Lo que pasó en el entierro de mi abuelo Rogelio

Lo que pasó en el entierro de mi abuelo Rogelio

El entierro de mi abuelo Rogelio terminó con otro muerto y dos heridos de arma blanca. Según mi padre esto fue así por la inconciencia de juntar a toda la familia.

-¿Qué esperabas, dos velorios?- dijo mi madre.

El problema fueron los chanchos. Después de la crisis económica, mi papá, la tía Marucha y el tío Blas decidieron ayudar a sus seis hermanos que vivían en el pueblo. La idea había sido de mi abuelo. Su gran sueño: “Rogelio e hijos, criadero de chanchos”.

Para el pueblo fue una sorpresa que del camión bajaran dieciocho chanchas y dos padrillos. Semejante inversión generó muchísimas dudas y, durante un buen tiempo, mi abuelo y mis tíos tuvieron que soportar los comentarios de que en el invernadero cultivaban marihuana. Pero eso no fue todo; también toleraron que el Carquincho, único policía del pueblo e hijo no reconocido de un seminarista ya emigrado, pidiera permiso para inspeccionar el lugar. Según mi padre, mi abuelo Rogelio aceptó con la condición de que el policía le mostrara la espalda, porque en alguna medida Rogelio estaba convencido que ese hombre tenía caparazón de carquincho, ya que de otra forma no había manera de que un niño hubiera soportado los azotes de la jarilla sobre la espalda. El Carquincho accedió de mala gana, pero para desilusión del abuelo tenía la piel rosada y suave de un bebé.

-¿Aloe vera?– dijo mi abuelo.

-No joda, don Rogelio, o ¿usted no piensa que no sé lo que dicen por ahí?

La inspección ocular del invernadero, en palabras del Carquincho, resultó negativa, y con las semanas los comentarios se desvanecieron.

Al poco tiempo, los padrillos sirvieron a las cerdas y todos esperaban el parto. Para decepción de la familia sólo nacieron nueve, porque la otra mitad de las cerdas murió antes de dar a luz, y eso fue lo que inició el enfrentamiento familiar. El abuelo Rogelio y los seis hijos que vivían en el pueblo llegaron a la conclusión de que la mitad que había muerto era justo la que pertenecía a mi tía Marucha, al tío Blas y a mi papá.

La tía Marucha fue la primera en viajar al pueblo y reunirse con mi abuelo. Según él, apenas los animales llegaron se encargó en persona de realizar las muescas en las orejas para identificarlos. La tía trato de conmoverlo: si mamá viviera esto tendría solución. Pero parece que el abuelo no la escuchó y le ofreció otro mate.

Cuando la tía Marucha regresó, mi papá le echó en cara todo lo que antes del viaje no pudo decir: vos siempre igual, metiéndote en problemas que tenemos que solucionar entre hombres. Mi mamá le puso la mano en la espalda de mi tía, que tenía los ojos llenos de lágrimas, y juntas salieron del living.

El tío Blas había visto la escena desde un rincón, con esa mueca de sonrisa que lo caracterizaba desde hace un tiempo. Pero no se reía de la situación: ese era su estado natural desde que el segundo infarto lo obligo a dejar de fumar definitivamente.

Mi tío trabajaba en Tribunales, y aunque nunca se recibió de nada en el pueblo lo llamaban Doctor. Aún más, desde que había entrado en ese estado de nirvana permanente, se multiplicaron los pedidos de las familias del pueblo; ya no sólo ayudaba  con los trámites en la ciudad, si no que también viajaba para hacer de mediador en conflictos familiares. El tío Blas se convirtió, luego del incidente, esas palabras utilizaba, en lo contrario de mi padre. Mientras Blas tenía los rasgos de mi abuela, retacón, de piel oscura y el pelo enredado que a veces parecía una peluca, mi padre se parecía más a mi abuelo. Y a las marcadas diferencias físicas, el incidente agregó diferentes formas de reaccionar. El tío comenzó a utilizar la frase que, según comentaban, siempre repetía mi abuela: cuando uno no quiere dos no se pelean. También resaltaba su nuevo vocabulario, y ya no llamaba la atención escuchar de su boca palabras como mediación o apelo a su honestidad. Pero como mi papá todavía era el mismo de siempre, la mayoría de sus discusiones terminaban con la amenaza de romperle la cara a trompadas.

