Los Quijotes del Jarama
Nicolás Duran. LQSomos. Noviembre 2016
La luz de la luna caía sobre el Valle de Jarama la noche del 11 febrero. Desde el cerro se puede observar hacia el oeste la totalidad del mismo, con la densa línea de acacias tocando el horizonte y el río cruzándolo de lado a lado en dirección norte-sur. No es una noche apacible. Se oye a lo lejos, a pocos kilómetros de allí, el repiqueteo de las ametralladores, mientras el cielo se ilumina brevemente por el efecto de las explosiones provenientes del puente de Aranda, donde se sabe que los fascistas continúan su ofensiva.
Ya han pasado diez largos meses desde que Joaquín y Pedro dejaron su nativa Monterrey para embarcarse en una aventura y sumarse al Cuerpo de Voluntarios mejicanos que combaten en la XV Brigada Internacional. Atrás quedó la universidad, los amigos de la infancia, la calidez del hogar. Por delante está el sueño de un mundo nuevo, la revolución, el calor de una patria justa e igualitaria frente a la amenaza fascista que se apresta a devorar España y toda Europa. Diez largos meses en los que quedó atrás repartir panfletos con consignas revolucionarias, las largas vigilias debatiendo planes de lucha con sus compañeros. Para ellos llegó la hora de llevar a la acción sus ideales, en el lugar donde se ensaya el futuro del mundo en los años por venir, España.
Tras unos días en Madrid, el 6 de febrero, fueron convocados a acudir inmediatamente al sur, al Valle de Jarama, donde los franquistas han lanzado una ofensiva sorpresa. La capital española es el objeto más deseado, en sus alrededores se disputa más que el destino de la República, pues confluyen en la guerra los totalitarismos de Italia y Alemania, que pretenden ensayar sus planes para engullir al mundo entero. Para estos jóvenes idealistas, Madrid adquiere la dimensión de un continente. Tal es el contexto, que la defensa del Jarama es vital para que la ciudad resista.
Ya llevan más de cuatro días apostados en el cerro, sin entablar combate aún y a la espera de órdenes. Ambos cargan con sus fusiles y una mochila ligera con algunos efectos personales. Entre ellos, Pedro lleva un pequeño cuaderno que utiliza como diario, al cual le dedica un breve tiempo cada vez que los deberes militares se lo permiten. Joaquín en cambio, opta por dedicar su tiempo libre a la camaradería, siendo su pasatiempo preferido visitar a los brigadistas norteamericanos de la Abraham Lincoln, donde intercambia impresiones sobre sus vecinos países y discuten sobre política mientras juegan a las cartas. No lleva un diario, su objeto preciado es la fotografía de un amor que ha quedado atrás en su natal Monterrey.
La tensa paz de la noche es interrumpida por la llegada del capitán Mondragón. Cubierto de tierra se acerca a sus hombres a paso ligero, evidentemente portando noticias urgentes. -¡Atención camaradas! ¡La brigada Garibaldi ha detenido a los fascistas en el puente de Aranda!
Es interrumpido por un grito de júbilo de sus hombres. Joaquín y Pedro se abrazan con alegría.
-¡Silencio! Aún no he terminado. Logramos detenerlos en ese puente, pero el resto de las cargas que colocamos en los demás no detonaron. Han cruzado el río y avanzan por la carretera de San Martín de la Vega hacia Arganda… si toman el pueblo van a rodear Madrid por el sur. Para llegar deben cruzar la meseta de Morata, allí ya los está esperando el batallón Lincoln y tengo órdenes del General Pavlov de dirigirnos allí. Así que coged rápido vuestras cosas, en diez minutos hemos de partir.
Las caras de sus hombres abandonaron su previa expresión de alegría, inmediatamente se movilizaron hacia sus efectos personales, tomaron sus fusiles y se aprestaron a emprender la marcha. Joaquín echó una mirada a la fotografía, la guardó en su bolsillo y se dirigió cerro abajo donde ya esperaban varios de sus compañeros. Pedro hizo lo propio con su cuaderno de viaje, dejando la anotación diaria a medio terminar, tomó su fusil y siguió a su amigo en el descenso.
El lugar al que se dirigen, la meseta de Morata, se encuentra dentro del Valle de Jarama, al este del río, entre la localidad de San Martín de la Vega y Perales de Tajuña. La atraviesa una carretera con dirección al norte, hacía Arganda, ciudad que se ubica al sureste de Madrid. Si los fascistas los sobrepasan, la resistencia en la capital se verá seriamente comprometida.
