La conspiración de los Potitos
Permítanme que les narre una anécdota culinaria muy instructiva al objeto de facilitar su posterior adhesión a cuanto aquí les exponga: en cierta ocasión, fui invitado a comer a un hindú, cosa a la que este chicarrón del norte se hubiera opuesto en redondo, de no ser, que la misma fuera cursada por una chica guapísima a cuyo encanto no pude resistirme por mucho que fuera mi recelo a probar dietas distintas a las basadas, cuando entonces, en el solomillo con patatas fritas o las alubias con sacramentos.
Sea como fuere, el caso es que, allí me encontraba frente a dos inocentes tortas que decía la carta eran de queso y pimienta, aunque para mi parecían saber a lo mismo; Tras ellas llegaron arroces de varios colores, elaboradas según mi anfitriona con distintos ingredientes, pero que a mi paladar se le antojaban semejantes y casi idénticos a los degustados anteriormente en las tortas; También los platos de pollo participaban del colorido anterior, e igualmente sabían a lo mismo que las tortas y el arroz; Con la esperanza de que el postre interrumpiera aquella monotonía gastronómica, escogí una especie de flan compacto que prometía ser dulce, y reconozco que era algo muy distinto a lo que había probado nunca, pero para mi disgusto, había algo en él, que resucitaba aquel sabor indescriptible que ya estaba en las tortas, el arroz y el pollo. No entendí lo sucedido hasta que pasados algunos meses estando preparándome la cena, advertí que le ponía sal a todo, cayendo en la cuenta de que en nuestra cocina, la sal aparece en el pan, el queso, ensaladas, carnes, pescados y hasta en los dulces, de manera que de llegar a nuestra mesa un invitado no acostumbrado a comer los alimentos con más sal que la que la naturaleza tiene a bien disponer en los mismos, seguramente le sucedería lo que a mi me pasó con la gastronomía hindú, que comprendí llevaría alguna especie que por estas merindades no usamos y allí debe ser tan común como para nosotros lo es la sal.
Dicen que sobre gustos no hay nada escrito…Bueno, eso sería antes de que naciera la industria dedicada a confeccionar los saborizantes y aromatizantes que las marcas ocupadas de alimentar al ganado humano introducen en la mierda que nos dan de comer para que nos sepa a gloria y distingamos su sabor del olor genuino que deja al tirar de la cadena. En cualquier caso, siendo como somos animales de costumbres, el paladar no escapa a la moda, lo que explicaría en un primer momento por qué a los jóvenes de hoy les encantan cosas que a los de mi generación nos repugna como pueden ser las patatas campesinas o las pizzas barbacoa que sinceramente, la primera vez que las probé, las escupí creyéndolas podridas. Esta brecha perceptiva cualquiera podría pensar que es una estrategia pueril para escapar a la arraigada manía adulta de exigirles el correspondiente picoteo al que otros estuvimos expuestos de parte de nuestros abuelos a quienes les chiflaba los mismos maíces, palomitas y pipas que a nosotros. Pero ello no explicaría por qué al tiempo que nuestro gusto se distancia del suyo, el suyo también se distancia del nuestro a pasos agigantados, como lo demuestra que aborrezcan los platos típicos de la cocina tradicional, por lo que debe haber algo más, a parte del mal ejemplo de comparar sus chuches con el rancho ofrecido en los comedores escolares que hasta cierto punto les disculpa.
Al principio de mi reflexión, estaba convencido de que una dilatada ingesta de refrescos y comida rápida a base de hamburguesas, perritos calientes y kebabs por parte de una población pobre que no tiene para beber zumos de frutas naturales y masticar carne conocida, era la causante de esta deriva en el sentido del gusto, pero era imposible que la gente hubiera convertido esa bazofia en su dieta preferida de modo consciente sin que antes operase un factor oculto que determinara su volición animal al modo en cómo actúan las hormonas, por lo que era más apropiado ver a la Coca Cola junto a una Mc Donalds y las patatas fritas congeladas en la mesa, más como un efecto que como causa del desbarajuste alimenticio al que estamos asistiendo entre los jóvenes y de los que ya no lo son tanto.
