Inmatriculaciones: una declaración de un clérigo no es una “certificación”

Por Agencia LQS*
La nulidad insubsanable y de pleno derecho de las denominadas “certificaciones eclesiásticas” como documentos válidos para promover asientos registrales de propiedad privada
Uno de los mayores escándalos jurídicos de los últimos años ha sido la comprobación de que la Iglesia Católica utilizó el sistema de las denominadas certificaciones eclesiásticas no sólo para apropiarse de bienes sin culto, sino también de bienes de culto.
Los bienes sin culto son aquellos que, a pesar de haber sido tradicionalmente asociados a la Iglesia, no están destinados a usos litúrgicos ni religiosos. Muchos de estos inmuebles han sido gestionados por la comunidad o por las administraciones públicas, pero han sido registrados por la Iglesia sin acreditar su propiedad con documentos válidos.
Los bienes de culto son aquellos espacios o inmuebles destinados históricamente a la práctica religiosa, ya sean iglesias, catedrales, ermitas, conventos o monasterios. Estos bienes, según el derecho histórico y la tradición jurídica, han sido considerados como bienes públicos fuera del comercio (extra commercium), ya que servían no sólo para la liturgia religiosa, sino también como espacios colectivos y culturales de la comunidad.
Las denominadas certificaciones eclesiásticas, a menudo definidas como documentos expedidos por el obispo diocesano que pretende acreditar la posesión de un inmueble a favor de la Iglesia para su inmatriculación en el Registro de la Propiedad, sin necesidad de presentar un título de propiedad, han sido utilizadas como herramienta para convertir bienes colectivos en patrimonio privado de la Iglesia Católica, adscrita a la Santa Sede del Estado del Vaticano.
Se trata de una práctica generalizada, facilitada inicialmente por la reforma de la Ley Hipotecaria de 1946 y su decreto reglamentario (aunque en contra de normas de mayor jerarquía jamás aplicadas en estos casos), la cual permitió a la Iglesia promover el registro como propios de inmuebles sin culto de gran valor histórico o arquitectónico y cultural, muchos de los cuales construidos o mantenidos con fondos públicos o aportaciones comunales. Además, este artilugio técnico procesal del derecho administrativo registral fue ampliado cuando el gobierno español permitió expresamente, entre 1998 y 2015, que la Iglesia Católica inmatriculase también bienes de culto, con lo que rompió con la consideración de 2000 años de historia y en todo el mundo de estos bienes. Esta maniobra, insistimos, sin precedentes en el derecho romano, medieval y contemporáneo, ha generado más que una controversia jurídica y social, puesto que supone, por omisión, una desafectación masiva del patrimonio histórico y cultural de presunta titularidad pública.
Pero, está claro, que una declaración de un clérigo, basada o no en documentación de los archivos de parte (eclesiásticos, que no sean títulos de dominio válidos en derecho), no puede ser considerada jurídicamente como una “certificación” en el sentido técnico y jurídico del término, ya que no cumple los requisitos esenciales para ser calificada como tal.
En efecto, una certificación es un documento emitido por una autoridad competente o por un profesional cualificado que acredita de forma objetiva y fehaciente un hecho o una situación. Los elementos esenciales de una certificación son:
• Emisión por autoridad competente: Sólo puede ser emitida por una autoridad pública que tiene la competencia legalmente reconocida.
• Objetividad e imparcialidad: Debe reflejar la realidad de acuerdo con los estándares verificables.
• Fundamento documental verificable: Se basará en fuentes que permitan contrastar su veracidad.
• Fuerza probatoria: Debe tener efectos legales específicos, a menudo con presunción de veracidad, salvo prueba en contrario.
Por tanto, una declaración basada en la percepción o interpretación subjetiva, eventualmente con documentos producidos por el propio declarante, sin garantías de objetividad ni control externo, no cumple los requisitos para ser considerada una certificación.
Las declaraciones emitidas por clérigos en el marco de las inmatriculaciones de bienes inmuebles no cumplen los requisitos de la certificación por diversas razones:
a) Ausencia de imparcialidad: Los clérigos no son autoridades imparciales; están vinculados a la entidad beneficiaria (la Iglesia).
b) Límites de la competencia: Los clérigos no tienen una competencia legal delegada que equivalga a la de funcionarios públicos o notarios.
c) Falta de verificación independiente: Las fuentes documentales se basan en archivos internos que carecen de mecanismos externos de validación.
d) Ausencia de pleno carácter probatorio: Una declaración que sólo refleja la percepción interna no puede tener valor de prueba plena en un proceso judicial.
