Goya 1819: una denuncia contra el Rey Felón
Arturo del Villar*. LQS. Octubre 2019
Títulos como El aquelarre, presidido por el diablo, y su correspondiente Procesión del Santo Oficio, para quemar en la hoguera a los acusados de brujería o sodomía o de leer la Biblia en castellano, informan sobre el desprecio que sentía por el fanatismo impuesto por la clerigalla al pueblo
Hace 200 años Francisco de Goya adquirió una finca en las afueras de Madrid, en Carabanchel Bajo, cerca del río Manzanares, a la que llamó la Quinta del Sordo porque efectivamente lo era desde 1792, a consecuencia de una enfermedad sobre la que se ha especulado mucho, quizá debida a los componentes de las pinturas. Tenía entonces 73 años, era viudo desde hacía siete años, y convivía con Leocadia Zorrilla, más joven que él, separada del marido y que tal vez le dio una hija.
Deseaba aislarse en lo posible de la Corte del indeseable rey Fernando VII de Borbón, dedicado a ordenar la muerte de cualquier persona de la que sospechase algo. No podía abandonar España sin su autorización, porque desde 1799 era primer pintor de cámara del rey por nombramiento de Carlos IV. Pero Goya temía por su vida, ya que sirvió también al rey José I Bonaparte, al que retrató y del que recibió en 1811 la condecoración de la Real Orden de España.
La ignorancia del inculto pueblo español incitado por los clérigos, contrarios a las ideas inspiradoras de la Revolución Francesa heredadas por la familia Bonaparte, no aceptó a José I, un hombre normal, sin ninguna de las lacras de los borbones, el que hizo elaborar en 1808 la primera Constitución española, el que terminó con la sanguinaria Inquisición y sometió a la clerigalla fanática, el que puso a España a la hora de Europa, porque le acusaban de ser francés, como si los borbones descendieran de don Pelayo.
Bajo el terror borbónico
Desde que regresó a España el 16 de abril de 1814, Fernando VII implantó un régimen de terror con el afán de exterminar a los llamados afrancesados, los mejores españoles, por haber aceptado a José I como rey. Cuando Goya se presentó ante él le dijo: “Debiera matarte”, y la amenaza era muy real, por venir del que es conocido en la historia como El Rey Felón, el peor monarca en la dinastía degenerada de los borbones, porque todos han sido nefastos, pero Fernando VII además fue un genocida, contra el que se pronunciaron los militares más valientes.
Narizotas, como le apodaban apropiadamente los vasallos, perdonó la vida a Goya para que lo pintase, y así lo hizo, a pie y a caballo. Gracias a esos cuadros conocemos la cara bestial del sucesor del estúpido Carlos IV, aunque su mujer, la golfísima María Luisa de Borbón Parma, afirmó que ninguno de sus hijos lo era de su marido, y tratándose de una borbona hay que creerla. En realidad el magnífico cuadro conocido como La familia de Carlos IV, pintado en 1800, exhibe la degradación de toda la dinastía.
Por eso Goya prefirió alejarse de la Corte cuanto y cuando pudo, y compró la Quinta del Sordo en 1819, para instalarse en ella con su amante. Y allí sufrió a finales de aquel año una “aguda y peligrosa enfermedad”, como escribió en la dedicatoria del cuado que pintó entonces al médico que se la curó, titulado por eso Goya atendido por el doctor Arrieta. En la época una persona de 73 años era considerada anciana.
Las pinturas negras
En las dos plantas de la casa pintó catorce murales, después trasladados al lienzo y ahora expuestos en el Museo del Prado. Se los conoce con el nombre de Las pinturas negras, que no le puso el autor, debido a los colores oscuros principalmente utilizados en ellos, una paleta sombría adecuada a la temática que los inspira. Algunos de sus títulos revelan la atención del pintor plasmada en esas paredes de su casa, nada nuevo porque ya se había interesado antes por asuntos sociales, como en El albañil herido (1787), Asalto de ladrones (1794), y los 82 grabados de la serie Los desastres de la guerra (1808—14).