Lo que para la mayoría es motivo de supervivencia para unos pocos es asunto de dinero. Con esta idea en la cabeza, empecé a estudiar el comportamiento de la industria alimenticia y comprendí que esta, no podía dejar al azar de las papilas y al capricho de la salud la evolución en bolsa de sus accionistas que bastante tenían con los vaivenes políticos, las continuas subidas del petróleo y las tormentas solares que repercuten en las cosechas. Pero ¿cómo podían controlar algo tan particular como el gusto?
Manipular el pensamiento por medio de la propaganda es algo que se conoce desde el nacimiento de la Historia y dirigir la voluntad sexual a través de patrones cinematográficos hace más de un siglo que se hace, motivo por el que me chiflan las rubias como Kim Basinger y apenas presto atención a las morenas como Angelina Jolie, aunque siempre los haya con fijaciones extravagantes estilo Pipi Calzaslargas. Pero en asuntos nutricionales, no podía imaginar cómo esto se podía conseguir, hasta que me pregunté no sobre el ¿cómo? sino sobre el ¿para qué? Plantearme esta cuestión me permitió vislumbrar el tortuoso sendero que me conduciría a la clave sobre la que se cimenta la “Conspiración de los potitos” pues intuí que manipular el gusto podría servir para garantizar a una determinada marca como Nestlé una clientela fija que consumiera sus productos de por vida sin necesidad de invertir demasiado en publicidad que no es moco de pavo y bien merece dedicarle todos los esfuerzos científicos en laboratorio y estudios psicosociales de tendencia grupal y comportamiento colectivo, que para algo están las universidades, a fin de obtener tan magnífico objetivo empresarial.
Motivación semejante agudiza el ingenio de cualquiera, más si ha estudiado el funcionamiento psicosomático del cerebro, pues es en éste y no en los extremos nerviosos de lo que Zubiri denominara “Inteligencia sentiente” donde se encuentran los secretos de nuestras apetencias, fobias y comportamientos y no en la punta de la lengua, de igual forma que en allí nadie buscaría la capacidad lingüística de los hablantes y su facultad para aprender idiomas, funcionamiento extraordinariamente bien trabado en compuestos químicos ya conocidos y manejados por las distintas industrias para ayudar al hipotálamo a segregar las sustancias adecuadas que como la endorfina implicada en la reducción del dolor y aumento del placer, la serotonina, íntimamente relacionada con la emoción y el estado de ánimo: su ausencia lleva a la depresión, problemas con el control de la ira, el desorden obsesivo-compulsivo, o el suicidio y también asociada a un incremento del apetito por los carbohidratos y problemas con el sueño… la norepinefrina fuertemente asociada con la puesta en “alerta máxima” de nuestro sistema nervioso, incrementa la tasa cardiaca y la presión sanguínea e importante para la formación de memorias, la dopamina relacionada con los mecanismos de recompensa en el cerebro que es promovida por drogas como la cocaína, el opio, la heroína, nicotina y el alcohol, cuyo exceso puede provocar la temida silenciosa esquizofrenia. Por el contrario, su ausencia es responsable de la enfermedad de Parkinson…para que queden asociados a cada producto.
