La mano invisible de la crisis
Todo el proceso de la crisis, desde su gestación y posterior estallido en forma de burbuja financiera hasta el desenlace con traumáticas medidas de austeridad, una especie de “impuesto reaccionario”, ha estado monitorizado por la beligerancia sectaria del Estado. La contumacia de ese “fuego amigo” se concreta en el hecho inmoral y kafkiano de que los mismos que provocaron la crisis con sus malas prácticas resulten recompensados dejando en sus manos las políticas para superarla. Efectos sin causas, causas sin consecuencias, irresponsabilidad, amnesia: la banalidad del mal. Tal es su sentimiento de impunidad que ahora se atreven a reeditar el acoso al sistema público de pensiones para volver a engordar a la banca con sus planes trabuco para jubilados.
Si atendemos a la devastación producida, el número de vidas truncadas y la miseria provocada, el anuncio sobre la salida de la recesión en la Unión Europea debe leerse como un parte bélico. Lo que la remontada económica de la UE anuncia no es un tiempo de prosperidad general sino el inicio de una era de desigualdad y exclusión social como nunca se ha visto. Hoy ya sabemos que la crisis que se desencadenó en Estados Unidos en 2008 con las subprimes y luego rebotó en el Viejo Continente con el “virus” financiero no fue un episodio clásico de quiebra económica. Significaba, por el contrario, una secreta declaración de guerra de los ricos a los pobres. Una “guerra incivil” global, la Tercera Guerra Mundial, pero sin ejércitos ni generales, únicamente “hombres de negro” a las órdenes del Capital. En donde antes había una lucha a muerte entre Estados para conquistar territorios y acaparar riquezas, la “primera gran recesión” del siglo XXI ha entronizado un ataque de la clases dominantes contra los capas más humildes de la sociedad.
Basta mirar quiénes son los salvados y quiénes los hundidos. Entre los ganadores está esa reducida oligarquía del mundo de los negocios, las multinacionales y las grandes entidades financieras que provocó la crisis, y entre los perdedores los incontables paganos de sus fechorías. Perjudicados y humillados por partida doble: porque sufrieron en sus carnes el desplome de la gran banca y porque las políticas de austeridad aplicadas para su rescate se basaron en el expolio de los de abajo por los de arriba. Cinco años después del tsunami económico, el mundo hoy es más injusto y la vida infinitamente más difícil para esa inmensa mayoría de ciudadanos que carece de fortuna. Aquel esquema 20 X 80 de partida, que identificaba la abusiva distribución de la riqueza mundial con el 80% de la renta en poder del 20% más rico de la población, se ha abismado con la crisis. Un expolio en toda regla que revela una fenomenal trama de corrupción gestionada de arriba-abajo.
El sueño ilustrado de un continente compendio de libertades, derechos sociales, solidaridad, progreso y democracia, que en teoría entrañaba el proyecto de la Unión Europa ha derivado en un auténtico colapso social. No solo se está conculcando la soberanía de los países miembros, sometidos a una dependencia hostil de organismos supraestatales. Además, al amparo de los rescates, ajustes y medidas de emergencia impuestas por la troika (FMI, UE y BCE) ha surgido una Europa de dos velocidades, el eterno conflicto norte-sur llevado ahora al corazón del primer mundo. En la cima están los pueblos prósperos, con futuro para disfrutar, y en la sima los deprimidos, con pasado para añorar. De nuevo aparecen los efectos más terribles de las guerras, con las lesivas secuelas en forma de desorbitadas indemnizaciones y compensaciones que imponen los vencedores a los derrotados.
Podemos recurrir a estadísticas y argumentos, pero la consecuencia de esta crisis salta a la vista: una mayor concentración económica y política. Dos rasgos definitorios del capitalismo rampante, necesitado siempre de aumentar su nivel de atesoramiento para ganar músculo cara a la lucha competitiva. El axioma de la acumulación capitalista estuvo en el trasfondo de las dos anteriores guerras entre bloques ideológicos, y es lo que ha liderado a esta tercera guerra mundial intraclasista, la revolución de los ricos.
Lo “lógica irracional” de la concentración capitalista (política y económica) exige que unos pocos tengan todo el poder gracias al consentimiento y el desinterés de los más. El milagro de la “representación” permite, que tanto en las empresas como en la política cuatro valgan mas que cuatro millones. El derecho del revés.
Característico del nuevo modelo de explotación y dominación que sucederá a la crisis es una feroz depredación de lo público por lo privado. La “nueva economía” global amplia el espacio para la mercantilización asumiendo tareas hasta ahora consideradas “improductivas”, al tiempo que se rearma con el desmantelamiento forzoso del sector social. Así, en vez de liquidar ordenadamente las entidades financieras tóxicas que lastran el crecimiento y destruyen empleo productivo, las élites dirigentes optaron por la devaluación interna reduciendo salarios, pensiones y prestaciones de desempleo; eliminaron las cajas de ahorro, principal sostén crediticio para el desarrollo regional y la promoción de la pequeña empresa, y ahora conspiran para privatizar partidas esenciales del presupuesto nacional como la educación y la sanidad.
