La tertulia del Café de Pombo cumple un siglo
Arturo del Villar*. LQS. Mayo 2020
El café sobrevivió a los continuados bombardeos de la aviación nazifascista contra la conocida como Capital de la Gloria, por su heroica resistencia, pero no consiguió superar los efectos de la piqueta especulativa
En 1920 pintó José Gutiérrez Solana un óleo sobre lienzo titulado La tertulia del Café de Pombo, destinado a ser histórico, por su valor particular como obra de arte y por reproducir a la más famosa tertulia cultural reunida nunca en España, la que se congregaba las noches de los sábados en el sótano del madrileño Antiguo Café y Botillería de Pombo.
Estuvo ubicado en el número 4 de la calle de las Carretas, a espaldas del entonces Ministerio de la Gobernación, a un paso de la Puerta del Sol. Estuvo sí, hasta 1942, en que fue destruido, por la desidia de los vencedores de la guerra hacia todo lo que significase cultura, cuando no odio, conforme a la doctrina nazionalsocialista que calificaba de “arte degenerado” al contemporáneo, quemaba públicamente las bibliotecas y detenía a los escritores y a los profesores universitarios. En 1939 se exiliaron los más importantes intelectuales españoles que seguían vivos, por necesidad de conservar su libertad lejos de la patria encarcelada.
En Zurich han convertido en un museo del dadaísmo el Cabaret Voltaire, en donde se reunían a partir de 1916 los escritores y artistas plásticos seguidores de Dadá, en torno a uno de sus muchos presidentes, Tristan Tzara, el más escandaloso de todos. En Madrid no queda vestigio de lo que fue Pombo, lugar de peregrinaje para los escritores y artistas llegados a la capital, desde que se inauguró la tertulia en 1912, hasta 1937, en medio de la guerra que significó el fin de tantas realidades hermosas.
El café sobrevivió a los continuados bombardeos de la aviación nazifascista contra la conocida como Capital de la Gloria, por su heroica resistencia, pero no consiguió superar los efectos de la piqueta especulativa. Y así Madrid tiene que conformarse ahora con un sucedáneo de Pombo, reproducido con mucho afecto, pero inevitablemente falto de aquel espíritu que debía de poseer el auténtico. El que se haya montado esa réplica, pobre sucedáneo de la realidad destruida, demuestra el valor de Pombo en la cultura madrileña. Es verdad que cuando cerró el café en 1942, los vencedores de la guerra mantenían otra igualmente destructiva contra los intelectuales, considerados enemigos peligrosos por su inclinación a la izquierda, a los que se debía extirpar de la nueva sociedad implantada por ellos.
El óleo centenario
Los testimonios que sí tienen el valor de lo auténtico y de lo culturalmente valioso, que no pudieron aniquilar los organizadores y triunfadores de la guerra, son el cuadro pintado por Solana, la mesa original en torno a la que se celebraban las tertulias, y los dos libros con la historia de Pombo, contada a su genial manera por el creador y director de la tertulia, Ramón Gómez de la Serna, quien quiso quedar en la historia de la literatura española solamente con su nombre. Y es verdad que cuando se escribe Ramón no se puede pensar en otro más que en él, pese a haber coincidido con una ilustre nómina ramonil en su tiempo. Por ese motivo Solana destaca su retrato central puesto en pie, apoyado en su libro titulado Pombo, y con una pluma estilográfica en el bolsillo superior de la chaqueta, para delatar su condición de escritor.
La mesa principal a cuyo alrededor se sentaban los contertulios, se guarda en el Museo del Romanticismo, y el cuadro pintado en 1920 por uno de los habituales pombianos, José Gutiérrez Solana, él mismo un personaje fabuloso de biografía alucinada, titulado La tertulia del Café de Pombo, se exhibe actualmente en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Es un óleo sobre lienzo que Solana regaló al pontífice de la sagrada cripta, y estuvo presidiendo las reuniones. En 1947 Ramón se lo donó al Estado español, y pasó a quedar expuesto en el Museo Español de Arte Contemporáneo, hasta su traslado a su actual emplazamiento.
Junto a Ramón quedan retratados Mauricio Bacarisse, Tomás Borrás, Manuel Abril, José Bergamín, el venezolano Pedro Emilio Coll, Salvador Bartolozzi, José Cabrero Mons y el propio pintor, que se autorretrató a la manera de Velázquez y Goya en sus representaciones de familias reales.
Como toda la pintura de Solana, es un cuadro de aspecto tétrico, que más parece escenificar un velatorio que una tertulia artística. La culpa es del pintor, un hombre triste reconcentrado en sí mismo, con el que no se podía mantener una conversación porque no hablaba, de siniestra sonrisa, muy cargado de espaldas y con cabeza rústica, según lo describió Ramón con su prosa fotográfica. El hecho de estar en un sótano mal iluminado añade lugubrez al ambiente. Sin embargo, a juzgar por el relato contenido en los dos libros escritos por Ramón sobre el café, siempre dominó el buen humor en la tertulia, lo que se corresponde con el carácter del presidente y con su misma literatura, calificada de humorística por los críticos literarios, pero Solana era incapaz de sonreír y de observar que los demás lo hacían. Pese a ser tan opuestos los caracteres de Ramón y de Solana se entendían muy bien, porque se admiraban mutuamente y reconocían su ingenio respectivo.