Conocida la motivación y descubierto el procedimiento, me bastó pensar cómo lo haría un gran ejecutivo de una gran multinacional de la alimentación para dar con la gallina de los huevos de oro, no sin antes consultar a un socio de la industria farmacológica que me asesorara para perpetrar un plan magistral que nos aportaría a ambos fabulosos beneficios ininterrumpidos, pues si a uno le supondría crear consumidores-esclavos de su producción de por vida, al otro no le vendría mal que la población que amenazaba con no enfermar por culpa de Pasteur, Fleming, Patarroyo y compañía, gracias a una mala alimentación padecerían enfermedades crónicas que sin poner en riesgo el sistema de producción – eso sería como tirar piedras sobre su propio tejado – les harían dependientes de los fármacos como el prozac, la insulina o las distintas pastillas para paliar los efectos de las distintas enfermedades que están de moda como la bulimia, la anorexia, la obesidad, caries y las anteriormente citadas, por no citar las relacionadas con las vacas locas y envenenamientos parecidos al del aceite de colza.
Con esta especulación en la cabeza, un buen día – me ahorro los detalles – probé un potito de esos que se da de comer a los bebés y ¡Dios mío! ¡Qué asco! Aquello sabía igual de mal que las nuevas golosinas, los aperitivos de sabor a campesinas, las hamburguesas de Mc Donalds o los refrescos sin gas. La experiencia me puso en la buena dirección y me trajo a la mente lo sucedido en el restaurante hindú. ¿Sería posible que una Multinacional implicada en el ramo de la alimentación con una amplia gama de productos desde las papillas hasta el agua embotellada pasando por los chocolates, la leche en polvo, los zumos de frutas, los embutidos, etc, con la que alguien si lo deseara impulsivamente pudiera alimentarse desde la cuna hasta el ataúd, estuviera manipulando el gusto de los seres humanos desde la primera infancia para que más adelante buscase inconscientemente con ansiedad su sabor y secreto placer en el que fuera educado y acostumbrado y que una vez encontrado lo reconociese para serle fiel día tras día? ¿Era eso posible?
Todo me indicaba que más que posible, era probable. Cosas parecidas ya se han descubierto en otras ramas de la industria como en la automovilística donde la casa Ford vendía a sabiendas coches a los que les explotaba el motor sin importarles la suerte que corrían sus pasajeros, o las empresas tabacaleras que añaden sustancias altamente cancerígenas por su alto valor adictivo con tal de enganchar a su marca a los fumadores como hace la Philip Morris. Pero la convicción me llegó al recordar la observación que mi sabia madre hizo con ocasión del cambio alimenticio operado en mi hermana Lamia: esta, llevaba diez años siendo alimentada por mi madre con comida casera a base de carne picada, pescado fresco desmenuzado, leche de vaca, jamón York y ocasionalmente lasaña y raviolis. Cuando se fue de viaje a Brasil durante un mes, yo me ocupé de cuidarla y no me compliqué la vida, le di un preparado que estaba de moda para mascotas, creo que se llamaba “Triskas” Cuando regresó mi madre y con ella la rutina acostumbrada, Lamia ya no quería comer lo que mi madre le daba y sin embargo, salivaba en cuanto veía la lata de Triskas. Ni mi madre ni yo, que ya había estudiado psicología, dudamos en que en aquella comida para mascotas debía haber algún ingrediente que convertía a los pobres animales en adictos a su producto y les hacía aborrecer el de otras marcas…
Así, entre unas cosas y otras, he llegado a la conclusión de que las multinacionales de la nutrición han dado con alguna clase de compuesto que introducido en los preparados para los bebés, sea en forma de zumos, agua, papillas o potitos, les hace adictos al mismo como le sucedía a mi hermana Lamia, sustancia que seguramente también se hallará en toda su gama de productos, de modo que los futuros niños, adolescentes y adultos lo busquen desesperadamente en todos los alimentos y sólo calmen su ansiedad cuando por casualidad un producto de la marca les satisfaga plenamente por asociar su sabor con aquel estado primigenio de plena felicidad cuando tomaba el biberón y le daban la comidita a la boca ajeno a toda preocupación o responsabilidad, estado desde entonces añorado y buscado infructuosamente por religiones que lo sitúan en un Paraíso perdido y por propuestas políticas que lo remiten a un futuro utópico y que sin embargo está a nuestro alcance con un gran vaso de leche en cada tableta.
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