Blas se sentó en el sillón donde había estado tía Marucha. Papá, todavía vestido con uno de los trajes que usaba para ir a trabajar, se apoyó contra el escritorio y encendió un cigarrillo. Conversaron en voz baja para que las mujeres, que estaban en la cocina, no pudieran escuchar. Al terminar de hablar, mi papá golpeó la espalda del tío Blas con la palma de la mano abierta: hecho, viajas vos.

A mi tío Blas le hubiera gustado ir en tren, no solo por la comodidad de que la casa del abuelo Rogelio quedaba cerca de la estación, sino porque el tren le traía recuerdos de su infancia. Pero el pueblo había cambiado, el tren ya no circulaba y el caserío se mudó al costado de la ruta donde estaba la estación de servicio. El ómnibus llegó a la medianoche y el tío Blas se bajo justo ahí.

Como siempre, lo primero era el gran cartel luminoso de la Shell. Luego otro cartel, un pedazo de chapa escrita con aerosol bajo una lamparita de setenta y cinco watts: “Taller de José. Atiendo 24 horas.” A José lo consideraban, en el pueblo, y en palabras menos diplomáticas, un tipo con suerte. Según mi abuelo, pasó de atender las camionetas del Concejal a todos los bichos con ruedas que pasan por la ruta.

Al poco tiempo José se convirtió en uno de los tipos más ricos del pueblo. Intentó diversificar sus inversiones y probó suerte con un campo. Sembró frambuesas y volvió a sentarse en la puerta de su taller. Algunos viejos, entre ellos mi abuelo Rogelio, se acercaron a decirle que no descuidara el campo, pero José estaba convencido que cuando él volviera para cosechar, las frambuesas lo estarían esperando. Más allá de su dejadez, de una helada inesperada y del hecho que en esa tierra seca y arenosa no se puede sembrar, lo único que encontró a su regreso fueron algunas ramitas que no sobrepasaban los cinco centímetro. Pero no se dio por vencido: lo primero que levanta el dinero es la autoestima, decía José. Decidió cambiar de rubro y se fue en su camioneta doble tracción hasta lo de Gladis, quien al decir del sacerdote, era el diablo en carne y hueso. Pronto llegaron a un acuerdo: José pintó el frente de la casa y por intermedio de mi tío Blas compro diez pufs y un colchón con resortes. Pero la sociedad no duro mucho: en las partidas de truco que se hacían los sábados en el club del pueblo, José llegaba a apostar turnos con Gladis y hasta, si estaba de muy mala suerte, pases libres por todo un mes. En definitiva, su mejor inversión fue con el Concejal: José colaboraba en el financiamiento de las campañas de cada reelección y era su principal vocero, lo que se supone le daba una generosa compensación.
El tío Blas bajó del ómnibus y José se le acercó, le dio la mano y con la otra hizo una seña para que uno de los chicos del taller se hiciera cargo del bolso. En otra época mi tío lo hubiera mandado a la mierda, pero, en su nueva vida, optó por una mirada complaciente y una sonrisa.

José dio un breve informe sobre las novedades: se iluminó la plaza principal, se pintó el cartel de bienvenida, supongo que lo viste al llegar, y estamos buscando un predio para construir un Salón de Usos Múltiples con dos baños. Para terminar, José le dijo que sus hermanos y también el abuelo Rogelio estaban en el club.

El tío Blas ni siquiera ingresó al club, miró por la ventana y, según sus palabras, los integrantes de la otra parte en conflicto no se encontraban esa noche en condiciones de mantener una negociación. Dejó que siguieran bebiendo en el club, fue hasta su casa, tiró un colchón en lo que desde hacía cuarenta años era su habitación, y antes de dormir llamó a mi padre para informar el estado de las cosas.

Por la mañana, cuando Blas entró en la cocina, el abuelo Rogelio lo saludó como si nunca se hubiera ido de la casa. Juan, el menor de los hermanos de Blas, hizo lo mismo y emprendieron la rutina de tomar mate en la galería: dos columnas de álamo sostenían una viga de quebracho y el techo de caña y paja; allí estarían hasta las ocho, hora de comenzar las tareas.

