¿Basílica del Valle de los Caídos o Museo de los Horrores?
Ante la insistente negativa de la familia del anterior dictador a recuperar los restos mortales de éste del Valle de los Caídos y los elevados costes de su traslado a otro lugar, nos queda la alternativa de transformar aquel lugar en el Museo de los Horrores.
Dada la actual crisis y la escasez de recursos para dar cumplimiento a la llamada Ley de la Memoria Histórica, yo propongo que, sin necesidad de trasladar los restos del “caudillo” ni los del dirigente de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, de ser un lugar de peregrinación para tanto facha lo convirtamos en el Museo de los Horrores, lugar de peregrinación para turistas, nostálgicos del pasado, escolares y gente desmemoriada.
Podríamos llenar aquello de paneles con fotografías y el historial de todos aquellos que conforman la intrahistoria: desde la Santa Inquisición hasta los responsables de la actual crisis económica. Ignoro qué personajes, además de los citados y los de algunas de sus numerosas víctimas –tantos de ellos allí alojados contra su propia voluntad y las de sus familiares–, duermen su sueño eterno bajo los muros de tan tenebroso lugar, pero sería muy didáctico para este pueblo tan olvidadizo elaborar un listado de todos aquellos responsables de las matanzas del pasado, empezando por los que exterminaron a los aborígenes en estas islas, los que llevaron la destrucción, junto con la cruz, la esclavitud, el vicio y la vara de medir, hasta allí donde el viento impulso las velas de la codicia, hasta convertir España en el país “donde jamás se ponía el sol”, pasando por encima de culturas, mandatos del Cristo aquel y derechos humanos.
Yo abriría un listado donde cada uno de nosotros propusiéramos una serie de figuras que, en el pasado o actualmente, inclusive, dedicaron sus vidas a esquilmar al prójimo, ya fuera en beneficio propio o “por el bien de la Patria”, que dicen “ellos” cuando no pueden justificar la rapiña de otra manera; de tal modo que no escapara ni el que pesó y midió al servicio de la Corona de Castilla ni el que llevó la desolación en aras de la religión, incluyendo en el listado al millonario March y al Borbón que, expulsados de por vida él y su descendencia en 1931, donó 10 millones de dólares al “Glorioso Movimiento Nacional”, tan solo cinco años después de abandonar España “para evitar una guerra civil”, que dijo él; sin olvidar al padre del actual monarca, que se ofreció al general Franco para combatir en el citado Movimiento en 1936.
Que no escape el católico emperador, ni el hijo, al que debemos la funesta obra de El Escorial, edificada sobre el más oscuro y cruel periodo de la Historia de España. Que no escape el general Millán Astray Terreros, así como aquellos “valientes y leales” legionarios que les cortaban la cabeza a sus adversarios para escarmiento de los rebeldes del Rif. Que no eludan su responsabilidad los que, del país del sol, de las naranjas, segaban vidas en las tierras de José Martí, de Vallejo; los que salieron de los cuarteles para segar la vida del poeta republicano que cantaba a los mirtos y que murió asesinado –por los mismos y en las mismas tierras donde fuera ejecutada Mariana Pineda–.
Dado que ya no es posible juzgarlos en vida, que quede constancia de que aquél violó, aquél mató, aquél otro calló cuando no debió hacerlo, por “obediencia debida” o por cobardía; aquél de allá atrás que secuestró, el otro se apropió de los bienes, la biblioteca del ateneo libertario, el coche del que fue ministro con el Gobierno del Frente Popular.
