiempo antes de reaccionar a uno de los ejercicios más hábiles de la ridiculez, conclusión a la que han debido llegar también la mayoría de los suyos, que han coincidido en la sutil consigna del mut y chitón y que, consenso repentino, han cerrado sus bocas, venciendo la dificultad que entraña tenerlas llenas de mentiras y corruptelas ¿Un claro ejemplo de lo que ellos han decidido acuñar como mayoría silenciosa?
Ella, y casi el 90% de los profesionales de la política, nos tienen EXCESIVAMENTE acostumbrados al ridículo político. Sobre él, argumentos colectivos como “es más de lo mismo” o “ya no me asombra” no deberían valernos. Si los seguimos utilizando, a poco que practiquemos cierta autocritica, caeremos en un ridículo que es, cuanto menos, similar. O casi, porque la ridiculez de Ana Botella ha puesto en evidencia, más allá de la desfachatez, el patoseo y el patetismo, un problema mucho más grave: la soberbitis contagiosum, pandemia cuyos síntomas se extienden a ritmo vertiginoso, de efectos letales, no para quien la padece sino para los otros, para quienes habitamos los suburbios de los soberbios.
Botella no tiene valor, no un valor extra. Por mucho que se empeñe, desde esa soberbitis, ella no tiene ni siquiera eso. Representa, eso sí, el caso más freeki y de moda en estos momentos, pero debe analizarse, ya de entrada, quitándole lo que más les duele a ella y a los enfermos como ella, restándole su papel de caso extraordinario y escribiendo, con todas la letras, que es UNO MÁS, de los casos públicos de contagiado con la SOBERBITIS. Con cero meritaje político (porque, está comprobado, dormir con un político no contagia el perfil laboral de “ser político”) y sin ningún cargo, inició un camino que van allanando quienes hacen fácil eso de la genuflexión y la mano extendida, señalando el bolsillo.
Se trata de un camino que se les aparece como ellos dicen que se les aparecen las vírgenes, de milagro, por mandato divino, aunque en el término divino entre los ellos, los afectados por la soberbibitis, hay discrepancias. Los fantoches seseantes, enfermos de 3era y hasta de 4rta por su poca monta respecto al panorama internacional, y sus acólitos y acólitas, como quien nos ocupa, cacarean que lo divino es exclusivo de los que visten de blanco y salen de una fumata de idéntico, y sospechoso, color. Botella, en un pico de su enfermedad, se dirigió a los otros, con el mismo y eternizado proceder que la soberbitis propicia, para afirmar que “No tengo ningún problema de conciencia, porque el Papa el Papa lo que ha dicho es que hay que luchar por la PAZ .Yo creo que el Gobierno ha luchado por la paz hasta la extenuación, y el Papa ha dicho que serán responsables aquellos que no hayan luchado por la paz”.(No me queda claro qué tiene que envidiarle el último de los cafés con leche que se ha tomado la susodicha a esta manifestación de su ya comprobada patología). Los fantoches tintados, esos que utilizaron su color para engañara millones de daltónicos votantes, tienen otro concepto de la palabra divino, y lo reducen, TÍO SAM Y AMÉN, a aquello que es LO SUYO, lo que tiene como mandato acabar con DIABLO ÁRABE. Unos y otros, subidos a las alzas de la soberbibitis llegan de la NADA, pasillean (del latín, amicitias in basilicis, hacer amigos en los pasillos), se contagian (muchos de ellos sin necesidad de esnifar ni someterse a un trasplante de ideología), refuerzan entre los suyos, con babosas muestras de amistad y compromiso, la carga vírica de su enfermedad y se distribuyen, por una mano invisible que premoniza repartos, sobres y cargos, en salas con sillones altos, donde permanecerán in eternum, convalecientes, voluntarios y encantados, de su maravillosa enfermedad.
Ana Botella no es nada, absolutamente nada, más allá de ser un ejemplo de política(cucha) enferma, con carácter grave, de soberbitits. Como Obama, el pendulante y cínico Hollande; el espeluznante y mafioso Berlusconi; la perseguidora de reelecciones teutona; el sonriente y ambicioso mentiroso compulsivo americano y otros, sobrinos o no del Tío Sam, casi el 90% de los ellos que nos miran por encima de su cargo.
Se atreven a pisarnos la cabeza, tras robarnos con el imán de la mentira y las promesas podridas un papel, antes en blanco, que al llegar a sus manos sacralizan y usan a su conveniencia: a golpes intermitentes somos, para ellos, mayoría absoluta o minoría a la que silenciar y desoír, pronto ya sin necesitar las drogas habituales y tradicionales con las que nos atontaban (el futbol, los mass mediaterroristas, el marketing) No les vale poseer lo que ya poseen (unido a la satisfacción de saber que procede de un hurto colectivo del que saldrán indemnes gracias a esa LEY que manipulan y modelan) porque empuñan un extraño concepto de la competitividad: compiten entre ellos, encarnizadamente cuando llega el momento, para superar en lo poseído a los compañeros de tribu, al club de su enfermedad.
Siento decírselo a la cara, señora Botella: usted no es nada, nada más que un caso MÁS de enferma, con un toque pijales, beatorro, pseudochanelístico, profident-ial, pero un caso VULGAR y COMÚN de enferma de soberbitis política y vital. Pero, eso sí, sirve usted como la MÁS para probar que, aunque no lo creíamos, su enfermedad tiene efectos también graves para los que la padecen (gozan, quiero decir). Basta volver a ver las imágenes de esa mujer, ella, en vídeo o en las fotografías posteriores al rechazo de la candidatura de Madrid a los juegos olímpicos. Basta observar como la enfermedad de la que hablo es tan intensa que traspasa sus entrañas (probadamente inexistentes) y se muestra, con el mismo descaro que no ocultan ella y los demás enfermos, transformada en gesto dramático, en piel repentinamente ajada y destrozada, arrugada, envejecida por la ira, la rabia y el odio, ese que tienen los soberbios hacia cualquier cosa o persona que se ATREVA a plantarle la mínima cara o el más pequeño problema a la deidad políticamente soberbia. Ana Botella es una más de los diosecillos políticos soberbios, pero escenifica esa frustración inmedible del soberbio que sabe que hay cierto riesgo de perder una pizquita de su fraudulento PODER y que, aún algo abatido, se permite, por obra y gracia de su soberbia, demostrarnos, sin disimular, que los cargos esconden solo podredumbre y riqueza (de ahí lo de su gesto descoyuntado y su estado al borde de un ictus de pataleo e ira)
Señora Botella, usted es una más, no se confunda…
Eso sí, representa nuestra soberbia más políglota y fetén… de andar por casa…