Los prescindibles: la muerte en Lampedusa
Hace más de cuatro años, el ejecutivo de un probado mafioso, Berlusconi, impulsaba la entrada en vigor de una legislación que catalogaba un extrañamente implacable catálogo de multas y de vías para atender la casuística de los inmigrantes e indocumentados (literal), eufemismo que esconde un único mecanismo para expulsar, con la rapidez de la que adolecen la solución de otros problemas, a los indocumentados. Una vez más el mundo al revés: el político corrupto poseyendo el báculo que le otorga el absoluto poder sobre los indefensos. Esa misma ley, el fiel de la balanza que se supone garante de derechos y obligaciones de los ciudadanos, invita, con multas y sanciones, a los funcionarios públicos a denunciar a los ilegales, señalarlos con el dedo y evitar así se declarados culpables, por la ley Bossi-Fini, de complicidad con la inmigración ilegal, delito en el que se incurre automáticamente cuando alguien asiste a las víctimas inmigrantes del naufragio de una embarcación.
La ley, especialmente con los indefensos (¿o debería decir “únicamente” con ellos?), teje marañas crueles de las que no es fácil salir una vez quedamos atrapados en sus articulados incomprensibles y sus epígrafes amenazantes. La ley Citada, Bossini-Fini, llamada así en “honor” a los ministros que laidearon, se muestra hipócritamente generosa con los inmigrantes, como hace con ellos usualmente, y enuncia su voluntad de integración, no excluyente, a la vez que, en otro articulado y casualmente, aumenta el número de años que un inmigrante ha de permanecer en Italia residiendo para obtener la soñada residencia definitiva. Dibujar legalmente un horizonte tras el que se adivina el paraíso, articularlo, legislarlo y, en paralelo, sembrar de obstáculos el viaje hacia él para que los prescindibles, los que no cuentan, los que aportan problemas, no lo alcancen jamás.
Y mientras el estado, lavándose las manos, mirándose orgulloso e hipócrita al espejo a la vez que pronuncia su autoafirmación engañosa: soy un estado justo.
El país regido por un mafioso corrupto, miembro de una vieja meretriz, Europa, que consiente consciente la prostitución política y los favores que encumbran a los que tienen en su mano nuestra supervivencia al día a día, habla de leyes, de justicia, de apelar a la unión de Europa y otras mentiras en estos días de muerte.
Antes de hoy, ese estado, que no es peor, por muy abominable que nos parezca, que el que nos oprime desde su mayoría absoluta, se molestó en dictar leyes que aceleran, sospechosamente, la expulsión de los irregulares, aquellos no tienen permiso de residencia o los visados en regla, mediante un procedimiento que el estado denomina, ironía de las ironías, acompañamiento a la frontera, otro negocio para los corruptos, incluido el estado español, que compran a empresas amigas, o fletan con ellas, los aviones en los que se acompaña con ternura social a los irregulares para expulsarlos de la limpia realidad en la que, supuestamente, vivimos los otros, los regulares.
Son los prescindibles que Saramago nombró y abrazó, como víctimas de una sociedad enferma de ceguera. 5.192 cadáveres que se amontonan, con los que no alcanzaron la costa de Lampedusa, sobre la consciencia de Italia desde 2006. Más de 5000 prescindibles, muertos con nombre y apellidos, que no sabrán jamás, al igual que nosotros, dónde han ido a parar los 232 millones de euros oficialmente asignados por el fondo europeo para lo que los políticos llamangestionar el fenómeno de la arribada de inmigrantes en el 2010-2012, sumados a los 137 millones otorgados en 2013.
Prescindibles que en Italia, el país al que querían llegar, son los únicos a los que se les toma las huellas dactilares para incluirlos en el escaparate donde los buenos muestran a los malos, a los conflictivos, a los maleantes.
Todos somos, para el poder, prescindibles a los que se puede vencer porque estamos, si callamos, definitivamente ciegos.
“Cuando, al principio, los ciegos de aquí se contaban aún con los dedos, cuando bastaba cambiar dos o tres palabras para que los desconocidos se convirtieran en compañeros de infortunio, y con tres o cuatro más se perdonaban mutuamente todas las faltas, algunas de ellas graves, y si el perdón no podía ser completo, era cuestión de paciencia, de esperar unos días, bien se vio cuántas ridículas pesadumbres tuvieron que sufrir los infelices cada vez que el cuerpo les exigió cualquiera de aquellos alivios urgentes que solemos llamar satisfacción de necesidades”. Ensayo sobre la cegueraSaramago