Juana, a las 16´30
Ángel Escarpa Sanz. LQSomos. Julio 2015
Para Diana, Lía y Mirta. Para todos los hombres y mujeres que en el Planeta se comprometen a diario por los derechos humanos y por un mundo sin banqueros, sin policía y sin ejércitos. Para todos aquellos que, desde las plazas públicas, desde las asambleas en los barrios, desde las manifestaciones antifascistas contra los desalojos de las familias y de los jóvenes en locales sociales ocupados, hicieron posible esta hora de ilusión que vive España en estos momentos. Escrito sobre el rojo tejido de la seda de la solidaridad entre los pueblos y sobre el bermellón de los tejados del mundo.
La noche anterior había decidido que, por la tarde, bien tempranito, se pondría guapa y bajaría a Madrid, -que se decía en los tiempos de los padres- cuando la línea del tranvía que subía hasta el Alto de Extremadura no disponía sino de una sola vía para subir y bajar desde la Puerta del Ángel hasta el Alto de Extremadura, donde éste ya perdía su nombre para convertirse en la Carretera de Extremadura, propiamente dicho, saliendo dicho tranvía de la Plaza Mayor.
Se preparó, tomó el bolso de la percha, se aseguró de que dentro llevaba su bandera, repartió sendos besos sobre los retratos de Julián y el de los padres de éste y los suyos, echó la llave a la puerta y descendió por la escalera, que no por el ascensor. Mientras le quedasen energías, estaba decidida a no usar el ascensor para bajar a la calle: en cierto modo para evitar gasto de electricidad a la comunidad de vecinos, pero también como forma de boicot a las eléctricas, que también era otra forma de lucha, y, cómo no, para ejercitar un poco las piernas, que no le venía nada mal a su edad.
Eran las cuatro y media de la tarde, cuando llegó el portal de la casa.
Hacía a un día muy bueno, lo que la animaba a ir caminando hasta el metro, en lugar de tomar el autobús que la acercase a la estación más próxima, Aluche, que la dejaría justo en la Puerta del Sol, donde se venían desarrollando cada jueves las concentraciones en apoyo de los perseguidos por el franquismo -si es que no los ha prohibido esta canalla de la “ley mordaza”-, así como forma de reivindicar justicia y reparación para todos los fusilados y torturados bajo la Dictadura.
Una vez en las proximidades de la estación del metro cambió de parecer y tomó el Paseo de Extremadura: si las piernas le respondían, bajaría hasta el Puente de Segovia y luego subiría toda la calle de Segovia, hasta coronar la calle de Toledo, para luego callejear por Postas y Mayor, hasta acabar en Sol.
Como tantas otras veces que había hecho ese trayecto, bien en el autobús o caminando, no dejó de representarse a los milicianos que aquel verano del treintaiseis avanzaban hacia Talavera de la Reina, hacia aquellos pueblos por donde los fascistas intentaban rodear y tomar Madrid y donde el mismo padre había estado combatiendo en las horas dramáticas del asedio. Conforme bajaba por la acera de aquel paseo se le representó toda su vida en aquellos barrios, toda su niñez, su adolescencia y su juventud, además de su vida de adulta con Julián. Entre aquellos edificios y aquellas calles transversales, aquellas tiendas y aquellas gentes, habían transcurrido sus setentaiocho años de vida, si exceptuaba los tres que, recién nacida, en tiempos de guerra, había pasado con su madre en casa de los abuelos paternos, donde ésta había acudido a parir y refugiarse, huyendo de los bombardeos, mientras el padre combatía en la Sierra. Aquel era el barrio de su infancia y de su juventud, el único que había conocido en tiempos de los padres y en el que había convivido con su marido, Julián, el único hombre en su vida, después del padre.
Según descendía por la calle se le agolparon todos los recuerdos, se le vino encima toda su vida: desde los colegios de la infancia, la academia de corte y confección, cuando dejó el último colegio, hasta los saltos en la clandestinidad para condenar la Dictadura y el asesinato por los fachas de los jóvenes estudiantes; aquellos ríos de gente para acompañar los cuerpos de los cinco abogados asesinados en su despacho de la calle de Atocha; aquellos ríos de gente gritando y portando banderas, el día que legalizaron el Partido, un día de abril de 1977; los días del Primero de Mayo, bajando todo dios hacia Atocha, hacia Cibeles, para desfilar cada uno con su bandera por aquellas mismas calles por las que en el pasado habían corrido de los caballos de la policía.
