La novela de Sarduy
El hedonismo latinoamericano es neobarroco: su modalidad y su estilística se embebe en una tradición que no casualmente va, de forma deliberada, contra la ley borgiana. Frente a la metafísica borgiana, la inmanencia neobarroca.
Luis Diego Fernández
De allí la fuerza irrisoria, paródica, subversiva, revolucionaria del barroco. El poder está no solo puesto en tela de juicio, no solo tirado a choteo, está subvertido, ironizado. El rey no es ya el centro, la monarquía absoluta no dictamina ya, el sol no está situado al centro de una órbita circular como creía Galileo, sino que es uno de los dos polos de una elipse, el otro polo obturado, ese es el barroco…
Severo Sarduy
Soy Artaud,
Me visita el pensamiento.
Yván Silén
Son de Cuba. Después de un culo de años de haberla leído por vez primera —en la biblioteca de la Universidad de Cincinnati, durante la segunda parte de los ochenta—, retomo la novela sui generis con precaución y hasta con respeto. La volteo. Leo en la contratapa, edición de 1980 de Seix Barral: “De donde son los cantantes [1967], segunda novela de Severo Sarduy, supuso el inicio de la etapa de más plena madurez del escritor y el despliegue total de los elementos y recursos expresivos que configuran uno de los mundos más personales, creativos y poéticos de la actual narrativa en lengua castellana.”
Precaución; deferencia típica del que sabe que, como lector, le debe, a pesar de los pesares, una relectura seria a la novela del cubano, Sarduy (1937-93), radicado en París desde los sesenta, promotor del “barroco revolucionario.”
Novela corta, escrita bajo los principios sarduyanos de la proliferación, la condensación y la sustitución; en esta edición de Seix Barral, la tapa yuxtapone imágenes del catolicismo, la santería y la charada china. Los cantantes, dice el texto, son de esa Cuba tripartita: euroafrochina.
Primer contagio. Como novela corta, reabrir la de Sarduy después de tantos años, me catapulta a Centroamérica. No puedo sino pensar en Horacio Castellanos Moya, autoproclamado escritor de novelas cortas, como Insensatez (2004), El asco (2010), La diabla en el espejo (2000). Inevitablemente, la gravitación hacia el universo económico de Borges —crítico de la extensión de la novela: ¿para qué escribir una, si con un cuento basta?— se torna pesada. Para colmo de espesuras, la cercanía mesoamericana con el microcuento de Augusto Monterroso, hace sentir su fuerza de gravedad zoológica (“El dinosaurio,” 1959). Que un libro como El laberinto de la soledad (1950), de menos de cien páginas, tuviera el impacto que tuvo en México, América Latina y Estados Unidos, contribuye al sentido de economía que potencian los libros cortos, como De donde son los cantantes: “Ya van quedando solos. En la ciudad la lumbre de los cirios ha trazado un signo blanco, una omega de tiza, dos peces opuestos y unidos por un hilo. O quizás una firma.”
Efecto de novela corta que no debe entenderse como carencia ni debilidad (a lo Vattimo), según subraya Roland Barthes al final de “La faz barroca,” suerte de prefacio de De donde son los cantantes: “Quizás a este texto le sobre también algo que resultará incómodo: la energía de la palabra, que basta para ratificar a cualquier escritor.”
Contagiado por esa economía literaria, incluida la economía literaria de la proliferación, el binarismo que Sarduy intenta desmontar en la novela crea su propia zona de gravedad, la cual se siente como una imantación irresistible, pero fugaz, hacia el lado oscuro de la novela corta: la larga. Sobre todo, la que escribieron como reto literario los escritores latinoamericanos del boom, según el testimonio de José Donoso, en Historia personal del boom (1998): “El boom… real o ficticio… es una creación de la histeria, de la envidia y de la paranoia…”
Imantado hacia ese mundo de muchas páginas, me recuerdo en la segunda parte de los ochenta, en la biblioteca de la Universidad de Storrs, Connecticut, perdido en la lectura de La guerra del fin del mundo (1987), de Vargas Llosa, navegando por un Brasil decimonónico, de brote fanático-religioso-político, a la vez que pensaba en el transcendentalismo gringo del mismo siglo (Emerson) y en el espiritismo finisecular del Puerto Rico decimonónico, centrado en Allan Kardec.
El eco de un comentario de Edgardo Rodríguez Juliá, respecto de su novela más larga, La noche oscura del niño Avilés (Crónica de Nueva Venecia) (1991), se estrella contra el mamotreto de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, justo cuando Rodríguez Juliá le resta valía a la extensión de su novela de más de cuatrocientas páginas. El deseo de regresar a la novela más borgesca de Rodríguez Juliá, La renuncia del héroe Baltazar (1974), resulta problemático, pues esta volvía al siglo XVIII puertorriqueño.