Ya que no es posible juzgarlos en vida, que el juicio de la Historia caiga sobre los jueces que condenaron a muerte a Miguel Hernández; los que mandaron al cadalso a Riego, a los capitanes Galán y García Hernández, al capitán de Milicias por negarse a cantar el Caralsol en el campo de concentración; los que ejecutaron las sentencias de muerte sobre Julián Zugazagoitia, Agustín Zoroa, Julián Grimau, Barceló, las “Trece Rosas”, Salvador Puig Antich, Companys, Cruz Salido, Gómez Gayoso, Seoane, Manuela Sánchez, Larrañaga, Diéguez, Roza, Cazorla, Cristino, Vía, “El Corredera”; los que cazaron a “Caraquemada”, a Girón, a Quico Sabaté; el que le clavó el cañón del fusil en la barriga al que gritó en el campo de concentración un contundente ¡Viva la República!; los generales que bendijeron la presencia en España de la Legión Cóndor y de los aviones que arrasaron Guernica, Málaga, Almería, Madrid…
Una larga, interminable relación de nombres, donde, junto a los “inmortales” Valdivia, Legazpi, Pizarro y todos los que sacrificaron como a una res a Lautaro, figuren también, imborrables, los de los que ejecutaron al general Escobar y a Caridad Pita por negarse a traicionar el juramento de lealtad a la República; los asesinos del capitán Faraudo, los del teniente Castillo; los que ejecutaron en la carretera de Carmona al dirigente andalucista Blas Infante; incineradores de libros, censores del Régimen; los que bombardearon la Casa del Pueblo; los que, ante el hambre y la sed de justicia de un pueblo, le dieron de beber aceite de ricino, le raparon el pelo, le pusieron a excavar faraónicos mausoleos y le pusieron ceniza donde ayer habitaba la memoria de las canciones de siega y el rumor de los ríos; los que poblaron nuestra geografía de cárceles, comisarías, centros de Falange, campos de concentración, centros de tortura para el fiel soldado de la República y para la mujer miliciana que ayer celebraban la Vida en talleres, campos, escuelas, con la Misiones Pedagógicas, con La Barraca de Federico y en la Residencia de Estudiantes de Buñuel, de Altolaguirre, de Pedro Garfias; los que transformaron en desmesurado cuartel las nobles sierras del Arcipreste y de Jorge Manrique, los generosos valles de Navarra, de Cataluña, de Extremadura, de la Galicia de Curros Enríquez y de Rosalía, inundados y bendecidos por el sol y la lluvia desde los mismos orígenes de los días; intelectuales del franquismo; fieles e inquebrantables creadores de opinión y servidores a ultranza del Movimiento desde las filas de Arriba, ABC, Pueblo, El Alcázar, Teresa, Ya… Instruir un proceso nacional al que no escape la hermana del Fundador, aquella que organizaba jornadas para la “formación” de la mujer en el Castillo de la Mota; los curas pederastas, el nombre de la monjita que secuestró al niño de aquella “roja” –cuyo compañero estaba huido desde el mismo 18 de julio–, para dárselo al oficial de la escolta de Su Excelencia. Un simple renglón donde no escapen a su responsabilidad los que nunca fueron incluidos en el Juicio Universal de Giovanni Papini, el que hizo una cuantiosa fortuna a costa de la Playa de las Teresitas; el que se enriqueció con el aceite de Redondela…
Fulano de tal y tal: policía de la Brigada Político-Social
Mengano: sacerdote y pederasta
Zutano: censor y encargado del Lápiz Rojo, que supervisaba los guiones de las películas y los originales de los libros antes de editarlos.
El que bendijo con nueva ley de prensa lo que ya se podía decir y se podía ver en teatros, prensa y libros; el excombatiente de la División Azul que se enriqueció con el tráfico de la penicilina… los que le dieron la paliza a aquel marica para que abandonase el país.
¿Cómo se llamaban aquellos policías que me robaron casi cien kilos de prensa republicana de antes de la Guerra, el Galicia mártir de Castelao y los libros de Ruedo Ibérico?
Que nadie olvide las fechorías de aquellos que convirtieron éste, su propio país –un país de crueles conquistadores–, en un pueblo conquistado para la causa del fascismo, un auténtico cepo. Un país en el que, de vivir en la llama revolucionaria, pasamos a la hoguera común; donde, junto con el hombre y la casa, ardió también el árbol, y el perro que permanecía atado a éste y que cuidaba de la casa en ausencia del hombre; los viejos textos revolucionarios y las páginas de Máximo Gorki, la seda de las banderas proletarias, la vaca Clara, que mugía en el fondo del establo, el papel pautado donde se escribían las canciones, junto con el libro escolar y las vistosas láminas policromadas de la sala, donde dos cisnes navegaban en el espejo de las aguas de un lago; el cristo de palo y la artesa donde se amasaba el pan cotidiano; aquellos bañadores a rayas del último verano, interrumpido por la guerra; el viejo colchón donde se amaban los hombres y las mujeres y donde parían las madres; el paciente asno que hacía girar la noria; las cosechas, los humildes geranios que saludaban a todo aquel que pasaba por debajo del balcón donde se soleaban las prendas íntimas de las mujeres, atravesando la calle de balcón a balcón. Todo se lo llevó el incendio. Una hoguera destinada a calcinar la inextinguible llama revolucionaria de estos pueblos.
Si es verdad que los crímenes contra la Humanidad no prescriben nunca, no deberíamos darnos tregua. Desde ahora y para siempre. Salud