La crisis en España no es fiscal, sino bancaria
La llegada de la crisis a España quiso ser vista como evidencia de una “insostenible” política económica, cimentada sobre un gasto público excesivamente generoso. Un Estado de bienestar que no podía pagarse. Las respuestas, primero del gobierno del PSOE en 2010, luego corregidas y aumentadas por el PP, dieron por bueno el argumento al acometer una política de recortes con la que recuperar la confianza de los inversores. Había que recortar el gasto público a fin de reequilibrar los presupuestos, y hasta reformar la Constitución para priorizar el pago a los acreedores. Pero la crisis, antes que fiscal es bancaria, consecuencia de una gigantesca acumulación de deuda privada, sobre todo de grandes empresas —créditos bancarios casi en su totalidad— y de entidades financieras.
Ya vimos cómo esta crisis comenzó en Estados Unidos, precisamente donde más lejos se ha llegado en la liberalización y desregulación de los movimientos de capitales. Dicho proceso trajo consigo nuevos modelos de regulación bancaria, donde prácticamente desaparecieron los esquemas surgidos como respuesta a la Gran Depresión de 1929, para primar ahora la autorregulación mediante auditorías y ratings privados frente a una debilitada supervisión pública. Mientras, la frondosa diversidad de nuevos y sofisticados activos financieros ofrecía importantes rentabilidades. Pero tal dinamismo escondía un problema: toda aquella expansión estaba sostenida sobre una gigantesca montaña de deuda privada, gestionada por bancos.
Cuando finalmente la crisis se evidenció, la banca española parecía estar a salvo al no haber participado de lleno en todos aquellos títulos vinculados a hipotecas de muy baja calidad crediticia: las subprime. El Banco de España había vetado su participación en aquellos productos financieros. Las entidades contaban con otro recurso para sortear la crisis: las provisiones genéricas o dinámicas. Este instrumento, único en Europa, consiste en una dotación de reservas obligatoria para bancos y cajas, que debían dotar durante épocas de bonanza a fin de tener un “colchón” de seguridad con el que afrontar momentos peores.
Por tanto, la reducida exposición a los activos “tóxicos” y el modelo de provisiones, parecía dejar en mejor situación al sistema bancario español. Esto mismo hizo que en un primer momento las ayudas públicas fuesen comparativamente escasas frente a los costosos rescates de otros países.
Sin embargo, había dos problemas latentes derivados de un modelo productivo insostenible, donde el sector de la construcción llegó a representar el 17% del PIB. El primero era la excesiva concentración del negocio bancario en el ladrillo. El segundo, vinculado a la expansión crediticia propiciada por la burbuja inmobiliaria, consistía en su dependencia del ahorro externo. Ambos problemas terminaron por hacerse realidad.
La explosión de precios inmobiliarios no fue algo exclusivo de España o de economías de la eurozona, sino un fenómeno global —salvo en Japón y Alemania pero porque ya tuvieron antes esa misma situación—. Un sector financiero hipertrofiado en un contexto de bajos tipos de interés propició una inflación de activos, entre ellos los inmobiliarios pero también otros como acciones bursátiles, alimentos o materias primas. En el caso español la conjunción de diferentes factores, como una fuerte explosión demográfica o la Ley del suelo de 1997, permitieron que destacase frente a otros, tanto en actividad como en precios.
Esa sobre especialización productiva con respecto a la construcción se trasladó pronto al ámbito bancario. Así, en 2007 ya más del 60% de la financiación concedida por entidades financieras estaba vinculada al sector inmobiliario. En el caso de las cajas de ahorro este promedio superaba el 70%. El crédito hipotecario se había convertido en su principal negocio, explicando más de la mitad de los ingresos de la banca minorista. A su vez, permitió un crecimiento espectacular del crédito, a tasas anuales medias superiores al 20% en los momentos previos al colapso. Claro que aquel dinero tenía que salir de algún sitio. Las vías de financiación principales de un banco son la captación de depósitos y pedir prestado a otras entidades en el mercado interbancario, o al banco central. Dado que el aumento del crédito era mayor que el de los depósitos, la diferencia se cubría acudiendo a los mercados mayoristas internacionales.
