Harina de otro costal

Harina de otro costal

Dejaron un pan en la mesa,
mitad quemado, mitad blanco,
pellizcado encima y abierto
en unos migajones de ampo…

Gabriela Mistral

Si a lo francés prefieres lo criollo,
y tu apetencia, con loable intento,
pírrase por ajiaco y ajopollo
y sopón de embrujado condimento,
toma este calalú maravilloso
con que la noche tropical aduna
su maíz estrellado y luminoso,
y el diente de ajo de su media luna
en divino potaje sustancioso.

Luis Palés Matos

Trigo. En la pizzería, a los pocos comensales reunidos a esa hora, un tanto pasadas las dos de la tarde —en estas latitudes, amigos mexicanos, españoles o argentinos, se almorzaba a las doce— la mesera les llenaba el vaso de Coca Cola cada vez que daba una ronda por el comedor. Un vaso tras otro, como si fuera agua gratis; Coca ilimitada. ¿O no? A ella, por supuesto, acogida a la economía del refill gringo, le daba igual dar una vuelta de vez en cuando y llenar los vasos que fuera necesario rellenar: ¿cómo olvidar los seis euros que, a principios de 2007, pagué en un restaurante romano por una latita de Sprite? Con una gaseosa así, sea Coca o Sprite, a cualquiera se le derretían los dólares en la salsa de tomate.

Los dos o tres gatos que se requedaron en la pizzería, rascándose el culo y tocándose las bolas a lo Bukowski, hablando mierda, riéndose al cohete, se podían quedar parloteando, si les daba la gana, el resto de la tarde; para la mesera, eso era lo de menos. A nadie, realmente, molestaban. Al centro de la pizzería, sobre una base atornillada que, cogida por cuatro varillas, colgaba del techo, descansaba un proyector con tres lentes de colores que proyectaban la imagen televisiva sobre la pared en blanco que estaba al frente. Por fortuna, casi no se oía lo que decían los periodistas de Fox News.

En un espacio como éste, una pizzería al norte de Ohio, dominado —a pesar de la calma— por el inglés, leía un poemario en español; desde mi esquina favorita, con Contraocaso (2007) en las manos, saboreaba en silencio un libro profundamente triste, de cuya lectura, sin embargo, no era imposible soltar de vez en cuando, precisamente porque se trataba de un humor oscuro, alguna carcajada mordaz. ¿Se escuchaba el eco de alguna resonancia alcoholizada? ¿O sonaba el golpe bajo de un piano mudo que pulsaba más allá de la cuenta? ¿Quién contaba los tiros que el poeta le pegaba al aire? Potaje, caldo de cultivo, sopón o guiso, era un poemario que, por más que negara el ocaso mediante la ilusión, siempre próspera, de la escritura, contemplaba el tiempo con el culo en las manos desde una cuenta regresiva. Entropía: se le acababa el jamón al pan; sí, la pizza se le quemaba en la puerta del horno al cocinero. Desde acá —esquina fácil de la lectura— se sentía el apretón del ocaso contra el cuerpo. Un libro como Contraocaso, en una pizzería medio vacía, no podía dejar de ser, como poco, un poemario sobrio. Al grito de la levadura que llegaba de la cocina, le siguió el recuerdo de lo que les había oído decir recientemente —mundos aparte— a Fernando Savater desde un libro y desde un documental, a Fidel: la finalidad de lo que es consistía en desaparecer. Viaje en una sola dirección: ¿sal sin pimienta? ¿No fue panadero el mejor —Vallejo— de nuestros poetas?

El último pedazo de pizza que me quedaba en frente, salpicado, como si se tratara de corazones triturados, de un pimentón enrojecido —¿escarchas enardecidas de una matriz frustrada?— parecía, desde la poca luz que le llegaba de la ventana, un pedazo enojado o emputecido con el resto de la mesa, una superficie mayormente vacía pero no por eso —picante al fin— desarmada o sin alma, como si esa tenacidad fuera la razón por la cual Deleuze había privilegiado la filosofía de Spinoza. Al centro de la mesa, como soldados de ocasión, estaban la sal y la pimienta; al costado izquierdo, altanera, permanecía ingrávida la segunda cerveza, una columna con canas efervescentes, vieja entidad apodíctica; casi, en otro contexto, una oración completa. Frente a mí, ahora más achantado, con el rabo entre las patas, el último pedazo de pizza, como una pasa de uva, se había achicado ante el rumor poético de Contraocaso; igual que el comensal a quien, arrugado ante un gran vuelco, se le cerraba la boca, permanecí en silencio, pero con el ojo del culo abierto ante una visualidad en pelotas. Entre la poesía y la comida parecía que ganaba, según Nietzsche, la pizza que tenía en frente; por eso, en La razón del gourmet (1999), Onfray empezaba con este epígrafe del filósofo poeta: ¿Se conocen acaso los efectos  morales de los alimentos? ¿Existe una filosofía de la nutrición?

