La serpiente que se muerde la cola
Guadi Calvo*. LQS. Marzo 2021
Quienes han seguido con atención la cuestión libia desde iniciado la entente que terminó con el gobierno del coronel Muhammad Gaddafi y se continuó en una guerra civil que se mantiene hasta hoy, no tiene demasiados elementos para confiar…
Mientras las cúpulas de poder tanto nacionales como extranjeras, festejan los acuerdos de un alto el fuego en el conflicto libio, una guerra que no solo promovieron, sino que fueron activos participantes y de la que se enriquecieron, utilizando para sí los “generosos” aportes de gobiernos occidentales, naciones seudo democráticas, monarquías árabes, entes internacionales y diferentes holdings, fundamentalmente del área petrolera, que van por los ricos recursos naturales del país en disección, el ya tan meneado petróleo y uno todavía mucho más importante, para los tiempos que viene: agua, así a secas, ya que Libia posee uno de los acuíferos más ricos del mundo.
Tras los acuerdos alcanzados en la ciudad suiza de Ginebra, el pasado cinco de febrero, los 74 delegados de los diferentes grupos armados, con más o menos capacidad de fuego, eligieron a los hombres que tendrán la difícil tarea de llevar al país, una vez más, a las elecciones establecidas para el próximo 24 de diciembre.
Sin duda en muchos gabinetes del mundo “civilizado”, los mismos que con metodología y esmero se plantearon hace más de una década la destrucción de la nación –que hasta febrero de 2011 fue modelo y ejemplo de los países del Tercer Mundo–, a velocidad de vértigo ya deben estar comenzando a trazar planes multimillonarios de reconstrucción, los que deberá pagar el pueblo libio.
El nuevo gobierno ungido en Ginebra, compuesto por hombres del establishment provenientes de la política, la diplomacia y la empresa privada, como es el caso del Primer Ministro Abdul al-Dbeibah, cuya familia posee empresas constructoras y medios de comunicación, el mismo que en tiempos de Gadafi dirigió la constructora estatal Libyan Investment and Development Company (su nombre aparició en los Panamá Papers), Mohammad Menfi, ex embajador en Grecia, como presidente del Consejo de la Presidencia, Mossa al-Koni líder tribal de la provincia sureña de Fezan y Abdullah al-Lafi, diputado del Parlamento de Tobruk, ambos a cargo de la vicepresidencia.
Quienes han seguido con atención la cuestión libia desde iniciado la entente que terminó con el gobierno del coronel Muhammad Gaddafi y se continuó en una guerra civil que se mantiene hasta hoy, no tiene demasiados elementos para confiar que este proceso desemboque en la pautada elección de diciembre ya que los diez meses que deben trascurrir hasta entonces, en tiempos libios son eras geológicas, por lo que podría suceder cualquier imprevisto o no tanto.
Como muestra de lo dicho es necesario señalar que las nuevas autoridades libias ya han pactado con los líderes de las muchas milicias que operan o bien por la propia o quien los conchabe. La gran mayoría de ellos responsables de crímenes de lesa humanidad, como asesinatos masivos, secuestros, detenciones arbitrarias, tortura, violaciones, desplazamientos forzados y tráfico entre otras “vituallas” de personas, droga, combustibles y armas.
Tras la operación aérea de la OTAN, que terminó con la Jamahiriya (Estado de las Masas), propugnada por el Coronel Gaddafi, y al calor de la anarquía reinante, entre los miles de mercenarios aportados por Arabia Saudita y los miles de jóvenes libios que, perdida cualquier posibilidad de futuro y gracias al armamento llegado desde el exterior, en la actualidad se calcula que existen en el país cerca de 30 millones de armas, se configuraron centenares de pequeñas organizaciones armadas, que se estructuraron según las necesidades del “señor de la guerra” que las pague, bien podía ser el General Khalifa Hafther, el propio Daesh o los políticos financiados por Naciones Unidas como al hasta ahora jefe de gobierno de Trípoli, Fayez al Sarraj.