El sobrenombre de sagrada cripta con el que era conocido el local de las tertulias se lo puso Ramón por tratarse de un sótano sin calefacción y escasa luz, pensando en las catacumbas en las que antiguamente se reunían los cristianos para librarse de las persecuciones contra ellos. Lo curioso es que el cuadro fue pintado sobre uno anterior que representa una escena de iglesia, con un retablo detallado en el altar y un sacerdote arrodillado ante él. Se ha descubierto gracias a una radiografía efectuada en el Centro de Arte, en la que se aprecian esos elementos primitivos. No podemos saber si fue una casualidad, o Solana se sintió influido por el nombre de sagrada cripta, y decidió reconvertir una escena eclesiástica en otra profana, pero con sobrenombre religioso.
Desde luego, los contertulios muestran un aspecto hierático que podría corresponder a una ceremonia religiosa, relacionada con una celebración funeral. Un tema recurrente en su pintura está integrado por los esqueletos, así como por las máscaras de carnaval, y es cierto que esos pombianos retratados en el lienzo más parecen máscaras que seres vivos. Podrían escapar del cuadro para tomar parte en una danza de la muerte o en un aquelarre, y precisamente en un sabbat. El pintor mismo se comportaba como un fantoche, y su biografía constituye una sucesión de anécdotas desatinadas.
Esta apreciación no impide considerar que el cuadro sea una excelente obra de arte. Se trata de constatar el aspecto de la tertulia reproducido en el óleo, por lo que sabemos en desacuerdo con el ambiente festivo habitual de los sábados, en el que no podía participar Solana debido a su idiosincrasia lóbrega que le hacía inmune a la alegría.
Quien contemplase el cuadro, inicialmente expuesto en la sagrada cripta, sin conocer su trasfondo, probablemente no sentiría ningún interés por tomar parte en una reunión tan lúgubre. La botella de Rhum Negrita Bardinet situada en el centro de la mesa, y las copas complementarias, no implican alegría y juerga, puesto que antiguamente, desde luego en la época de la pintura, los velatorios se celebraban en el domicilio del difunto, con el fin de acompañar a sus familiares hasta la hora del entierro, y para entretener el tiempo se ofrecían bebidas y dulces a los asistentes. Eso es lo que parece reproducir el cuadro de Solana, en vez de una tertulia cultural.
La historia escrita de Pombo
Y además del óleo pintado por Solana quedan para la historia del Antiguo Café y Botillería de Pombo los dos libros que le dedicó Ramón. En 1918 publicó el titulado simplemente Pombo, en el que relata a su manera, es decir con su estilo inconfundible, la historia del café y de los asistentes a las sesiones sabatinas. La edición, a costa del autor, se tiró en la Imprenta de Mesón de Paños, 8, según indica el pie por toda referencia, lo que permite pensar que se trataba de un taller modesto, que ni siquiera tenía nombre comercial propio, y adoptaba el de la dirección de la calle en que estaba ubicado. El responsable de la portada, poco agraciada, era uno de los pombianos, Rafael Romero–Calvet, “el otro Durero”, según el autor, con alguna exageración amistosa, vestido de luto y con aspecto de pájaro raro.
En el libro se autorretrató, alegando que si hablaba de todos los habituales no se podía quedar él sin unas páginas, y son muchas las que se dedica para explicar que tenía un tipo stendhaliano, de cara ancha y pequeña estatura, que no era escritor ni pensador ni nada más que un “mirador” con la facultad de meter la realidad dentro de él como un puro objeto de tránsito.
Lo sorprendente es que eludió referirse a su trabajo literario, y se limitó a delimitarse tal como él se veía y como le adivinaba Antonio de las Heras, un ciego habitual de las tertulias pombianas, a las que asistían fundamentalmente escritores y artistas, más algunos tipos raros siempre bien acogidos por las aportaciones originales que pudieran hacer a la conversación.
En 1924 publicó una segunda parte, titulada La sagrada cripta de Pombo, en una imprenta más importante, la de C. Hernández y Galo Sáez. Es independiente de la anterior, y continúa manteniendo su estilo simpático para dejar constancia de lo que fueron aquellas reuniones sabáticas que hicieron historia, eternizada en el óleo pintado por Solana y los dos libros escritos por Ramón.
Es obligado conmemorar el centenario de La tertulia del Café de Pombo, pero también debemos celebrar los 75 años de la muerte de su autor, acaecida el 24 de junio de 1945, si el corona virus lo permite, si no con algún acto público al menos en los medios de comunicación.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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