Irene Papas

Irene Papas

Carlos Olalla*. LQS. Abril 2018

La dictadura de los coroneles en Grecia la llevó al exilio. Roma fue desde entonces, su segunda casa. Su profundo amor por el teatro la llevó a colaborar con los más prestigiosos directores en infinidad de puestas en escena de los clásicos griegos y de monólogos escritos por ella misma

Puede que el Mediterráneo tenga nombre de hombre, pero lo que sin duda tiene es rostro de mujer: el de Irene Papas. Griega de nacimiento, Irene Papas es mediterránea sin remedio y universal por elección. Es actriz, directora, poeta, cantante y todo cuanto le apetezca hacer porque su talento no tiene límite. Hija de dos maestros enamorados de la cultura clásica, desde muy joven mamó los mitos universales de su Grecia natal. La segunda guerra mundial y la invasión alemana de Grecia la pillaron estudiando arte dramático de la mano de Dimitris Rondiris. Sus primeros pasos teatrales la llevaron a interpretar las grandes tragedias griegas que pronto amplió a textos de Shakespeare o Lorca. Su formidable presencia escénica, la increíble fuerza de su mirada y ese hablar desde el silencio como solo muy pocas pueden hacer, la han convertido en una de las más grandes actrices de nuestro tiempo. Pero el teatro no fue el único medio que ella escogió para expresarse. El cine pronto se enamoró de ella y ya desde sus primeras películas europeas la aupó al éxito internacional. Fueron muchos los directores con los que trabajó pero uno de ellos, Michael Cacoyannis, marcó para siempre su carrera tanto en el teatro, con adaptaciones de los clásicos griegos que triunfaron en el off-Broadway, como en el cine, con películas que han pasado a formar parte de la historia como Electra o Zorba el griego. En 1953 se fue a vivir a Nueva York para estudiar en el Actor´s Studio, en el que entró de la mano de Elia Kazan. En los años sesenta participó en una de las películas más taquilleras de la historia del cine, Los Cañones de Navarone, junto a Gregory Peck y Anthony Quinn. Pese a triunfar en el cine norteamericano, ella siempre ha preferido defender el europeo, al que considera como suyo. Su papel en “Z”, de Costa Gavras, expresa perfectamente la fuerza que es capaz de transmitir desde una pantalla sin necesidad apenas de decir algunas palabras.

La dictadura de los coroneles en Grecia la llevó al exilio. Roma fue desde entonces, su segunda casa. Su profundo amor por el teatro la llevó a colaborar con los más prestigiosos directores en infinidad de puestas en escena de los clásicos griegos y de monólogos escritos por ella misma. En España ha actuado en multitud de festivales de teatro y ha mantenido una profunda amistad con algunos de nuestros mayores directores, como José Monleón. La forma de abordar los proyectos teatrales de Irene Papas es tremendamente personal y muestra lo importante que el teatro es para ella. Suele dedicar cuatro meses a los ensayos de cada obra de la que, luego, prefiere hacer solo una decena de representaciones. Ha compaginado sus actuaciones teatrales con recitales de poesía y con sus constantes colaboraciones musicales con compositores como Mikis Theodorakis o Vangelis. Su profunda voz, esa voz capaz de decirlo todo con apenas un susurro, ha acompañado desde siempre a ese genio que es Theodorakis. Convencida desde siempre de que el teatro y la cultura son un derecho y no un privilegio, que solo la cultura nos hace libres y que, por ello, tiene que ser accesible a todos, Irene Papas ha dedicado su vida a acercar lo que ama a los demás.

El nuevo milenio la llevó a conocer las ruinas de lo que fueron los altos hornos de Sagunto. La deslocalización industrial había convertido una ciudad milenaria en un páramo desierto y casi muerto. Allí, junto a otros soñadores sin remedio, se propuso reconvertir aquellas naves abandonadas en una ciudad de las artes escénicas. La idea era maravillosa, reconvertir una ciudad muerta en una ciudad viva gracias al arte y la cultura. En otros lugares se había hecho. Era un sueño, sí, pero un sueño realizable… hasta que los políticos de turno hicieron suya la idea y, como tantas y tantas veces ha pasado en este país, la destrozaron. La representación de Las troyanas dirigida por la propia Irene Papas y con la participación de la Fura del Baus en 2001 iba a ser el pistoletazo de salida de aquel megaproyecto salvador pero acabó siendo el canto del cisne de un sueño que terminó en pesadilla.

El sueño de Irene Papas era maravilloso y anteponía al arte y a los alumnos a todo lo demás: «Quiero que en estas escuelas se ayude a crecer a los jóvenes, que cada mes hagan obras de teatro, elegidas, dirigidas, interpretadas por ellos. Que se hagan sus máscaras y vestidos, que elijan la música, que haya debate… Quiero que se les dé información para que ellos escojan» Para ella la razón de ser de las escuelas de teatro no debe ser otra que ayudar a que los alumnos puedan llegar a descubrirse a sí mismos, pero, por desgracia, eso está muy lejos de la realidad: «Falta praxis en la enseñanza y, aunque los profesores son buenos y generosos no se dan cuenta de que dirigen a sus alumnos. Mi experiencia puede ser fatal para un joven. Cada uno tiene que buscar su verdad, la escuela consiste en informar, ayudar a que cada uno encuentre su camino sin que los alumnos sientan castrada su imaginación, como pasa ahora. Yo vengo de un pequeño pueblo y allí he vivido alegrías, funerales, bodas… Un día tuve que representar a una mujer que lloraba por la muerte de su hijo. Para mí el teatro está basado en la vida real y yo miré a la profesora. Yo sabía cómo lloraban las madres a las que se le había muerto un hijo, y no lo hacían así… En las películas de ahora no se aprende nada. Son bellísimos espectáculos llenos de violencia e irracionalidad pero que no ayudan para nada a la mente humana, hoy el arte pide clientes pero no un diálogo entre el creador y el público. Eurípides, Lope de Vega, Cervantes… todos tenían un diálogo con el público y aún hoy se leen con placer»
En 2006, cerca ya de los ochenta años, vio realizado uno de sus sueños: crear su propia escuela de interpretación en Atenas. A ella sigue dedicada.

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