Lo que engorda, mata
Busquemos de nuevo las causas del hambre en el planeta Tierra. La crisis en el Cuerno de África nos obliga a ello y, ciertamente, tenemos acceso a informaciones claras y concluyentes que relacionan esta nueva hambruna a realidades no climatológicas, porque hasta la sequía imprevista responde a un cambio climático producido por una civilización industrial lejana y ajena a las personas allí sobreviviendo. La especulación alimentaria, la marginación de la agricultura campesina y autóctona de la zona, el acaparamiento de las mejores tierras por capitales extranjeros, la imposición de cultivos para la exportación, etc. son –repetidas- las peores catástrofes inventadas por la codicia del ser humano.
Y ahora que las tenemos ubicadas, ¿cómo las enfrentamos? Evidente, en primer lugar y con toda la energía posible, el análisis llama a una acción política -la soberanía alimentaria- para contrarrestar y evitar más hambres, más pobreza a cambio de tantas riquezas y de tantos empachos. En segundo lugar, y se insiste mucho en este tema, con nuestro consumo individual con el que también podemos ‘ejercer’ solidaridad. Efectivamente, tenemos fórmulas e iniciativas a mano para un consumo responsable: recuperar los mercados campesinos, las cooperativas de consumo, la alimentación de temporada y ecológica, etc. Y una, muy poco expuesta, difundida y defendida (quizás por ser de cajón, quizás porque está devaluada en nuestro pensamiento, quizás por recordar tiempos de penurias aún recientes, quizás por estar envuelta muchas veces con tintes religiosos) que, pienso, hay que recuperar: ‘la frugalidad’.
Las últimas décadas de nuestra civilización se ha rendido a los buffets para atiborrarse a precio fijo; a las comilonas en días festivos y el empacho posterior; a las bacanales de calorías en cruceros, bodas y comuniones; a las palomitas y refrescos de tamaños XXL; al compre dos y llévese tres; y en definitiva, al culto desmedido a comer sin medida.
Pensemos, no sólo en una cuestión de nuestra salud (la obesidad es un grave problema en nuestras generaciones) sino también en lo que representa.
Porque en un planeta finito donde los recursos para producir alimentos son limitados (tierra fértil, agua de riego, energía, etc.) los abusos y excesos para unos estómagos son finalmente alimentos que otras personas no podrán llevarse a la boca.
Sí, ciertamente, parece como cuando de pequeño no quería comer alguno de los platos de mi abuela y ella me decía, -cómetelo por los niños pobres de África, y yo no me imaginaba mi potaje de garbanzos viajando a Etiopia. Pues la abuela tenía razón. Y mucha, porque compartimos un planeta con un único metabolismo global. No es que el potaje viaje de Norte a Sur, es que la ración de merluza exagerada que nos preparamos puede provenir perfectamente de Namibia, donde se pasa hambre. Y si nos sirven un bistec enorme que es imposible de atacar, esa ternera ha estado alimentada con soja sudamericana en tierras que ya no producen comida para las gentes locales. Y así con mucha y mucha comida que acabamos desperdiciando. Exactamente, según estudios encargados por la FAO, cerca de un tercio de los alimentos que se producen cada año en el mundo para el consumo humano se pierden o desperdician. Se desperdician porque ‘no puedo más’; porque se compra para muchos días y se echa a perder; o por las normativas de caducidad. Se pierden muchos alimentos antes de ser comidos porque no dan la talla o el color exigidos por los supermercados o porque la cadena entre productor y el consumidor es tan larga que mucha comida perece en el intento.
Así pues, añadamos a nuestro catálogo de consumidores y consumidoras responsables la frugalidad, el comer lo justo y suficiente. Expulsar la cultura del despilfarro comestible. Porque, mientras no desmembremos este sistema alimentario totalitario, lo que engorda, mata.