Maíz. Durante los fines de semana, frente a la laguna del Condado, en San Juan de Puerto Rico —época, los noventa, de abundantes dólares— los vendedores ambulantes despachaban unas mazorcas de maíz que, en ocasiones, venían premiadas —algunos decían bendecidas— con unos gramos de coca(ína); para las buenas narices de aquella época, montadas en sus BMW, se trataba de una comilona divina. Maíz divinorum: ¡qué se jodan, coño, los tabiques! El calentón de la movida subió tanto de temperatura que las autoridades tuvieron que, con guantes de plástico, cuidadosas de no quemarse sus propios dedos, cerrar los quioscos que se instalaban frente a la laguna en la calle marginal. Así, un buen viernes, se acabó de golpe el maíz que alimentaba los apetitos nasales de la noche tropical. Durante aquellos fines de semana de grandes narices quevedianas, testimoniaron los lugareños emputecidos con tanta bulla nocturna, contentos por eso mismo con la clausura del contrabando, las ratas se multiplicaban atraídas por las mazorcas que los comensales, encocados hasta las orejas, tiraban a la calle. ¿No amanecían las aceras llenas de bolsitas plásticas vacías? Por su parte, al maíz, un regalo de los dioses mesoamericanos, lo transformaron los científicos japoneses en la década de los setenta, en una maldición para la humanidad: el jarabe de maíz, base, como veneno, de la comida que industrializarán primero que nadie Estados Unidos y Canadá. Un edulcorante, un preservante barato, una violencia con la que, a fuerza de química comercial —para que el pan dure mucho sin ponerse viejo, para que no se pudra, en cierta economía, la materia— se envenena la comida procesada. Jarabe de maíz, caca al cuadrado. Ubicuidad, subtexto de la gastronomía chatarra: a partir de entonces, el jarabe de maíz se encontrará, como Dios, en todas partes. Búscalo, si no, hasta en las vitaminas industriales. De rebote, como para acabar de cagarse en los hombres de maíz, apareció entre maizales guatemaltecos una imagen delirante de Miguel Ángel Asturias, con una panza de obeso posmoderno y una lanza en la mano, dando saltos, salpicando como un intelectual enloquecido en una salsa de pus; como si hubiera terminado, por castigo de las grandes deidades, adicto, más que a la United Fruit Company, a la comida de McDonald’s, donde todo, absolutamente todo lo que uno come y toma, ha dicho Michael Pollan, está maldecido con el maíz de las empresas.

La pesadilla de los dioses indios se hizo realidad; al ritmo neoliberal, el maíz se ha convertido en toxina de la humanidad, un jarabe que atrofia el cuerpo, desfigurándolo, engañando la vida con una obesidad creada en un cálculo financiero. ¿A quién se le había perdido la libreta de apuntes? ¿Iba en verdad el perro con el rabo entre las patas? Violencia molecular; la del high fructose corn syrup, una voracidad que, como un trompo, daba vueltas sobre sí misma, atacaba de frente al corazón. Al jarabe de maíz le tocó abaratar —y endulzar— los costos de toda la comida que, sin excepción, pudiera llevarse industrialmente a la boca; de esa manera, decían los duques, duraba más la mermelada. Reduccionismo químico, común denominador de la comida plástica: el jarabe de maíz es un espejo de malas resonancias calóricas que produce, porque el cuerpo no lo puede procesar, mucha grasa al pedo. Una solución demasiado lucrativa como para que las ratas con colas largas, sabandijas de pisos limpios, no se tiraran a la calle a picotearles los bolsillos a los demás, sobre todo a los que, en un contexto urbano, progresivamente transnacional, tenían que comer, con poco dinero en los bolsillos, mala comida barata en un minimarket saturado de baquelita. ¡Qué muchos empobrecidos hay, también, en los países ricos! Olía indudablemente a petróleo. Los que no puedan pagar su propia muerte, argumentaban los antropólogos del jarabe de maíz y los psicólogos de la violencia corporativa, ¡qué se los lleve la entropía a la propia mierda! Así, según Hitler ganó la guerra (2006), con menos cuerpos en el planeta, se reducía el consumo de energía a favor de los ganadores. Guerra de clase: ¿no muere siempre el pez por la boca?

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