La maleta mejicana
Hay maletas que jamás llegarán a destino. Otras quizás nunca debieron embalarse o se hicieron con el corazón eclipsado. Algunas aguardan bajo la cama toda una vida el momento de abandonar a algún machista. También existen las maletas que sólo prestan servicio al viajero y donde no caben representaciones simbólicas capaces de trastocar el simple hecho de llevar una. Cada maleta es un pedazo de uno, del viaje y sus contextos, de la alegría o pena que en ese momento inunda a quién la lleve. A través de su contenido es posible perfilar al portador y, hasta incluso, arriesgarse a intuir, que más de uno la hizo como no queriendo viajar y otros con demasiado esmero para no perder las costumbres que acentúan la (in)seguridad.
Y existen otras que sencillamente se hicieron al calor de la historia. Con el fascismo pisando los talones y sin tiempo para imaginar que aquella maleta que se cerraba en el estudio parisino del fotoperiodista Robert Capa, allá por 1940, sólo se abriría casi 70 años después en el DF mejicano. Su contenido, más de 126 rollos de película fotográfica de Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour (Chim), tomadas entre mayo de 1936 y la primavera de 1939 que pondría fin a la guerra civil española y el inició a gran escala, de la II guerra mundial.
La llamada maleta mejicana es un artefacto explosivo para la memoria colectiva de un país que muchas veces vuelve la vista hacia otro lado o desconoce lo que aquí sucedió. Es la posibilidad de mirar a los ojos de aquellos milicianos que sonríen con un pitillo en los labios y preguntarse en el silencio de la sala qué habrá sido de vos. ¿Acaso, huido a tiempo?, quizás te quedaste en el frente y la muerte te pilló luchando o, como tantos, fuiste presa de la ola de exterminio con que se inauguraba la dictadura franquista y tus huesos están por ahí, en una fosa clandestina cartografiada, pero que sigue sin ser exhumada por falta de voluntad o cobardía política.
Y también es un viaje hacía la depuración de la técnica de quienes hicieron algo más que apretar el dedo en el obturador para capturar una imagen siempre efímera. Su trabajo en centenares de imágenes, negativos, tiras de contacto, ampliaciones, encuadres, ensayo y error, son también testigos del compromiso político narrativo de estos corresponsales de guerra que se hicieron a sí mismos.
Fuera del palacio Montjuic de Barcelona, literalmente sigue lloviendo sobre mojado. Dentro, lo que caen son datos del contexto de aquella fotografía ya mítica de la mujer amamantando a su crío mientras escucha, tal vez por primera vez, el tema de toda una vida, el reparto de la tierra. En otra, un miliciano y su mirada al horizonte desde una posición quizás indefendible. La fotografía entrañable de los barcos en la bahía de Vizcaya donde se puede percibir el mar jugando con la luz. O la de una mujer mayor que ya en sus ojos se teme lo peor. Aquí están los rostros de aquellos que combatieron en primera línea, de los que trabajaron en la retaguardia del no pasarán y de la mayoría de la población que ya solo resistía a los bombardeos interminables.
Un trozo de la historia española y de la fotografía universal que el destino no ha querido que se pierda. Esperemos que nosotros tampoco.
Desde el 6 de octubre al 23 de enero en la sala 1 del Museo Nacional D` Art de Catalunya