La Constitución es el problema
Con la perspectiva que dan 34 años de supercherías, podemos afirmar que en España no existe Constitución. No hay separación de poderes. El ejecutivo es una mera cooptación del legislativo, el judicial un calco del reparto parlamentario, la justicia se dicta en nombre del Rey, y el Jefe del Estado, que es a la vez el “caudillo” de las Fuerzas Armadas, fue impuesto por un dictador que acumulada todos los poderes sobre su persona. Así que la celebración cada 6 de diciembre de la aprobación en referéndum de la Carta Magna no es sino una confirmación de que Franco lo dejó todo atado y bien atado. Eso en el plano cronológico. En el ideológico, la tan celebrada Constitución del 78 representa un medio para impedir la autoinstitución del pueblo. Por eso no choca que la mayoría de los españoles (un 52,5% según el último sondeo del CIS) desconfíe de la Constitución. La gente se ha dado cuenta que la Constitución es el pasamanos en la que se mira el bipartidismo dinástico gobernante, prometiéndonos golosinas que al llegar al poder se convierten en purgas de ricino.
Lo contrario que la clase política, que idolatra esa Constitución que es el opio del pueblo, seguramente porque actúa como una camisa de fuerza para evitar el desacato popular. Ni siquiera los autonombrados padres de la Constitución (ninguna madre podría enorgullecerse de semejante engendro) pretendieron que el nuevo marco de referencia normativa significara un verdadero cambio democrático. Por el contrario, fue su arma secreta para evitar la ruptura con el pasado-presente. Hasta los representantes de la izquierda comunista y socialista no disimularon en aquella ocasión sus prejuicios reaccionarios. Jordi Solé Tura, el miembro del PCE en la comisión constitucional, destacó por ser un firme adversario del derecho de autodeterminación. Y el socialista Peces Barba, meses antes de morir todavía bromeaba en público diciendo que “esta vez no tendremos que bombardear Barcelona” al referirse al resurgir de independentismo catalán. Las melonadas made in Wert no son exclusivas de la derecha.
En el plano social es donde más se le ve el plumero a la Constitución. Estadísticas en mano, somos el país con mayor índice de paro de Europa, el que más desigualdad social tiene y uno de los más “avanzados” en cuanto a cantidad de ciudadanos al borde de la pobreza. Por no hablar de otros desideratums constitucionales, como el derecho al trabajo, a una vivienda digna, a la educación, a la sanidad, a las pensiones, etc., buenas intenciones todas ellas que retratan una Constitución de papel mojado. De ahí el desapego de gran parte de la ciudadanía y el entusiasmo de esa minoría que conforma la casta dominante. Los primeros contemplan la Constitución como un engañabobos y los segundos como un quitamiedos.
La Constitución Española no resiste el veredicto del tiempo ni de la historia. Porque si tras 34 años de flagrante régimen constitucional, el país se desliza por la pendiente de la miseria social, la, involución en derechos y libertades y la corrupción generalizada de la Administración, la Corona y la casta política-sindical, es que esa Constitución es madrastra con los humildes y dadivosa con los poderosos. Por más que la bendigan desde los púlpitos del sistema, la foto de familia aquí y ahora nos ofrece un país entregado de pies y manos a la banca y a la iglesia católica. ¿Esa es la flamante herencia de la celebrada Constitución? ¿Mereció la pena tan largo viaje de ida y vuelta para que al final, consumidas ya dos generaciones de españoles, volver a un escenario ético-democrático similar al de la rancia España de 1975?
Esta regresión tiene responsables, que duda cabe. La derecha, cavernaria y meapilas, con 13 años en el gobierno (4 UCD y 9 el PP), que sigue en sus trece con mando en plaza, perorando sobre la inmutabilidad de la Constitución, impasible el ademán. Y la izquierda de gomaespuma, 21 años en el poder, que cuando osa hablar de cambios en la Constitución es para hacerla aún más conservadora. Como la última reforma introducida en el artículo 135 por Rodríguez Zapatero, decretando el equilibrio presupuestario en las cuentas públicas a partir del 2020 y por tanto condenándonos casi a la beneficencia social.. Nada nuevo bajo el sol. Por parte de la derecha, no hace sino cumplir su negro ideario, no engaña a nadie. Y por el lado de la izquierda tampoco, lleva años girando hacia la derecha para seguir usufructuando la mayoría electoral, con el lógico resultado de ser el mayor contribuidor nato de desmovilización social. Lo ha reconocido su gran manitú, Felipe González, al cumplirse el 30 aniversario de la llegada al poder del PSOE: hay que ir a la mayoría por el centro. La vigente ruina de la socialdemocracia (una auténtica implosión) en las sociedades de consumo ha sido alimentada con políticas acomodaticias del sentir de la mayoría silenciosa. Cuando la izquierda de raíz transformadora, laica y democrática renuncia por juegos de poder a dinamizar los sectores más activos de la sociedad, por definición cuantitativamente minoritarios y cualitativamente progresistas, está robando el puesto a la derecha de toda la vida.
La Constitución Española de 1978 es un claro ejemplo de ese oportunismo político. Si hasta la primera posguerra mundial, el constitucionalismo era sobre todo un instrumento de limitación y control del poder, a partir de esa fecha mudó para convertirse en una eficaz herramienta para el dominio de los poderes fácticos (ver Jon Elster, Ulises desatado y Carlos de Cabo, Contra el consenso). Hoy en día, en el siglo XXI de la globalización capitalista, un régimen constitucional no es una garantía de democracia social avanzada, ni tampoco lo contrario. La muy neoliberal Inglaterra no tiene constitución.