No obstante, en la Quinta demostró una intención social exacerbada, sin duda impuesta por los acontecimientos históricos que le tocó vivir. Títulos como El aquelarre, presidido por el diablo, y su correspondiente Procesión del Santo Oficio, para quemar en la hoguera a los acusados de brujería o sodomía o de leer la Biblia en castellano, informan sobre el desprecio que sentía por el fanatismo impuesto por la clerigalla al pueblo analfabeto. Los afrancesados querían educar al pueblo en la verdad y el conocimiento.
Pero había en la planta baja dos murales muy significativos, por revelar claramente, pese a ser pinturas negras, el sentimiento de Goya hacia el rey que le amenazó con mandar ejecutarle: Judith y Holofernes, es el título del primero, y Saturno devorando a un hijo el del otro. Podemos calificarlas de pinturas mitológicas, porque el libro de Judith incluido en las biblias catolicorromanas como deuterocanónico no está admitido en las hebreas ni en las del resto de las confesiones cristianas. Es, pues, un libro apócrifo para la inmensa mayoría de los cristianos, por lo que bien se le puede catalogar de mitológico.
Describe el libro de Judith un acontecimiento no documentado en ningún otro lugar, y en consecuencia de dudosa credibilidad. Relata que Nabucodonosor, rey de Nínive, encargó al general de su ejército Holofernes doblegar a Israel, un pueblo independiente que tenía como rey y dios a Jehová o Yahvé, según las traducciones. Dice el libro que cercó a Betulia, una ciudad desconocida y por lo mismo legendaria, y estaba a punto de conquistarla cuando una muchacha judía, Judith, acompañada de su criada, se dirigió al campamento enemigo, enamoró a Holofernes, lo emborrachó, y al quedarse sola con él en su tienda le cortó a cabeza y la llevó tranquilamente a Betulia sin que nadie sospechase de ella. Este hecho envalentonó a sus habitantes y atemorizó a los sitiadores, obligándoles a levantar el cerco. A Judith la consideraron los suyos una heroína, pese a que su acción resulte inmoral, además de increíble por sus circunstancias.
A Goya debió de interesarle esta leyenda para trasladarla a su tiempo. Como Betulia, España sufría el acoso de un despiadado enemigo con título de rey, que ordenaba ejecutar a sus enemigos. Por eso Fernando VII representaba un grave riesgo para los españoles, y sería necesario que una persona valerosa acabase con la vida del tirano para liberar a la comunidad de su inmunda presencia. Era un rey absolutista, o neto, como se decía en la época, señor de vidas y haciendas de sus vasallos, un enemigo del pueblo, decimos ahora. Los valerosos militares que se atrevieron a pronunciarse contra su régimen sanguinario, fueron vencidos por los sicarios del rey y ejecutados. La Corte de Fernando VII estaba cubierta de sangre, sin que se haya evaluado el número de sus víctimas.
El otro mural compañero de éste, Saturno devorando a un hijo, es una alegoría de aquel momento histórico: Fernando VII está representado por el dios mitológico del tiempo, Saturno, que devora a sus vasallos, considerados como hijos del monarca por depender de él sus vidas y propiedades. El dios grecorromano es implacable en su deseo de exterminar a todos sus hijos, para evitar el riesgo de que puedan quitarle el puesto de que goza como ser supremo. El rey tirano puede considerarse que devoraba a los militares pronunciados contra su crueldad, que eran como hijos suyos por ser el primero en el escalafón, y a los civiles admiradores de la Revolución Francesa, también hijos suyos por ser vasallos sobre los que mandaba con poder absoluto.