Ninguno de los gobiernos que se levantaron en estos último diez años tanto en Trípoli, Bengasi, Tobruk o Sabha (Fezan) ha podido, ni querido, terminar con las siempre útiles bandas armadas. Durante una década, se han sacrificado la rendición de cuentas y la justicia en Libia en armadas, y por lo que parece este gobierno recién surgido en Ginebra tampoco parece muy interesado en deshacer estos grupos, sino todo lo contrario, ya que apenas echado a rodar ya se conoce que ha integrado a verdaderos criminales de guerra a sus equipos.
La violencia, es mi trabajo
Los sucesivos gobiernos que han continuado a la caída del Coronel Gaddafi, han incorporado a las nóminas oficiales de Ministerios como de Defensa o del Interior, independientes del ejecutivo, a comprobados asesinos y criminales, líderes de bandas armadas de la que cuesta entender, si son simples delincuentes o jugadores claves en del extraño juego de la guerra libia. Los nuevos gobernantes, a pesar de conocer muy bien esta realidad, los van a mantener en sus puestos.
En enero pasado, el Gobierno de Acuerdo Nacional con sede en Trípoli, tributario de Naciones Unidas, integró a Abdel Ghani “Gheniwa” al-Kikli, jefe de la milicia Fuerzas de Seguridad Central de Abu Salim (una de los barrios más populosos y violentos de la capital) como director en la oficina Autoridad de Apoyo a la Estabilidad, que responde directamente a la presidencia, es decir el hombre de la ONU, Fayez al Sarraj. El adjunto a Gheniwa, en su nuevo cargo es Haitham al-Tajouri, líder de la Brigada de Revolucionarios de Trípoli, también con un largo historial en la violación de derechos humanos.
Trípoli, ya en 2018, había incorporado al estamento gubernamental a la Rada (Fuerzas Especiales de Disuasión), fueron integradas en el Ministerio del Interior en 2018 y, en septiembre de 2020, bajo la fachada de ser una unidad de policía militar, especializada en secuestros, de corte fundamentalista está dirigida por de Abdel Raouf Kara, un criminal muy activo desde la caída del Coronel. Amnistía Internacional, al igual que otras organizaciones, han documentado la participación de Rada en secuestros, desapariciones forzadas, torturas, asesinatos, y ataques contra la libertad de expresión y contra las mujeres que no se someten a la sharia. En septiembre de 2020, el Gobierno de al-Sarraj (ONU) ascendió a Emad al Trabulsi, que dirigía la milicia Seguridad Pública, a la dirección de inteligencia a pesar de que él y su grupo están implicados en numerosos hechos criminales.
Tampoco han sido juzgados los miembros, ni lo serán, de las milicias con base en la ciudad de Misrata, responsables de numerosos crímenes de guerra, entre los que se cuentan los ataques a la ciudad de Tawergha, en 2011, hoy una ciudad fantasma, ya que obligaron a más de cuarenta mil civiles a huir de sus hogares, por su apoyo al Coronel Gaddafi, y hasta el día de hoy no han podido retornar a sus viviendas, siendo forzados a vivir en campamentos improvisados en el desierto.
Otro aliado del nuevo gobierno, es Mahmoud al-Werfalli, cabecilla de la Brigada al-Saiqa buscado por la Corte Penal Internacional por el asesinato de más de 33 personas, a quien han apañado las Fuerzas Armadas Árabes Libias (LAAF), otra banda criminal con cobertura oficial. Al igual que a los jefes de la Novena Brigada, pertenecientes a las fuerzas del mariscal Hafther, Ejercito Nacional Libio (LNA), también conocida como brigadas o khatibas al-Kaniat”, responsables de la masacre de Tarhuna, a cuyas víctimas han enterrado en fosas comunes, durante la fracasada avanzada de 2019, las que fueron descubiertas en junio del año pasado.
Con el intento de asesinato del poderoso ministro del Interior, Fathi Bachagha, de la Libia regida por Trípoli, del pasado domingo 21, se muestra que, si bien las cúpulas han podido llegar a un acuerdo, dicho atentando se deberá tomar como un aviso de que los cientos de bandas armadas, tantas veces utilizadas por el poder político, están reclamando su lugar y su parte del botín del saqueo a que el país de Coronel Gadaffi, está siendo sometido desde febrero de 2011, cuándo la serpiente se adueñó de Libia.
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