Entre un delirio y otro, una de las novelas más largas de todas las que, desde el boom, intentaron inflarse hasta el máximo, Terra Nostra (1975), de Carlos Fuentes, irrumpe con aires de monumentalidad histórica (veinte siglos de civilización hispánica). Por voluminosa en demasía, Terra Nostra desata un oleaje retroactivo de desplazamientos literarios, que enreda a novelas como Rayuela (1963), de Cortázar, y Paradiso (1966), de Lezama Lima, en una espiral caleidoscópica de luz y sombra, con brotes de prolepsis, por los que asoma la novela larga de Yván Silén, La casa de Ulimar (1988). Iluminación, la de Cosa Nostra, desde sus arabescos neobarrocos, se apresuraba hacia su otredad constitutiva: Cervantes, o, la crítica de la lectura (1994), librito de crítica literaria en el que Fuentes abría puertas de Terra Nostra.
Se oye un estruendo libresco que viene de la calle. Llega en una grúa hidráulica, para pesos completos, lo que sería, en el buen sentido de la palabra, el mamotreto mayor, de José Donoso, El oscuro pájaro de la noche (1970): un elogio a la monstruosidad novelística.
Cámara de ecos. Regreso a la novelita de Sarduy. La primera parte de De donde son los cantantes, “CURRICULUM CUBENSE,” dedicada “A salamandra,” huele al orientalismo de Octavio Paz. Tributo al cambio, sí, la metamorfosis de la salamandra, el cual se hace evidente en el primer párrafo de la novela, en el que Auxilio, uno de los seudopersonajes mediante los que Sarduy torpedea —como el cambio literario que encarna— la propia novelística del boom:
Plumas, sí, deliciosas plumas de azufre, río de plumas arrastrando cabezas de mármol, plumas en la cabeza, sombrero de plumas, colibríes y frambuesas; desde él caen hasta el suelo los cabellos anaranjados de Auxilio, lisos, de nylon, enlazados con cintas rosadas y campanitas, desde él a los lados de la cara, desde las caderas, de las botas de piel de cebra, hasta el asfalto la cascada albina. Y Auxilio rayada, pájaro indio detrás de la lluvia.
Auxilio y Socorro, gemelas disímiles en su semejanza, están ahí para arremeter contra el concepto canónico del personaje novelístico. Y por supuesto, contra la retórica, viva en Cien años de soledad (1967), de la familia y la nación burguesas. Y ello porque, de frente, el barroco sarduyano persigue romper la facilidad con que el capitalismo domestica la lengua (el lenguaje como un medio, servil a la comunicación y al mercado). Para el “barroco de la revolución” que endosa Sarduy, desde el postestructuralismo parisino y latinoamericano, el lenguaje es un fin en sí mismo (Diego Fernández).
Segundo contagio. El dramatismo artificioso de Auxilio y Socorro me saca de De donde son los cantante. Tras un efecto de contigüidad poética, la imagen de las gemelas disímiles me envía a la literatura de Yván Silén, cuyo concepto de lo siamés, como el devenir, el “serestar,” la “libertá,” el “No-ser,” alberga los contrarios desde lo esquizo, en tanto celebración poética de la locura. Espacio hiperestésico, en el que la “poesía piensa” y el “pensamiento siente,” porque entienden que el “No-ser es.”
Con respecto a la de Sarduy, la de Silén se acerca y se aleja. Lo neobarroco implosiona y después, como una metáfora, estalla. Sin embargo, el concepto de “verosimilitud” de Silén se distancia de la artificiosidad sarduyana. Diferencia que, a su vez, se encarga de subrayar Sarduy, mediante la parodia a Heidegger, en De donde son los cantantes, filósofo clave del efecto lingüístico (casa del ser) en la literatura Silén: “realido.”
En “CURRICULUM CUBENSE,” la novela se ríe de las esencias, importantes en Heidegger, para quien el lenguaje constituía la morada del ser. Pero también, la novela no divide el ser cultural cubano en cuatro (lo notó Mario Enrico Santí), como lo haría Heidegger“ —“el lechosito de la Selva Negra,” le llama Sarduy—, sino en tres: lo europeo, lo africano y lo chino. Otra vez, la distancia con Silén, heideggeriano en cuanto a la relación ser-esencia-poesía-lenguaje, se siente en un libro como Francisco Matos Paoli o la angustia de Dios (2009), en el que Silén aborda la “manifestación cuadrivia” del mundo cultural del poeta puertorriqueño, Matos Paoli: la religión, el nacionalismo, la cárcel y el manicomio.
Como si fuera poco, la dimensión culinaria de “CURRICULUM CUBENSE,” “Tanto los manjares como los platos que los contienen están hechos de material plástico,” choca con la de La casa de Ullimar (1988), en la que Silén penetra la esencia de la sazón boricua —el sofrito—, desde el “recao” (culantro) y su dimensión de género: “Olía a mujer y a condimento: cebolla, ajo, orégano. –Hueles a recao.”La resonancia gastroliteraria llega hasta Puerto Rico en la olla (2006). Libro donde, en cierta medida, mora la bibliografía del recao.