La crisis actual es sistémica por la dimensión global de las corporaciones financieras afectadas. La tautología de que los grandes no pueden caer porque sepultan todo lo que está a sus pies se ha aceptado como una verdad científica para ocultar la nueva cara de la dominación. Una especie de colonialismo de última generación que actuá como una profecía autocumplida. A día de hoy, los cuatro primeras financieras de Estados Unidos son un treinta por ciento más grandes que al estallar la crisis. La evidencia de que la concentración económica ha salido fortalecida, se complementa en el ámbito de la concentración política con la decisiva prevalencia de instituciones no elegidas democráticamente sobre gobiernos salidos de las urnas.
Como afirmaba hace unos días un articulista en un medio informativo de referencia, la actual sobreacumulación capitalista procede de la burocracia y no tanto de la propiedad, como venía siendo tradicional. Son los gobiernos corporativos los que se han hecho con el control, amparados en el mandato de su accionariado social y la ficción democrática con que legitiman su codicia. Pero hablar de “burocracia” en abstracto como deus ex machina no sirve para explicar el consentimiento de los damnificados, la mansa resignación de esas sociedades que han sido golpeadas por la crisis hasta devolverlas a niveles de los años cincuenta. Lo correcto sería hablar de Estado, no de burocracia, para señalar al vector dinamizador de esa mutación. El Estado, que no es más que una organización no democrática que monopoliza la violencia, es la pieza del puzzle que encardina los cambios estructurales que requiere el statu quo.
Claro que tampoco con esa escueta identificación hemos despejado el relativo enigma de la pasividad de individuos y colectivos ante la barbarie importada. Para ello tendríamos que resaltar la buena imagen que el Estado tiene y la consideración de agente benemérito, un prestigio que le permite hacer y deshacer a su antojo sin provocar resistencias o recelos. El famoso vaivén de las regulaciones y las desregulaciones con que se ha alfombrado la crisis, ex ante y ex post, es una prueba de sus innatas habilidades. El Estado funciona como esa “mano invisible” con que el sistema legitima la autonomía del mercado, y bajo cuyo palio se erigen provechosas supersticiones seudodemocráticas. Por ejemplo, lo que durante tanto tiempo se ha llamado “lo público” como acepción de bienes comunes, activos resguardados de la dineración del mercado, engloba en realidad a lo “público-estatal” sujeto a la discrecionalidad de los gobiernos de turno. De ahí su reversibilidad. Existen o desisten según el exclusivo criterio o interés de los representantes políticos.
Si fueran realmente “bienes públicos” serían inalienables y nunca se confiscarían contra la voluntad de sus titulares.Pero en este caso se invierte el carga de la prueba jugando a la gallina ciega: aquí el tamaño no importa, es un estorbo. Ese “ogro filantrópico• que llamamos Estado (como denominaba Octavio Paz al PRI mexicano) es lo que ha permitido que la crisis de los de arriba la paguen los de abajo. Dada la cultura política hegemónica, pocos hubieran sospechado que el publicitado Estado fuera un caballo de Troya para refundar el capitalismo desde dentro desmovilizando a la oposición. Quizás porque, como siguiere Hannah Arendt respecto a las escasas sublevaciones de esclavos habidas a lo largo de la historia, la extrema vulnerabilidad de la gente no incita a romper con el sistema sino solamente a recomponerlo. Idéntica doma inspiró a Platón en el episodio de la caverna. El relato de esas personas, cuya del mundo son las sombras que se proyectan desde fuera en la pared de su madriguera, que cuando intentan salir del cautiverio tienen que volver sobre sus pasos al no poder soportar la luz del exterior.
Hoy el mito del Estado de Bienestar ha dado paso a la realidad del Terrorismo de Estado(s). Terrorismo porque la criminal regresión social inoculada con la crisis no plasma más que el uso legítimo de la fuerza del Estado contra la propia población que le sufraga. Y “Estados”, en plural, porque en la Unión Europea a la que pertenecemos ya no existe un único gobierno soberano por país sino una subordinación de regímenes locales a instituciones-drones superiores (CE, BCE, FMI) cuyo poder e influencia se ejerce en la irresponsabilidad de la larga distancia.
Pero parece dar igual. Mientras se ficha al cirujano estrella de la Clinica Mayo de Estados Unidos para operar al Rey, con evidente desprecio al cuadro médico de nuestro sistema de salud, se introduce el copago farmacéutico en los hospitales públicos. A eso lo llaman vivir por encima de sus posibilidades.