Goya realizó las pinturas negras en un momento de libertad, sin miedo a la Inquisición ni a la policía real. Fue entonces cuando aprovechó para vengarse de la amenaza que le hizo el rey, y lo representó como Saturno, además de ensalzar el tiranicidio
El trienio liberal
Es preciso considerar los años en que fueron realizados estos murales, entre 1819 y 1823. El 1 de enero de 1820 el heroico comandante Rafael de Riego proclamó la Constitución de 1812 en Las Cabezas de San Juan (Sevilla), y al frente de una tropa reducida pero integrada por soldados tan valientes como él, se enfrentó a los ejércitos absolutistas y los derrotó, porque aquellos intrépidos soldados estaban resueltos a cumplir su misión de librar a España de la monarquía borbónica criminal. Su comandante era un hombre culto, amigo de intelectuales afrancesados, que le inculcaron el amor por los lemas de la Revolución Francesa, Libertad, Igualdad y Fraternidad. Sabían que si su pronunciamiento fracasaba serían todos ejecutados, como los osados que les habían precedido en aquella acción justiciera.
De momento triunfaron, y el 7 de marzo de 1820 Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución de Cádiz, y a publicar un manifiesto el día 10 en el que tuvo la desvergüenza de proclamar: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, cuando en su interior estaba ya maquinando el suplicio que haría dar a Riego en cuanto lo tuviera preso, por humillarle ante todos los españoles regocijados al saber lo sucedido en Madrid.
Así empezó el llamado trienio liberal, en el que se proclamó una amnistía general, regresaron los exiliados, y en las calles se cantaba el Trágala contra el rey. En esa época precisamente realizó Goya Las pinturas negras, en un momento de libertad, sin miedo a la Inquisición ni a la policía real. Fue entonces cuando aprovechó para vengarse de la amenaza que le hizo el rey, y lo representó como Saturno, además de ensalzar el tiranicidio. Parecía que el reinado absolutista derivaba a una forma liberal, en la que el pueblo asumía la dirección de su destino y superaba el servilismo del vasallaje.
La década ominosa
Un trienio de esperanza nada más, porque el 7 de abril de 1823 invadió España otro ejército francés, al mando de Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema, para reponer a su pariente en el absolutismo. Se denominó a esa tropa “los cien mil hijos de san Luis”, por carecer de padre reconocido. Y el absurdo pueblo español que se enfrentó en 1808 al ejército de José I Bonaparte que le liberaba de la feroz dinastía borbónica, recibió con vítores entonces al que le sometía a la crueldad del Rey Felón.
Fue el comienzo de la llamada década ominosa, por prolongarse hasta la muerte del tirano el 29 de setiembre de 1833. Todas las libertades quedaron anuladas, la Constitución suspendida, y el audaz general Riego ajusticiado de una manera vil impropia de su rango. La triste historia secular de España entró en uno de sus períodos más repulsivos. No debe culparse al pueblo analfabeto, sino a la clerigalla que desde los púlpitos publicitaba el absolutismo, porque se beneficiaba de la falta de libertades públicas y de poseer el monopolio de la religión.
Goya temió por su vida, a causa de sus ideas liberales, de modo que abandonó la Quinta del Sordo y se refugió en casa de un canónigo amigo, José Duaso, para sentirse protegido por el poder omnímodo de la Iglesia catolicorromana recuperado con la segunda invasión francesa en el siglo. En 1824 solicitó autorización a Narizotas para ir a reponer su salud en el balneario de Plombières—les—Bains, en la Lorena francesa, y una vez obtenida donó la Quinta a su nieto Mariano, y se exilió de su patria amordazada en busca de la libertad asimismo en exilio, como suele ser su fatídica realidad. Se instaló en Burdeos, en donde falleció en 1828.
Él murió, pero dejó el testimonio de su rechazo al despotismo criminal del Borbón más funesto de esa infausta dinastía, una denuncia que resiste el transcurso de estos dos siglos con absoluta vigencia, en esos dos murales, Judith y Holofernes y Saturno devorando a un hijo, como acusador testimonio para la historia de España. Las pinturas gritan contra la tiranía y animan al pueblo a la rebelión. Se conservan en el Museo del Prado, aunque debieran estar presentes en la memoria de todos los españoles.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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