¿Fue transformadora la Ley de las ocho horas?
Antoni Puig Solé*. LQSomos. Marzo 2017
En enero de 1919 Barcelona vivió la huelga de La Canadiense, que ganaría la limitación de la jornada laboral.
Muchas veces se considera la conquista de la ley de las ocho horas de trabajo como una prueba de que hemos avanzado en la buena dirección y que siguiendo por este camino llegaremos a buen puerto. Es evidente que ésta y otras leyes laborales respondían a reivindicaciones centrales de la clase obrera y que fueron posibles gracias a la unidad y lucha de los trabajadores. Si lo que se pretende decir es que potenciar esta lucha y esta unidad es el correcto, entonces estaremos de acuerdo. En el fondo, creo que esta última fue la intención de la Primera Internacional, cuando relacionó la lucha por la reducción del tiempo de trabajo con la celebración del Primero de Mayo como jornada obrera internacionalista. Ahora bien, hay que ser más cautos al hablar del potencial transformador de estas y otras conquistas. Quiero recordar que después de la introducción de la máquina, las horas trabajadas no sólo no disminuyeron, sino que aumentaron. Asimismo, el sistema productivo capitalista, comenzó a incorporar en las fábricas trabajo infantil y femenino, en unas condiciones a veces peores incluso a las del trabajo masculino.
Antes de la incorporación de la máquina de vapor, trabajar ocho horas diarias no era algo inusual. Los campesinos, no gozaban de tanta riqueza material como la que contemplamos bajo el capitalismo, ya que había un bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. Pero tenían más tiempo para el ocio. El ritmo de trabajo era lento y la gente se tomaba su tiempo de descanso para comer y para hacer la siesta. Tampoco existía, como algo normalizada, el trabajo nocturno y el número de días que se trabajaba en el año era inferior al que tienen que trabajar en el momento que el capitalismo industrial entra en escena. Esto no equivale a ignorar que entonces toda la unidad familiar patriarcal se veía obligada a participar en la actividad laboral productiva y que además se hacía mucho trabajo en el mismo domicilio, implicando a todos los miembros de la familia, niños y ancianos incluidos , especialmente cuando las condiciones climáticas impedían trabajar en el exterior. Por otra parte, las relaciones sociales existentes permitían que los poderosos vivieran gracias al trabajo de otros, apropiándose de una parte del producto que los que trabajaban duro habían producido.
Dicho esto, creo que la lucha por la jornada de 40 horas tuvo, sobre todo, un carácter de lucha de resistencia frente a la estratagema del capital para incrementar la explotación. Pudo, ciertamente, neutralizar algunos de estos estratagemas que el capital no tardó mucho en sustituir o complementar con otros. Pero no transformó el capitalismo, que siguió siendo el mismo que era antes y prosiguió desarrollándose con toda normalidad. Por otra parte, a pesar de la aprobación de la ley, la apropiación de plusvalía por el capital fue y es, proporcionalmente, mucho mayor que la apropiación de plusproducto por parte de las clases dominantes bajo el feudalismo. Por lo tanto, al sistema la jugada no le ha salido mal del todo.
La regulación legal de la jornada laboral puso de alguna manera fin a la inhibición estatal existente al inicio del capitalismo, en todo lo que tiene que ver con las condiciones de trabajo. Este no es un hecho a minusvalorar, si bien esto, ya lo habían empezado antes las llamadas “leyes de fábricas” en Inglaterra. Lo que pasa es que ésta, y otras regulaciones, tienen una doble cara. Por un lado pretenden impedir algunas de las conductas más inhumanas del capitalismo, lo que, en definitiva, termina beneficiando al mismo sistema. Por el otro, el Estado se otorgó la potestad de actuar como garante del cumplimiento de estas leyes. Y no se trata de un Estado neutro, sino de un Estado que históricamente se adecua a las necesidades del capital, lo que deja a los capitalistas un amplio margen de posibilidades a la hora de cumplir e incumplir las leyes. Además, las puede modificar a la baja, como ahora mismo estamos viendo.
El gradualismo de cierta izquierda ha instalado el convencimiento de que la jornada se irá acortando de manera automática mientras el capitalismo desarrolle sus fuerzas productivas y, por tanto, el movimiento sindical se felicitó por el cambio tecnológico, e incluso se debe propiciar. Si todo progresa según el plan previsto, entonces sólo será necesario presionar para que esta situación “lógica” de reducción del tiempo de trabajo, termine de decantar.
John Maynard Keynes, uno de los fundadores de la economía moderna y uno de los referentes del reformismo obrerista, hizo una famosa predicción para el año 2030, según la cual las sociedades avanzadas llegarían a ser tan ricas que el tiempo de ocio, en lugar del tiempo de trabajo, caracterizaría los estilos de vida nacionales. De momento, este pronóstico no se acaba de materializar, a menos que consideremos como ocio el tiempo durante el cual nos vemos obligados a permanecer en el paro o trabajar sólo una parte de la jornada labor en acceder a un contrato a tiempo parcial . Tanto una situación como la otra, nos suele dejar sentados en el sofá viendo basura televisiva y jugando con el móvil, o nos obliga a dedicar nuestro tiempo a formarnos para ser “empleables” de nuevo. Pero yo de eso no diría tiempo de ocio. Más bien es tiempo de angustia.
Ahora mismo, la crisis económica sirve de excusa para sugerir el alargamiento de la jornada laboral, para aumentar la edad de jubilación y para recortar las redes de protección social que permitían mantener una mínima dignidad cuando la gente no tenía posibilidad de trabajar como consecuencia de una invalidez, una enfermedad o al ser víctimas del paro. Lo que hay detrás de todo esto no es un intento de “racionalizar” el Estado del bienestar y hacerlo viable, como dicen los economistas del sistema que, curiosamente, han conseguido que algunos sindicalistas queden atrapados en su trampa. Lo que hay es la voluntad de despojarnos de derechos laborales que antes se habían reconocido e iniciar un nuevo proceso de mercantilización creando más espacios donde el capital pueda operar extraían plusvalía a los explotados. Esta es la lógica del sistema, contrariamente a las previsiones optimistas que Keynes profetizó, soñando con un capitalismo armónico y de rostro humano.
¿Esto significa que no hay posibilidades de reducir de nuevo la jornada laboral? Por supuesto que hay. Ya he explicado más arriba, que cuando el movimiento obrero internacional levantó la reivindicación de las ocho horas de trabajo fue, justamente, cuando la lógica del sistema iba en la dirección contraria. Había que resistir y hacer frente, y así se hizo. Ahora, pasa más o menos lo mismo. Pero no será la lógica del sistema la que nos permitirá disponer de mejores condiciones de trabajo y de más tiempo de ocio. Será, en todo caso, la lógica de la unidad y la lucha de los trabajadores.
Ahora bien, si alguien piensa que de esta manera terminará con el capitalismo, siento defraudarle, pero tengo que decirle que creo que equivocado, como he intentado explicar al comenzar el artículo. Su mérito será, en todo caso, haber contribuido a hacer más soportables (temporalmente) las condiciones laborales de los desposeídos.