El tío Blas esperó a que lo invitaran y al final decidió salir a la galería con una silla, y, ya desde antes de sentarse, empezó a hablar del significado de la familia en las sociedades actuales. Rogelio y Juan tomaban cada uno de su mate mientras veían cómo se revolcaban los chanchos en el barro. Cuando Blas dijo la palabra conflicto, Rogelio sacó su facón y lo dejo sobre la mesa; mi tío Juan hizo lo mismo. Blas no sintió temor, pero por las dudas recordó el vínculo que los unía: mamá no hubiera dejado que nos distanciáramos por esto. Como el silencio se mantenía, propuso alguna de las soluciones que habían convenido con mi papá. A la idea de que con los primeros ingresos se compraran más chanchas, el abuelo Rogelio se sirvió otro mate y el tío Juan también. Entonces Blas presentó otra idea: que las primeras crías, que justamente eran nueve, pasaran a pertenecer a los hermanos de la ciudad. Primero Rogelio, y después el tío Juan, lo miraron y sonrieron.

-Dada la situación –dijo Blas– no me dejan más alternativa que reclamar el dinero.

Ninguna respuesta. Ninguna sonrisa, y ahora ni siquiera tomaban mate.

Para que el silencio no se le hiciera tan pesado, mi tío Blas agregó:

-Puedo ofrecer un plan de pagos…

El abuelo se puso de pie y dijo:

-No moleste; si no, voy a tener que pegarle como a cualquier desconocido…

Luego de eso fue a alimentar a los chanchos, seguido por mi tío Juan.

El día del entierro, la primera discusión la tuvieron mi papá y la tía Marucha, que pretendía cargar el cajón. Para mediar, el tío Blas cedió su lugar y decidió no ir al cementerio. Así que mientras el cajón con mi abuelo Rogelio salía por la puerta principal, Blas pasó por la cocina, tomó un pedazo de pan casero, cruzó la galería y siguió hasta el corral de los chanchos. Mientras les tiraba pedazos de pan, vio que el cortejo fúnebre pasaba por la calle lateral de la casa.

A mitad de cuadra, el grupo se detuvo y el cajón se cayó y, entre gritos, el tío Juan corría de regreso a la casa, seguido de cerca por el carquincho, mi papá, y el resto de los hermanos. Según mi mamá, que tiene la teoría de que nadie la escucha, ella alcanzó a decirle a Juan que no era cierto que el tío Blas estuviese envenenando a los chanchos. Pero nadie pudo hacer nada. En unos segundos, Juan y Blas ya estaban frente a frente debajo de la galería. El tío Juan logró hacerle un corte a Blas antes de que éste pudiera agarrar una silla para defenderse.

-Alto carajo –gritó el carquincho, pero nadie le presto atención.

El tío Blas, que ahora sí se defendía, le recordaba a Juan con desesperación que eran hermanos. Pero nada detenía a Juan, ni las mujeres que gritaban ni los hombres que intentaban controlarlo sin salir lastimados. Mi papá, que se animó a encararlo de frente, recibió un corte en la mano donde por suerte tenía un pañuelo como protección. El carquincho aprovechó la oportunidad y atrapó al tío Juan por atrás con un fuerte abrazo. Juan, al retroceder, hizo que el carquincho se golpeara contra una de las columnas, y repitió varias veces el movimiento mientras el carquincho resistía. Lo que no resistió fue la columna, que cedió y el techo comenzó a caer mientras todos se dispersaban. Cuando la viga de quebracho le aplastó la cabeza al carquincho, más de uno en mi familia, que no creía en la palabra del abuelo Rogelio y tenía muy buenas razones para no creer, habrá pensado en levantarle la camisa y mirarle la espalda. 

 

LQSRemix

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Nos obligan a molestarte con las "galletitas informáticas". Si continuas utilizando este sitio aceptas el uso de cookies. más información

Los ajustes de cookies de esta web están configurados para "permitir cookies" y así ofrecerte la mejor experiencia de navegación posible. Si sigues utilizando esta web sin cambiar tus ajustes de cookies o haces clic en "Aceptar" estarás dando tu consentimiento a esto.

Cerrar