Respecto a la denominación que la Ley Hipotecaria le da a las declaraciones unilaterales de los obispos (denominadas “certificación eclesiástica”), cabe destacar que en varios casos la jurisprudencia ha establecido que la denominación que una ley atribuye a una figura jurídica no es determinante si sus características no se ajustan a la naturaleza del concepto. Entre otros ejemplos relevantes se pueden citar:

• El Tribunal Supremo en la STS 1/2020 (Rec. 3562/2018) analizó una norma que designaba a una figura como “contrato administrativo”. El Tribunal concluyó que, pese a la denominación, las características del contrato correspondían más a una relación de derecho privado, y por tanto, no se podían aplicar los atributos del derecho administrativo.
• El Tribunal Constitucional en la STC 132/1991, estableció que, a pesar de que una ley atribuya a un determinado órgano la condición de “autoridad”, si éste no cumple con los requisitos materiales para ser considerado como tal, no puede gozar de las prerrogativas asociadas al concepto. Esto subraya la necesidad de coherencia entre denominación y contenido.
• El Supremo en la STS 272/2016 (Rec. 2502/2014) rechazó que un acto calificado legalmente como “autorización” fuera realmente esto, ya que sus características se ajustaban a las de una simple notificación. Se recalcó que el nombre no es determinante, sino la naturaleza jurídica real del acto.
Según los citados ejemplos, aunque el artículo 206 de la Ley Hipotecaria en su antigua redacción llamaba “certificaciones” a las declaraciones de los clérigos, éstas no reunían los atributos necesarios para considerarse como tales. Sus características se ajustaban más a una mera declaración unilateral sin pleno valor probatorio. Esto hace que la atribución de este término sea jurídicamente incorrecta.
Esta discrepancia entre denominación legal y naturaleza jurídica real debería haberse resuelto en favor de la protección de los intereses generales, evitando la utilización de un mecanismo legal para beneficiar a una entidad privada sin control externo ni garantías de imparcialidad.
En cualquier caso, lo que está claro es que es inasumible a un estado de derecho, admitir este documento para promover un asentamiento registral inmatriculador de bienes inmuebles: son declaraciones de los obispos que no tienen imparcialidad, no son emitidas por una autoridad con competencia legal reconocida, y carecen de verificación independiente. Por tanto, jurídicamente, se trata de declaraciones unilaterales de parte, que no pueden tener valor probatorio pleno ni generar efectos por sí mismas en el ámbito registral.
Esta situación pone en evidencia una quiebra grave en el sistema de inmatriculaciones que habilitó indebidamente a la Iglesia a promover el registro de miles de bienes sin aportar títulos de propiedad válidos. Ello obliga a los registradores de la propiedad privada a revisar y cuestionar estos asientos, puesto que aceptar documentos que no cumplen con los requisitos legales vulnera la seguridad jurídica, facilita apropiaciones indebidas de bienes, algunos de los cuales podrían tener naturaleza pública o comunal, y determina el incumplimiento fragante de sus deberes respecto al control de legalidad inherente a sus funciones. Ante esto, los registradores deben adoptar una actitud activa en la depuración de estos asentamientos y de sus responsabilidades, revocando aquellos que se hayan basado exclusivamente en estas declaraciones unilaterales.
Por su parte, los poderes públicos tienen la responsabilidad de garantizar la legalidad y proteger el patrimonio público. Esto implica no sólo actuar activamente en la defensa de los bienes comunales y públicos que han sido registrados de esta irregular forma, sino también revisar la validez de todas las inmatriculaciones hechas bajo este sistema.
Está claro que las administraciones competentes deben iniciar procedimientos de revisión y reclamación de estos bienes, promoviendo acciones legales e impulsando modificaciones normativas que permitan la restitución de aquellos inmuebles registrados de forma indebida. Pero sobre todo, debe incoar la nulidad insubsanable y de pleno derecho de las denominadas “certificaciones eclesiásticas” como documentos válidos para promover asientos registrales, así como la cancelación de todos los actos administrativos registrales derivados del uso de estas declaraciones unilaterales de los obispos.
En caso contrario, la pasividad de la Administración y sus funcionarios responsables en este tema comportará, insoslayablemente, sus responsabilidades por el incumplimiento de sus deberes de protección del patrimonio público y de actuación en defensa de la legalidad.
* Plataforma catalana per la Recuperació del Bens Inmatriculats / Vía Coordinadora Recuperando
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