La repulsiva herencia del 20-N: sigue “atada y bien atada”

La repulsiva herencia del 20-N: sigue “atada y bien atada”

Por Tomás F. Ruiz

Cada año, a medida que nos acercamos a la convulsiva fecha que, para todos los que la vivimos, supuso el 20 de noviembre de 1975, me ocurre un poco lo que a Marcel Proust en su libro “En busca del tiempo perdido”. Recuerdo con todo tipo de detalles aquel 20 de noviembre en Madrid, evoco a la gente caminando por las calles con una contenida satisfacción, rememoro la compra masiva de champagne que se produjo en todo el país -en Catalonia de burbujeante cava– tras la noticia oficial de que el jefe de Estado, Francisco Franco Bahamonde, apodado por sí mismo “Generalísimo” e invicto “caudillo”, había por fin fallecido.

Fue una noche interminable, una madrugada de gloria que nos despertó a todos con el inesperado júbilo de una muerte largamente esperada, un amanecer expectante en el que muchos no podían dar crédito a lo que estaba pasando. Eran muchos los que esperaban que, tras esta muerte, se produciría por fin la recuperación de todos los derechos humanos que la dictadura nos tenía secuestrados desde el golpe de Estado de 1936.

Recuerdo como la muerte del dictador fue el inicio de una explosión de movilizaciones ciudadanas en cadena que llenaron las calles con ansias de democracia y libertad. En aquellos días de júbilo que siguieron al 20 de noviembre de 1975, nadie esperaba que los herederos del dictador impusieran una sanguinaria transición con la que mantener intactos sus privilegios; una situación que, ahora lo comprobamos, se mantiene implacablemente activa e imbatible hasta nuestros días. Terribles e impunes asesinatos como el que se produciría en Vitoria apenas unos meses más tarde de la muerte del dictador, detenciones masivas y espeluznantes torturas que se siguieron practicando en las comisarías madrileñas por un perverso personaje que, con el nombre de Billy el Niño, se convirtió en siniestro símbolo de que la dictadura seguía más viva e implacable que nunca; desapariciones de detenidos, como el caso Laza y Zabala, el escalofriante terror de las torturas que el sanguinario general Galindo practicaba en su diabólico cuartel de Intxaurrondo…

Vinieron después duros años de lucha: manifestaciones incontenibles por todo el país, amas de casa vallecanas arrojando macetas a los antidisturbios desde sus ventanas, barricadas en las calles, cocteles molotov contra los disparos de la policía, calles incendiadas con tsunamis de fuego catártico y purificador… Pasaban los años tras la muerte del tirano y todo seguía estando “atado y bien atado”, tal y como Franco sentenció antes de su muerte. La dictadura seguía más viva y feroz que nunca.

Ahora, casi medio siglo después de la muerte de aquel sanguinario dictador, nos preguntamos si realmente las cosas han cambiado algo en este país. La policía, aquellos asesinos a sueldo que vestían de gris en 1975, han cambiado el color de sus uniformes a marrones, azules y negros; ya no se puede arrojar impunemente a los estudiantes por las ventanas de las comisarías y los guardias civiles se lo piensan dos veces antes de hacer desaparecer los cuerpos de detenidos que han muerto asfixiados por las bolsas de plásticos con que los torturaron.

Me pregunto cómo es posible que después de medio siglo las cosas sólo hayan cambiado en apariencia, nombre o color del uniforme. Tras cuarenta años de un reinado corrupto, Juan Carlos I, el rey fratricida y ladrón, símbolo de una ilegítima monarquía, depositó la corona en la cabeza de su vástago Felipe VI y lo nombró -desde su ilícita autoridad- rey de todos los españoles.

Quizá la clase política espere que nos olvidemos sin más de nuestro derecho a una república legitimada en las urnas y aceptemos sin reparos la parodia democrática que practican en nuestro parlamento (para ser más concisos… ¿No deberíamos llamarlo “cortes” franquistas?). Quizá esperen que nos creamos a pie juntillas que todas las leyes que hacen cumplir nuestros hediondos tribunales y nuestros corruptos magistrados están ahí para defender nuestros derechos, en vez de para negárnoslos. Quizá deberíamos aceptar que la participación política que nos ofrecen, donde se excluye el derecho a los referéndums, el cuestionamiento de la monarquía y la impunidad incuestionable del rey para cometer tantos delitos como le vengan en gana, sea la única y embaucadora democracia a que tenemos acceso los españoles.

Quizás debamos leer mejor la Constitución española (o la Biblia en arameo, que viene a ser igual de equivoca y estrambótica) y reconocer, no sin cierta vergüenza, que aun estando muerto y enterrado medio siglo atrás, la voluntad del sanguinario dictador Francisco Franco sigue empapando con su repugnante hedor a dictadura encubierta todas las instituciones del Estado español. Lo decían los muros donde se plasmaban las irreverentes pintadas de los madrileños tras aquel memorable 20 de noviembre de 1975: “No os fieis de Dios que Franco está en los cielos”.

Quizás debamos aceptar que todo sigue atado y bien atado y que la farsa democrática en la que vivimos desde aquel 20 de noviembre de 1975 es el único futuro que los españoles podemos esperar. Como dice el bolero del cantautor cubano Osvaldo Farrés: “Quizás, quizás, quizás…”

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