Marchaban de a pie, el Cuerpo de Voluntarios no contaba con vehículo alguno, lo cual implicó dos horas a paso ligero para llegar a destino, lo suficientemente rápido como para adelantarse a las fuerzas enemigas y tomar posiciones. El capitán Mondragón ordenó a la compañía de Joaquín y Pedro que se parapetaran detrás de una hilera de rocas que les proporcionarían cobertura. Al norte de su posición, en la cota del “Pingarrón”, el Batallón Lincoln ya protagonizaba una encarnizada lucha contra el ejército franquista.
Ninguno de los dos contaba con una preparación militar adecuada para la batalla que se aproximaba. Ninguno de ellos era soldado, en Méjico eran estudiantes universitarios de Filosofía y Derecho. Habían partido juntos por su cuenta y al llegar a España se unieron al resto de sus compatriotas mejicanos en el Cuerpo de Voluntarios “Benito Juárez”, nombre con el que denominó en honor al reformista mejicano del siglo XIX. Apenas recibieron unos días de instrucción en Madrid, en los cuales se les enseñó el manejo del fusil y algunas nociones de táctica militar. Las Brigadas Internacionales en su mayoría compartían los mismos rasgos, provenientes de diversos países del mundo, no eran soldados sino jóvenes muchachos que con la utopía al hombro cruzaron el océano en busca de cambiar el mundo.
Pedro verificaba su fusil Máuser, cuando a lo lejos se comenzó a oír el motor de un carro de asalto. Los sublevados contaban con el apoyo de la maquinaria de guerra de Hitler y se rumoreaba que entre las tropas de la ofensiva franquista se encontraban varios tanques Panzer. Hizo una seña rápida a sus compañeros para que estuviesen alerta y todos apuntaron sus fusiles sobre las rocas en dirección a la línea de árboles de la que provenía el sonido. Todavía la luna cubría el valle y faltaban varias horas para el alba. El miedo campaba a sus anchas sobre la compañía cuando Joaquín comenzó a tararear muy bajito una canción, para darse ánimo a sí mismo y a sus compañeros, de modo que solo ellos lo oyesen. La canción la habían inventado los muchachos de la Lincoln, la habían conocido en una de sus visitas a los norteamericanos.
El solapado canto es interrumpido por las tropas franquistas que comienzan a salir detrás de la arbolada. Pedro abre fuego y abate al primer enemigo, seguido por el resto de sus compañeros que descargan su munición sobre los soldados que avanzaban corriendo hacia su posición. Se apresuran a recargar sus fusiles mientras decenas de enemigos se abalanzan en dirección a las rocas que los cubren, disparando también ellos, lo cual obligo a Joaquín a cubrirse para no ser alcanzado. Mantienen una posición ligeramente elevada lo cual les proporciona una ínfima ventaja.
La situación parece favorable cuando entre la arbolada aparece la silueta de un tanque Panzer que abre fuego sobre la posición de la compañía. Una columna de tierra se eleva sobre Pedro y cae sobre su cabeza. El capitán se acerca cuerpo a tierra a ambos muchachos con un bolso lleno de granadas y les da la orden de eliminar al blindado.
-Ustedes dos, cojan las granadas y rodeen a ese monstruo, nosotros hemos de darles cobertura desde aquí y vamos a distraerlo para que tengáis una oportunidad.
– Sí señor. Replicó Pedro, aún inseguro de la locura que estaba por emprender. Sea como fuere, si no eliminaban al tanque ninguno saldría vivo de allí.
Cuerpo a tierra, a hurtadillas, ambos compañeros comienzan a descender el terraplén, amparados por la oscuridad de la noche que impide que sean detectados. El capitán, aunque sabiéndolo suicida, ordena abrir fuego contra el tanque para generar una distracción mientras espera que sus hombres se acerquen a la bestia. El tanque no se mueve pero abre fuego contra la posición de la compañía republicana. Nuevas columnas de tierra se elevan en el terraplén mientras se oyen los gritos de los heridos en cada descarga del monstruo blindado.
Joaquín y Pedro llegan dificultosamente al costado del tanque sin ser vistos, vacilan un instante, se echan una mirada el uno al otro como queriendo darse valor y se incorporan velozmente. Trepan por uno de los lados del tanque, levantan la escotilla y lanzan el paquete lleno de granadas en su interior, tras lo cual bajan corriendo velozmente rumbo al campo camino de regreso al terraplén. El estallido inmediato estremece a ambos bandos cuando la bestia arroja su último rugido.