Aquellas eran las calles de los cines Albarrán, Astoria, Lisboa, los cines de las películas de Lola Flores, Manuel Luna, Ana Mariscal, Gary Cooper, Marta Toren, Ray Milland, Amparito Rivelles, Van Heflin, Alida Valli, Alan Ladd, Lana Turner, Humphrey Bogart, Simone Signoret, Gregory Peck, Bette Davis, John Garfield, Anne Baxter, James Cagney, la bellísima Marina Vlady, Richard Widmark… todos muertos, posiblemente. Aquel era su barrio: el de las mantequerías, el de las freidurías de gallinejas, el de las tiendas de frutos secos y el de las pastelerías donde muy niña compraba con las chicas los chicles Bazooka, las milhojas, las algarrobas, las majuelas; el de las tintorerías, donde se acudía a teñir la ropa de negro cuando fallecía algún ser querido. Por aquella calle había bajado ella con otros miles de compañeros para acudir a la Fiesta del Partido Comunista, en la Casa de Campo, y allí escuchar a Quilapayún, a Víctor y a Ana Belén, a Labordeta; para escuchar a un jovencísimo Silvio Rodríguez un día cualquiera.
Cómo olvidar las horas en la Feria del Campo de aquellos lejanos años cincuenta en aquel mismo recinto, pidiendo con las chicas folletos que maldito si les interesaban a ellas. Aquél era el camino hacia el Parque Sindical, en los lejanos días en que conoció a Julián -no, fue en la Casa de Campo, un día de S. Isidro, en 1959-. Aquellas eran las calles de las pintadas y de la silicona en los días de huelga, el barrio de las cien papelerías, donde ella compraba los lapiceros Joan Sindel, los libros de texto, los tebeos y, más tarde, las novelas de VIcki Baum, Slaughter…, que la llevarían de la mano a Los Miserables, de Víctor Hugo, La Madre, de Gorki; a los libros de Lenin, de Marx, de Saramago y de Galeano; calles ahora colonizadas por las tiendas de ropa, el restaurante chino, los rótulos de compro oro, cuando no cerrados los locales por la actual crisis económica, que estaba poniendo al país y a los más débiles contra la pared.
Qué extraña le parecía aquella calle, si cerraba los ojos y se trasladaba a los años de la Dictadura en que en las calles jugaban los niños con los cromos y leían tebeos, los hombres y las mujeres conversando a las puertas de sus casas las noches de verano, hasta que refrescaba un poco y se iban retirando al interior de las viviendas. En un ataque de nostalgia se le vinieron a la cabeza los barrenderos, que con un cepillo con púas de acero barrían aquella y otras calles del barrio, los hombres que con una manguera regaban en verano aceras y calzada, mientras, al pie de una pirámide de melones, el melonero de aquellos días pregonaba a los cuatro vientos: ¡a prueba y a cata!¡de Villaconejos, melones!¡a cala, sandías!, el chirriar de las ruedas de los tranvías sobre las vías, el guardia urbano dirigiendo el tráfico, los traperos, desfilando con sus carros, tirados éstos por cansadas caballerías en las frías mañanas, mientras hombres de mono azul, con sus tarteras y sus talegos con el almuerzo, se dirigían hacia las obras, a la Standard, a las cocheras de los autobuses y de los tranvías, a las estaciones de ferrocarril, donde se les esperaba para conducir las locomotoras o trabajar en las lampisterías o a la Casa de la Moneda de la Plaza de Colón.
Aquellas eran las mismas calles de los lejanos tiempos de la mujer de luto, con negro pañuelo a la cabeza o cubierta con un oscuro mantón, acarreando pesados capachos cargados con acelgas, con patatas, naranjas, y pastillas de jabón Lagarto que se le comían las manos en los eternos lavados de ropa en la tabla, a mano.
No habían sido buenos tiempos, nada que reivindicar de ellos, si no eran aquellos seres que habían enmarcado con su presencia cada uno de los días de su infancia, el color de los días en que ella abandonaba los diez años para entrar en los once, los doce, los catorce de su primera regla, los quince del primer beso, los dieciocho de su primer encuentro sexual pleno, los veintiuno de su primer trabajo, los veinticuatro de su ingreso en el PCE, los veintiséis de su primer hijo, los treinta de la primera caída, de la primera hostia en Gobernación, de aquel retrato para la ficha policial y de aquellos dedos embadurnados de tinta, mientras el policía se comía un bocadillo y se tomaba un café entre diligencia y diligencia; mientras en otra habitación cercana se oía el teclear de una máquina de escribir y los gritos de otro camarada caído en las mismas horas.