Ahí es, con la caída de Lehman Brothers, donde se hace realidad el segundo riesgo latente antes citado: la dependencia del ahorro exterior. Su quiebra supuso que el mercado interbancario se secara. Nadie prestaba a nadie. Ante el estrangulamiento financiero por la falta de acceso al crédito mayorista, las entidades españolas iniciaron entonces una agresiva estrategia de captación de depósitos, o peor, mediante la estafa de las participaciones preferentes a particulares. La otra vía la proporcionó, a partir de agosto de 2007, el Banco Central Europeo al permitir el acceso ilimitado a financiación para sustituir temporalmente al mercado interbancario. Ese acceso “ilimitado” significa que, al contrario que en las subastas de crédito habituales del banco central, en este caso el BCE, no fijaba un tope. Pero ello no quiere decir que la entidad solicitante pudiese pedir lo que quisiera, sino todo lo que pudiera respaldar con activos como garantía del préstamo.
Pues bien, el principal activo empleado como aval frente al BCE fueron cédulas hipotecarias. Es decir, créditos hipotecarios convertidos en títulos comercializables. Estas cédulas son, de hecho, la única vía que tienen hoy día los bancos españoles para acceder escasamente a financiación en los mercados. Se entenderán ahora las serias reticencias de algunos a la dación en pago retroactiva que reclama la Iniciativa Legislativa Popular presentada en el Congreso de los Diputados. Conviene recordar al respecto que durante la fase final del boom fueron los bancos alemanes quienes acudieron en tropel a adquirir esas cédulas hipotecarias y, para costearse dichas compras, pedían antes el dinero prestado al Bundesbank, el banco central alemán.
La “respiración asistida” del acceso a financiación desde el BCE no conllevó una reactivación del crédito hacia hogares y empresas, sino que sirvió para que las entidades compraran deuda pública española como activo refugio, con lo que el dinero se mantenía en el circuito financiero sin canalizarse a la economía real. Sin expectativas de crecimiento no hay crédito, y como los recortes alejan cualquier atisbo de recuperación, agravan la contracción crediticia. En efecto, ante una recesión por sobreendeudamiento privado como la actual, los agentes económicos priorizan comprimir deuda. Así, los bancos no prestan, las empresas no invierten y reducen plantilla, mientras los hogares tiran de ahorros (si los tienen) y no consumen. El Estado es el único capaz de romper ese círculo infernal mediante políticas expansivas de demanda que prioricen la creación de empleo y la redistribución de la riqueza. Pero sin banca pública y con recortes solo se garantiza una espiral donde, cuanto más pagas, más debes.
En el caso de la banca, se mantiene estrangulado su acceso a la financiación mayorista mientras ven reducirse los depósitos de sus clientes. Por el lado del activo, aumenta la morosidad de sus préstamos, en especial el promotor (auténtica subprime española), pero no solo, y cae el precio de los bienes raíces que las entidades mantienen en propiedad.
Las continuas reformas financieras trataron primero de fusionar cajas para mejorar sus recursos, pero trajeron monstruos como BFA-Bankia, cuyo agujero supuso el rescate del sistema financiero español soportado por el Estado. Luego intentaron aumentar el colchón de provisiones bancarias, o la creación del “banco malo” con la Sareb, para desgajar de los bancos sus activos “tóxicos”, pero tampoco atajan el problema. En efecto, las mayores provisiones no sirven, como no sirvieron las anteriores, mientras persista el austericidio impuesto por los acreedores y defendido por el gobierno.
De igual modo, por más que se saneen los balances, si persiste la recesión con un elevado desempleo (superior al 26%) se verán dañados activos ahora sanos. Tampoco se ataja el problema de raíz, un modelo financiero donde el riesgo de la actividad bancaria se hace colectivo, aunque no sus ganancias. Como muestra el caso de Lehman, es cierto que dejar caer a un banco conlleva un efecto sistémico mucho más costoso todavía. Pero el debate debiera ser entonces no tanto su rescate, sino para qué se rescata y si nos podemos permitir el modelo bancario vigente. De igual modo, la crisis de los bancos es reflejo de una crisis social; la de las crecientes desigualdades que alimentaron la burbuja de deuda privada y la recesión, ahora ante unos niveles de desempleo y pobreza que son también sistémicos. Si no se invierte el orden de prioridades para el rescate, el resultado, como veremos, supone socializar deuda privada. Y solo para que todo siga igual.
* Capítulo 3 del libro Lo llamaban democracia. De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político (Colectivo Novecento)