Ambos compañeros regresan con celeridad y se encuentran rápido en el terraplén. La explosión del Panzer estremeció al adversario y les dio la oportunidad de volver a sus posiciones corriendo. Sin embargo, lejos de acabar el combate, varias decenas de enemigos ascienden rumbo a ellos. Ya casi no quedan municiones y el enfrentamiento con el tanque dejó una buena cantidad de heridos. El capitán ordena preparar las bayonetas, tras lo cual, se desencadena una enfrentamiento cuerpo a cuerpo por el dominio de la posición. Pedro y Joaquín combaten espalda contra espalda para cubrirse, logrando sobrellevar los primeros encuentros. Sin embargo, el primero de ellos es alcanzado por una bala que roza su cuello y lo deja mal herido en el suelo.
Quedan ya un puñado de combatientes, el capitán yace caído en la roca contigua. Joaquín se dispone a defender a su amigo junto a él, cuando los dos últimos enemigos arremeten. Logra disparar su última bala contra el primero de ellos pero el segundo logra clavarle su bayoneta, tras lo cual, el joven malherido, en un último esfuerzo antes de caer, saca su cuchillo y acaba con el último atacante. Ya en el suelo, se arrastra hacia su compañero.
– ¡Pedro! ¡Pedro! ¿Estás vivo?.
– Si, pero creo que esta herida es cosa seria.
– Estoy igual que tú. No creo que nadie vaya a venir por nosotros pronto. Replica Joaquín.
– Pues tampoco lo creo. Vaya locura hicimos esta noche. Hemos derrotado a los fascistas, hasta volamos ese tanque. Vinimos a esto, ¿no? ¿te arrepientes de haber dejado tu casa?
– No hermano, no me arrepiento ni un momento. Mejor escribe antes que sea tarde en ese cuaderno tuyo lo que hicimos esta noche.
Pedro intentó reírse acuciado por el dolor. –No creo poder escribir así. Se arrastró unos centímetros para alcanzar su bolso y sacó su cuaderno, mientras Joaquín hizo lo suyo sacando de su bolsillo la foto de María, poniéndose a contemplarla.
La mañana despuntó sobre el Valle del Jarama. Los combates parecen haber cesado desde hace unas horas, por lo cual el ambiente parece imbuido de una frágil paz, mientras el olor a pólvora denuncia los horrores acontecidos la noche previa. Una compañía de soldados republicanos camina por el valle en dirección a una arboleda donde se divisan los restos de un tanque, cuando llegan a un terraplén en el que encuentran decenas de cuerpos, fascistas y brigadistas, que se enfrentaron la noche previa. El capitán ordena a sus hombres que separen los cuerpos de sus caídos y les identifiquen para darles sepultura. Sin embargo, se encuentra con la contrariedad que ninguno de ellos lleva elemento alguno que permita identificarles. Contrariado, detiene su mirada en dos de ellos que yacen contiguamente. El primero lleva en sus manos la fotografía de una bella mujer de tez blanca y cabello oscuro. El segundo una libreta y un lápiz caído a su lado. El capitán lo toma y le da una breve lectura, llegando a la conclusión que esos dos jóvenes provienen de Monterrey, Méjico. También toma conocimiento de los pormenores de la batalla que ocurrió allí durante la noche. Sin embargo, en ninguna parte del cuaderno logra encontrar los nombres de los susodichos ni de los miembros de la compañía. Ante tal situación se pone a pensar en estos jóvenes, repara que cruzaron el océano para venir a luchar a su país, no son soldados, sino migrantes que por voluntad propia han dejado sus hogares para pelear una guerra a miles de kilómetros. ¿Qué loco hace una cosa así? Él sabe de refugiados y migrantes que huyen de la pobreza o la guerra pero nunca vio algo similar, que simples ciudadanos, hombres y mujeres lo dejen todo y migren para luchar una guerra por una utopía. Luego se acordó que hace poco había leído el Don Quijote de la Mancha de Cervantes, y que aquel también era un loco parecido, que en tiempos donde ya nadie creía en nada ni nadie se jugaba el pellejo por un ideal, se llamó así mismo caballero y salió al mundo a pelear contra molinos gigantes, defendiendo valores que otros consideraban perdidos. Tras dicha reflexión y ante la contrariedad de no poder identificar a ninguno de los dos jóvenes que yacían frente a él, ordeno a sus hombres darles sepultura bajo la siguiente inscripción: “Aquí yacen los Quijotes del Jarama”.