A cualquiera que se le diga… El año que viene se cumplirían cuarenta años de la muerte del dictador, aquel que había enterrado a casi todos los suyos, incluido Max Aub y su Julián; él, que parecía que los iba a enterrar a todos, incluyendo a toda su jodida parentela. Casi cuarenta años baldíos, de Semanas Santas con música sacra en la radio, con películas religiosas en los cines; años y años de velos en misa, de humillación y hambre de libertad y de la otra. Y ahora, en las calles, de nuevo y como siempre, gentes en las calles para salvar los restos de este naufragio que amenazaba arrasar con las conquistas de largos años de luchas y de las caídas de camaradas. Tras este paréntesis de pseudodemocracia tras la muerte en la cama del dictador, no exento de violencia por parte de los que detentaron el poder y administraron la cachiporra en las horas del obrero en las calles protestando, de nuevo la represión contra los más débiles, de nuevo el saqueo de las arcas públicas, de nuevo el despotismo instalado en los despachos donde se decidía sobre la suerte de un pueblo y sus libertades. De nuevo la temida policía respondiendo con medios cada vez más sofisticados a la reivindicación del trabajo, del sagrado derecho a manifestarse sin cortapisas, por una sanidad pública, por una escuela pública, libre de la influencia religiosa; por el derecho al aborto, libre y costeado por la Seguridad Social, por una Universidad con recursos públicos que permitiera el libre acceso de los sectores más débiles de la población a ésta. Por el derecho a la información, a un salario justo, lo mismo para el hombre que para la mujer, sin discriminación de sexo, a una identidad sexual que no fuese solo la marcada a fuego en la partida de nacimiento y en el DNI.
Seguía avanzando por la acera, dejando atrás las calles transversales. Echaba de menos tantas cosas, que le parecía estar en un barrio ajeno. Además de aquellos cines donde se hacían colas interminables que daban la vuelta a éstos para, en las mañanas de domingo, sacar las localidades para la sesión de tarde, ya para el estreno de Los diez mandamientos ya para Ben-Hur…; echaba de menos los árboles, ¿tal vez nunca hubo árboles en estas calles?, con la consiguiente ausencia de pájaros. Pero, sobre todo, echaba de menos a los niños: deslizándose por las aceras con aquellos carros hechos en casa, con las ruedas de rodamientos desechadas en los talleres de reparaciones; los chicos subiéndose a los árboles para descolgar una pelota, coger el pan y quesillo con el que entretenían el hambre de la posguerra, chiquillos jugando con los barquitos hechos con la corteza de los árboles, haciéndolos deslizarse sobre las aguas de la lluvia o del riego en verano, chiquillos sentados en la escalera de un cine y leyendo un tebeo de Roberto Alcázar y Pedrín…
Una vez que alcanzó el Puente de Segovia, atravesó éste y tomó la calle de Segovia arriba, dejando atrás la de Valdeciegos, el imponente Viaducto, que sobrevolaba la calle de Segovia, la Catedral de la Almudena, Capitanía General, el Seminario, los jardines de las Vistillas, en los que ella, muy niña, había jugado alguna vez; ¿porqué no tomarse media hora, antes de llegar a Sol y echar un vistazo desde arriba a su Madrid querido? Subió por las escaleras de piedra de la calle César González Ruano y, Bailén adelante, se asomó a aquella especie de balcón de los jardines para disfrutar de una de sus vistas predilectas de Madrid, con el Paseo Extremadura al fondo, la Casa de Campo, el Teleférico, el río Manzanares, la Sierra, allá a lo lejos. Cruzó Bailén y luego se quedó otro buen rato observando el Madrid de los Austrias, con las agujas de las iglesias, los rojos tejados bajo los cuales tantas novelas de Galdós se desarrollaban, el Madrid de don Antonio Machado, de Lorca, de Corpus Barga, de Baroja; el de Arturo Barea, el de Valle Inclán, el de Miguel Hernández, Neruda y su Caballo Verde para la poesía; el de María Teresa, Pasionaria, Largo Caballero, Pablo Iglesias, Rosario La Dinamitera; el Madrid de aquellas Trece Rosas de 1939, el de la Plaza de la Cebada, la Puerta de Toledo, el Rastro, el Teatro de la Latina y Angelillo; el de la Plaza de la Paja, con el imborrable recuerdo de un corto a partir de un cuento de Ignacio Aldecoa.