Efecto inesperado: desde el choque neobarroco con Sarduy, las referencias a Lacan, en De donde son los cantantes, “Que te chupe la falla lacaniana,” llegan al ensayo poético de Silén, El llanto de las ninfómanas (1981), como un alejamiento de Derrida, toda vez que este se empeñe en subalternizar la voz, eje del silenismo más feroz, frente a la escritura, que es el cuerpo del espíritu.
Impase. Al terminar “CURRICULUM CUBENSE,” “Allí los dejo. Cuatro seres distintos y que son uno solo. Ya se van zafando, ya se miran. ¡Qué graciosos!,” la lectura se interrumpe. Aunque quiero, no puedo seguir releyendo De donde son los cantantes, pues, al pasar a la segunda narración, “JUNTO AL RIO DE CENIZAS DE ROSA,” el propio texto me catapulta hacia una novela argentina, La ciudad de las ratas (1976), escrita primero en francés, La Cité des rats, como fue el caso de De donde son los cantantes (publicada primero en francés).
El otro lado de la ficcionalización artificiosamente sarduyana, la novela de Copi se vuelca a un realismo artificioso, más cercano a la verosimilitud de Silén que al artificio de Sarduy: el micromundo de un universo de ratas:
’Son muy peligrosas –me dice Rakå-. ¡Mirá un poco como tratan a los hámsters!’ ‘¡Pero nosotros no somos hámsters!’, protesté. ‘Lo seremos pronto si no nos escapamos lo más rápido posible. ¡Los hámsters son ratas a las que les cortaron la cola!’, bisbiseó… ‘Los hámsters son ratas sin cola, todo el mundo sabe que son una raza inferior’, repliqué de mal humor’.”
Nuevamente, la interferencia con las novelas de Silén enriquece la lectura. La verosimilitud ratonil rebosa y se desplaza. De La ciudad de las ratas —“Las ratas se agruparon alrededor de mí, y me preguntaron el sentido de la aparición; les confesé que yo mismo no entendía nada cuando de golpe comprendí: ¡el Diablo de las Ratas me pedía simplemente que destruyera los ejércitos humanos”—, a La casa de Ulimar, la novela de Silén coletea: María, la madre de Jesús, “tocó la rata con la punta del pie. Estaba muerta. Las primeras moscas verdes la poblaban.”
¿Condensación sarduyana? En Las muñecas de la Calle del Cristo (1989), Silén neobarroquiza la verosimilitud ratonil: “Las ratas muertas apestaban a feto de alcantarilla. El miedo se había apropiado de los rostros; y la modernidad, la medicina, la ciencia se habían tornado inútiles. Lo gris, la ausencia de sol, los agonizantes, la falta de higiene, la contaminación del agua y del aire habían convertido a San Juan en un leprocomio… Las hojas, las ratas muertas y la basura que se va almacenando en las calles desde Río Piedras hasta San Juan…”
Efecto inesperado: ¡vértigo!
De donde son los cantantesse contagia, imposiblemente, de la verosimilitud silenista. Por eso, Cristo entra a la Habana (¿disfrazado de político?):
¡Qué acogida en La Habana. Lo esperaban. Su foto ya estaba, repartida hasta el hastío o la burla, pegada, ya despegada, desgarrada, clavada en todas las puertas, doblada sobre todos los postes, con bigotes pintados, con pingas goteándole en la boca, hasta en colores—ay, tan rubio y tan lindo, igualito a Greta Garbo—, para no hablar de las reproducciones en vidrio del metro Galiano. Dondequiera que mires, Él te mira.
Salto en blanco, o en seco. Al pasar de página, me salgo de la novela. Me encuentro de frente, texto en mano, con Sarduy. Le pongo un espejo velazqueño enfrente y le pido que escriba lo que ve:
Yo no quedaré, por supuesto, ante la pequeña historia (a pesar de la enciclopedia que ya me incluye), como un escritor. Sin embargo, creo que de eso sí estoy orgulloso, y señalo mi situación muy fanfarronamente: yo creo que yo quedaré como el que ha visto al maestro, el que pudo señalarlo (no soy el primero, por supuesto. Cintio [Vitier] o José Rodríguez Feo lo vieron antes que yo), el que se ha dado cuenta de su inmensidad, y el que —para repetir un pequeño texto que hice en homenaje a él—, el que sabe que vive en la Era Lezama.
A su vez, Silén silena como un arabesco neobarroco en su salsa boricua, dando coletazos gatunos, “Michu,” sobre el papel en blanco que escribe, como un obseso, desde 1970; pero sin prisa, porque la idea es llegar tarde a la entropía que sonetiza con la insolencia de un poeta “metacristiano,” a punto de cumplir setenta años de edad: