La nube que no es nube y la territorialidad del internet
Por María Alvarez Malvido*
La “nube” es una de las metáforas más usadas para hablar de internet. Consolida una imagen casi etérea de nuestra información suspendida en algún lugar en el cielo, lejos de su compleja y territorializada infraestructura. Pero la nube es en realidad tan material como los cables, antenas, satélites y servidores que articulan las redes de internet, y tan tangible como las toneladas de agua que consumen los centros de datos donde se almacena la virtualidad. Tan insostenible, también, como el despojo territorial que le provee su materialidad, y que se agudiza día a día junto con la crisis climática
Más allá de un juego lingüístico o un recurso literario, las metáforas, como el lenguaje, informan (y revelan) nuestra forma de mirar y habitar el mundo. Consolidar ciertas metáforas, dice Emmánuel Lizcano, es fundamental para sostener la creencia de que “las cosas son como son” y no de otra manera. Así tendemos a imaginar que el internet es lo mismo que la nube y que la nube es etérea porque “es como es y no de otra manera”.
Por fortuna, la historia del mundo digital es lo suficientemente reciente para recordar que el internet y la nube no son lo mismo y que es posible imaginar otros futuros digitales. En sus inicios el internet fue soñado y desarrollado como una red de redes descentralizada para transmitir y recibir información. Sin embargo, en cuestión de décadas, las manos empresariales tomaron el control del desarrollo de la red y la disfrazaron de plataformas, construyéndole una columna vertebral que hoy conocemos como la nube. La nube es en realidad una creciente cantidad de centros de datos desplegados por el mundo para responder a nuestros clicks, y almacenar, observar y aprender de nuestra información a través de algoritmos diseñados para el hiperconsumo.
¿Cómo se ve la nube entonces, y por qué la imaginamos tan distante de las relaciones de poder que atraviesan nuestros cuerpos y territorios? El proyecto “Cartografías Tecnológicas“, elaborado por Coding Rights y la Red Transfeminista de Cuidados Digitales, nos acerca mediante un mapa del mundo a la compleja y territorializada materialidad de la nube y del internet.
El mapa señala, por ejemplo, los países en América Latina, Asia y África donde se concentra la extracción de minerales necesaria para la infraestructura, así como el destino de la basura electrónica y gran parte de la mano de obra precarizada que ensambla diversos dispositivos electrónicos. Por otro lado, ubica en Estados Unidos, China y Europa, la mayor concentración de servidores y cables submarinos, y los mayores índices de conectividad, donde más personas se benefician de todo este entramado que sostiene el funcionamiento del internet.
El proyecto no solo revela la territorialidad de la infraestructura, sino también del trabajo detrás de su funcionamiento interno. Es decir, muestra cómo los trabajos están atravesados por relaciones de poder que privilegian de manera sustancial labores como el desarrollo de software, concentrado en Estados Unidos, ante labores precarizadas como la moderación de contenidos a manos de personas en la India, Filipinas y Kenia.
Cerca de Silicon Valley se asoman las sonrisas conocidas y desconcertantes de los dueños de Facebook, Amazon, Google y Microsoft. Nos recuerdan que las plataformas más utilizadas del internet son más bien corporaciones, pero que a su vez son personas con cuerpos y formas de ver el mundo y habitarlo. Como señala el mapa:
“Ninguno de los CEO’s de las grandes empresas tecnológicas es mujer y, salvo raras excepciones, todos son hombres, blancos, cisgénero, heterosexuales, capitalistas y capacitistas. Estas son las visiones del mundo trasladadas al software y a los algoritmos, que son algo así como el alma de los dispositivos electrónicos que utilizamos. Estas tecnologías operan sobre lógicas de extracción de datos de cuerpos y territorios y borran violentamente las diversidades”.
La nube condensa en su funcionamiento la lógica de unas pocas empresas que han encontrado una mina de oro en la digitalización de la vida a través de este tipo de plataformas. Si bien la mayoría son aparentemente gratuitas, las personas usuarias pagan con la información que le brindan a las empresas con cada interacción: búsquedas en Google, archivos en Drive, perfiles e interacciones en Instagram, Facebook y Twitter, experimentos en ChatGPT, videos en YouTube, compras por Amazon, trayectos en Uber, juegos en línea, el sinfín de películas o series disponibles en cualquiera de las plataformas de streaming, etc. Todo esto pasa por la nube a través de algoritmos que intentan descifrar nuestras preferencias para mantenernos bajo un patrón de consumo.
Materializar y politizar la tecnología nos permite mirar las relaciones de poder offline que se replican entre algoritmos en la virtualidad. Reinventamos algunos conceptos para nombrarlas y entenderlas, como minería de datos, colonialismo digital o capitalismo de vigilancia, pero hace falta observar cómo es que las mismas dinámicas digitales impactan de vuelta a los territorios. ¿Cuánta “nube” se necesita para seguir el ritmo del capitalismo digital? ¿Cuánta extracción de minerales, agua y energía se requiere para su funcionamiento?
La nube, el agua y la minería
Si bien la nube no tiene nada de nube, tiene todo que ver con el agua y el carbono. Los centros de datos son, a fin de cuentas, espacios con servidores y discos duros apilados uno sobre otros, que requieren de grandes cantidades de energía y agua para su enfriamiento y funcionamiento. Además, están diseñados para responder al ritmo y expectativa de consumo que han determinado las plataformas en internet: rápido y sin fallas. Esto implica una robusta infraestructura para un proceso hiper-redundante, es decir, si un sistema falla, se crean automáticamente las condiciones para que otro retome el proceso y así se evite cualquier interrupción en la experiencia de las personas usuarias.
La nube tiene una huella de carbono más grande que la industria de la aviación, y un solo centro de datos puede consumir lo equivalente en electricidad a 50,000 casas (en Estados Unidos). Quizá suene a una realidad lejana para la mayoría de las y los usuarios que solo conocen la nube a través de sus dispositivos. Pero no es igual para todas las personas: los centros de datos han sido motivo de resistencia y movilización en defensa del agua para muchas poblaciones que viven la llegada de esta infraestructura a sus territorios al tiempo que enfrentan los peores años de sequía.
Un ejemplo de ello es la movilización que se llevó a cabo en Uruguay luego de que Google anunciara en mayo la cantidad de agua que requiere para que pueda operar el nuevo centro de servidores que planea edificar en dicho país, durante la peor sequía en los últimos 74 años. Es similar a lo que, en 2019, sucedió en Cerillos, en Santiago de Chile, cuando Google se presentó con el plan de construir un centro de datos que, según el primer diseño estructural, necesitaba 169 litros por segundo, en una zona donde hay desde hace tiempo muchos problemas, entre ellos la falta de agua. En 2021, en Mesa, Arizona, algunas figuras políticas se opusieron abiertamente a la construcción de centros de datos, y se refirieron a estos como “no esenciales” e “irresponsables”, pues requerirían hasta 1.15 millones de galones de agua al día, mientras se estaba viviendo la sequía más intensa en los últimos 126 años.
Historias como estas revelan que la metáfora de la nube como imagen inmaterial, atemporal y desterritorializada, no es inofensiva, sobre todo cuando se nos narra una historia que está vinculada al contexto de la crisis climática. Como señala Paz Peña en Tecnologías para un planeta en llamas (2023), no hay digitalización sin explotación de minerales. En otras palabras: “las tecnologías digitales nacen de cadenas de producción tóxicas e insostenibles que dan la vuelta al mundo y éstas comienzan en las minas de las principales regiones mineras de África y América Latina”.
Tampoco podemos separar las tecnologías digitales del triángulo de litio en América Latina o de los “minerales de conflicto” en la República del Congo, en África. O de los últimos años catalogados como los más violentos para las personas defensoras del medio ambiente en el mundo: solo en México, entre 2015 y 2023, al menos 20 personas defensoras que fueron víctimas de desaparición forzada habitaban en municipios donde existía un conflicto relacionado con la actividad minera; seis de ellas están aún desaparecidas y cinco fueron encontradas sin vida.
Precisamente en este contexto es donde surge la idea de crear el mapa de Cartografías de Internet como material didáctico para ampliar la conversación en el Foro Social Panamazónico, en Belén, Brasil, con movimientos de defensa territorial. Explica Joana Varon, Directora Ejecutiva y Catalizadora de Caos Creativo de Coding Rights:
“La terminología de derechos digitales apartó la conversación de aquella de los movimientos sociales por los derechos de toda la vida, como si hubiera derechos digitales y analógicos, pero no es así: son todos los derechos y están atravesados por tecnología de alguna manera. En Coding Rights debatimos ese concepto: somos parte de movimientos feministas pero también se trata de unirnos con movimientos de base para pensar de manera conjunta los impactos de la tecnología y cómo una resistencia puede llevar a la otra. Como el hecho de que existan minas de oro en tierras indígenas de la Amazonía brasileña, operados por los supplyers de algunas de las big tech.”
Si no podemos desligar la nube de los conflictos sociales y ambientales en los territorios que defienden el agua y los bosques, de las minas en el mundo, ¿podríamos imaginar otro futuro digital más sostenible?
La nube es cultural
Así como la metáfora, la infraestructura de la nube no es predeterminada sino transformable, pues es tan cultural como tecnológica. Así lo explica Steven Gonzalez Monserrate (2021): “La dinámica ecológica en la que nos encontramos no es enteramente consecuencia de los límites del diseño, sino de las prácticas y elecciones humanas —entre individuos, comunidades, corporaciones y gobiernos— combinadas con un déficit de voluntad e imaginación para lograr una Nube sostenible.”
Cuando vemos que la nube es cultural y política, recuperamos agencia en la posibilidad de cambio, de imaginarla desde otra mirada que reconozca los territorios, las personas y la responsabilidad con el planeta que habitamos. El mapa de Cartografías de internet propone una mirada transfeminista para imaginar un futuro diferente.
Bruna Zanolli es activista de la Red Transfeminista de Derechos Digitales e investigadora del proyecto. Explica lo importante que es una mirada transfeminista como un camino para imaginar un cambio que ponga al centro a las personas más sistemáticamente excluidas de estos procesos; esto es, preguntarles qué piensan, qué quieren, qué creen que sería una buena solución para las redes: “Una forma participativa de hacer internet, que no sea tan centralizada. Para que eso cambie necesitamos discutir cómo retomar este espacio desde los movimientos, desde las personas, desde otras perspectivas de vida. Más participativa y amplia, más como una plaza que como un mall”.
De igual modo, Joana Varon enfatiza también la necesidad de mirar hacia lo local:
“Mirar que la tecnología que utilizamos parte de valores determinados y extractivismos violentos nos permite pensar qué podemos hacer diferente. Tenemos imaginarios desde América Latina, Asia, África, el mundo Árabe, y una conexión con ancestralidades que pueden ser muy potentes para pensar un despliegue de tecnología que sea menos destructiva y más conectada con la tierra. Diferente a los imaginarios de Silicon Valley, que al final son tecnologías de conquista, que se proponen globales y entonces hegemónicas. Desde nuestras diversidades podemos pensar tecnologías situadas y no universalizantes, y que por ser situadas tengan como principal valor la diversidad de necesidades, de experiencias y de usos.
En suma, desentrañar la metáfora de la nube es mirar un mapa definido por relaciones de poder, es darse cuenta de que las tecnologías están atravesadas tanto por intereses políticos como culturales. Es reconocer lo insostenible para imaginar otros caminos y desde nuestras diversidades construir otros futuros.
Referencias:
– Gonzalez Monserrate, Steven. The Staggering Ecological Impacts of Computation and the Cloud, The MIT Press Reader, 14 de febrero 2022, https://thereader.mitpress.mit.edu/the-staggering-ecological-impacts-of-computation-and-the-cloud/
– Lizcano, Emanuel. Metáforas que nos piensan. Sobre ciencia, democracia y otras ficciones. Traficantes de sueños / Ediciones Bajo Cero. 2006.
– Peña, Paz. Tecnologías para un planeta en llamas. Paidós, 2023.
* María Alvarez Malvido estudió antropología social en la UAM-Iztapalapa, México y una maestría en comunicación y tecnologías en la Universidad de Alberta, Canadá. Es queer, escribe y colabora con personas defensoras del territorio como parte del equipo de Digital Democracy. Nota original en Este País.
Síguenos en redes sociales… Mastodon: @LQSomos@nobigtech.es Telegram: LoQueSomosWeb Twitter: @LQSomos Facebook: LoQueSomos Instagram: LoQueSomos