Tomó por Mancebos. Ya estaba en Puertacerrada, la Plaza de Segovia Nueva, a pocos pasos de la Fuentecilla, donde vivieron los abuelos y había nacido ella, a pocos pasos de la Plaza del Progreso, que se llamaba antes aquella de Tirso de Molina de ahora. Luego tomó Toledo arriba: los soportales, los balcones de donde un día lejano había colgado una pancarta gloriosa que pregonaba al mundo que Madrid, asediado por el fascismo, no se rendía, trayendo con aquel ¡no pasarán! a obreros y poetas de medio mundo. Ahí, en la calle Imperial, estaba la tienda donde compraban la tela para hacer banderas republicanas en casa, cuando en aquel Madrid de hacía 30 años aún no se podía hallar una maldita tienda donde comprar una bandera tricolor. Y por fin ante sus ojos…la gloriosa Plaza Mayor, donde daban la vuelta los tranvías de su infancia, cuando ella acompañaba a la madre para hacer la compra en el Mercado de la Cebada, en la calle de la Ruda; de donde partían aquellos entrañables tranvías que trasladaban a los trabajadores a los barrios de Carabanchel, Legazpi, Usera, Mataderos, el Paseo de Extremadura; la plaza donde aún resonaban los ecos de las voces de Nuevo Méster de Juglaría y de Candeal, en sus recitales en las noches de verano…
Se tomó una horchata en un bar y luego se sentó en un banco a observar a aquellos turistas que hacían fotos a todos los ángulos y todas las torres; a aquellos jóvenes que se ganaban la vida cantando, haciendo de mimos o en cualquier espectáculo de magia que improvisaban vestidos con un mono azul y tocados con un casco de minero o un sombrero de payaso, aquellos sudamericanos que se ganaban la vida haciéndose fotos con niños ataviados con ropajes simulando personajes de los dibujos animados de la tele, mientras trataban de venderles a los padres un globito para el nene.
Luego tomó por Postas abajo – el viejo cine Postas también cerrado- y desembocó en la calle del Correo, donde se había producido aquel estéril atentado que había costado varias vidas. Por fin, Sol, el de los mendigos y las manifestaciones del 1 de Mayo; el de los carteristas, el de George Barrow, el de Genoveva Forest, manifestándose con otras mujeres contra la carestía de la vida frente a aquel odioso edificio donde se torturaba; la Puerta del Sol de los indignados del 15M, la de la desaparecida librería San Martín y la centenaria farmacia Companys, la tienda de paraguas, la de aquel luminoso 14 de abril de hacía 83 años que había traído a España la Segunda República.
Y allí estaba el puñado de camaradas con sus banderas y sus gritos, con sus pancartas y sus carteles alfombrando el empedrado. Se unió a ellos, se puso sobre la espalda su bandera tricolor y empezó a corear las consignas: ¡ni olvido ni perdón!, ¡justicia y reparación!…Unos maravillosos colores empezaban a conformarse hacia la Almudena: el día agonizaba y la gente que pasaba por allí se unía a los gritos o hacía fotos de las banderas y de los manifestantes.
Quería creer que en aquel reducido de no más de 50 personas se encarnaba la España más rebelde y auténtica, la que se rebeló contra el francés en aquella misma plaza en aquellos días de mayo de 1808, la que no pudieron reducir ni Casado ni Besteiro, ya con los cuatro generales a las puertas de Madrid; la que, no habiendo sido exterminada ni reducida a la cruel realidad de una celda tras los tres años de resistencia a las tropas de los nacionales, moros, italianos y alemanes, se había retirado más allá de la frontera para, más tarde, entrar por el Valle de Arán y hostigar al general y a su ejército; la que, en lo más profundo de la dictadura franquista confeccionaba el Mundo Obrero en las cárceles de Carabanchel, Burgos, Chinchilla, Segovia, con Marcos Ana y aquellos camaradas que caían, alentando con su actitud a los que resistían en los tajos y en las calles tras la derrota republicana. Quería creer que aquellos hombres y mujeres eran, en esencia, los que, desafiando al dictador, habían penetrado en territorio nacional con Julián Grimau, con Seoane, con Cazorla, Agustín Zoroa, con Gómez Galloso, con Cristino y los demás para combatir al fascismo. No eran muchos, eso era cierto, pero en cada uno de ellos ella veía a la España más auténtica; aquella que, no dándose por derrotada en el referéndum de marzo de 1986, seguía gritando aún, casi treinta años después: ¡OTAN no!, ¡bases fuera!, la que resistía, allí donde pudieran ser oídos por los gobiernos reaccionarios: contra la criminalización del aborto, contra los que querían desmontar la sanidad pública, la enseñanza, la ayuda al dependiente y a los ancianos y gentes sin recursos, liquidadores del estado del bienestar tan duramente conquistado, que no regalado por nadie, contra la estafa de las tarjetas black.
Esa era la España más genuina, la que, cuando aquí no se podía leer más que a Pemán y a Corín Tellado, desde el exilio francés o mejicano, un grupo de intelectuales decentes reivindicaban a la España postrada a los pies del clero y del Ejército por Franco, con aquellos libros, aquellos autores que se rebelaban como lo más fiel al ideario libertario del españolito, con León Felipe a la cabeza, seguido por aquella pléyade de novelistas, poetas y pensadores que salvaban fuera la decencia de este País.
Este puñado de hombres y mujeres, aquí, con sus gritos y su actitud, encarnan al poeta Celaya, al universitario que arroja octavillas en la facultad, casi al pie de los caballos de los grises; al viejo metalúrgico que, asumiendo el riesgo de caer en un calabozo, recauda dinero en el taller para los presos políticos, a aquella mujer que acude con un hato con comida y ropa limpia al lugar acordado, para que los compañeros sigan resistiendo en el monte, sin verse aún nada en el horizonte que augure la caída del dictador, una amnistía cercana o algo que se parezca a la democracia.
Esta gente aquí, con sus demandas, le devolvían en toda su integridad al militante comunista Pedro Patiño -asesinado por la policía cuando repartía octavillas en los barrios obreros-, a aquellos heroicos hombres que hicieron posible un día la maravillosa aventura de la editorial Ruedo Ibérico, con José Martínez, Tuñón de Lara y un puñado de autores rebeldes e irreductibles. Estos eran los mismos que encabezaban y nutrían las manifestaciones contra el apartheid en la Sudáfrica de ayer y por la liberación de Mandela, contra los bombardeos de Israel sobre Gaza hoy, los que se manifiestan un día contra la ley mordaza y al siguiente contra las medidas del Gobierno con respecto a los sin papeles. Estos son los mismos que un día, con las banderas de Cuba o de Nicaragua a la cabeza, salen a las calles de la ciudad para condenar el fin del bloqueo o el apoyo USA a la contra. No resultará nada difícil reconocer estos mismos rostros entre aquellos que hoy rodean el Congreso, mañana se manifiestan contra los destrozos de Bankia y las preferentes y otro día cualquiera tratan de detener un desahucio; los mismos que reciben y saludan en primera fila a los mineros que se desplazan hasta aquí para exigir al Gobierno que no cierre más minas, por las renovables, por que no se privatice el agua ni el Registro Civil; para que se detenga el saqueo continuado al que se somete a España desde la banca y las mismas instituciones.
Oyéndose a sí misma y a los compañeros, Juana no podía dejar de pensar en las posibles consecuencias de aquellas concentraciones y de aquellos gritos: a buen seguro, de ninguno de aquellos palacios ni de ningún ministerio de la ciudad saldría una decisión que diera satisfacción a lo que allí se reivindicaba, pero al menos tenían el valor de dar testimonio de la decencia, de la denuncia ante la tortura y el asesinato masivo del franquismo.
Qué pequeño se hacía el mundo allí. Si algún valor tenían aquellos gritos era el de poder borrar todas las fronteras y unirlos a los de otros pueblos que, en ese instante o años atrás, condenaban la barbarie de las guerras y la crueldad de los gobiernos. No le costaba imaginarse a las madres y a las abuelas de la Plaza de Mayo reivindicando el retorno de los suyos; poco le costaba imaginar a las gentes de Guatemala, El Salvador, Chile, Uruguay, Paraguay, Méjico, condenando los viles asesinatos de campesinos y estudiantes perpetrados por los militares o la policía.
La tarde recogía ya los pigmentos que se derramaban en el horizonte, sobre el cielo de Mayor y de Arenal, mientras tejía un velo de sombras que descendían sobre balcones y buhardillas. En la plaza, se apagaban los gritos de los concentrados y Juana doblaba ya su bandera, tras conversar unos minutos con los compañeros y disponiéndose a regresar a casa…
-¡Salud! ¡Hasta el jueves próximo!-, fue su saludo de despedida.