Maruja Mallo, mujer de veinte almas

Maruja Mallo, mujer de veinte almas

Carlos Olalla*. LQS. Noviembre 2018

Para Maruja la vida era arte y todo cuanto estaba a su alcance era un lienzo en blanco sobre el que dejar su impronta, empezando por su propio cuerpo siempre adornado con los colores más atrevidos

Desconocida para los más o simple amiga de personajes tan ilustres como Lorca, Dalí, Neruda o Warhol y apasionada amante de Miguel Hernández y Rafel Alberti, Maruja Mallo es para el arte una de las figuras más importantes y representativas del siglo XX. Gallega de nacimiento y ciudadana del mundo por convicción, vivió a contracorriente defendiendo su libertad y su independencia por encima de todo. Perteneciente a la generación del 27, esa generación que ha ninguneado y olvidado a sus mujeres, integrante de la escuela de Vallecas y del movimiento surrealista, y creadora de lo que ha venido a conocerse como las sinsombrero, Maruja Mallo rompió con todo y con todos para hallarse a sí misma. De su Galicia natal pasó al Madrid creativo y exaltado de la República donde formó parte de las misiones pedagógicas. De allí el destino la llevó a París y más tarde al exilio argentino. Su inquebrantable espíritu creador la llevó a Nueva York cuando Nueva York era Nueva York y no un gris destino turístico de hípsters y horteras sin remedio. Cuando en 1962, tras veinticinco años de exilio, regresó a Madrid se dio cuenta de que era una perfecta desconocida. El régimen franquista la había condenado a la marginación y el olvido.

Una pequeña galería de arte que compaginaba excelentes exposiciones con la más activa conspiración antifranquista, la galería Mediterráneo, acogió la primera exposición de esta artista singular y desenfadada que jamás se plegó a nada ni a nadie. Radicada ya definitivamente en Madrid, fue en sus últimos años de vida cuando recibió homenajes y honores que ella aceptó sin excesivo entusiasmo. Tuvo que ser duro, muy duro, para una personalidad como la suya encontrarse con la mediocridad imperante en los resquicios de lo que había sido el bullicioso y revolucionario Madrid republicano. Continuamente se la podía ver recorriendo los interminables pasillos del museo del Prado, último reducto, quizá, de aquella España que podía haber sido y no fue. El Gran Café Gijón, oasis de intelectuales y artistas del Paseo de Recoletos en el que, pese a la represión y la censura, todo podía pasar, fue la nueva República de aquella mujer desde que regresó a Madrid. Cuentan los viejos del lugar que la creadora de la serie “las moradoras del vacío” no faltó ni un solo día a su cita con las animadas tertulias de café, copa y puro que marcaron la vida de aquel emblemático e imprescindible café en el que pintores, poetas y cineastas sin un duro invitaban ostentosamente a sus conquistas haciendo el gesto de pagar la cuenta aunque nunca entregaran dinero alguno, gesto que era generosamente correspondido por los camareros, cómplices en mil y una batallas que, para no desfacer el entuerto y permitir que aquellas conquistas arribasen a buen puerto, incluso devolvían el cambio de un dinero que jamás recibieron.

Imposible reflejar en unas pocas páginas las extraordinarias vivencias y la apasionada personalidad de esta mujer de sangre feminista y huesos republicanos. Basten un puñado de anécdotas que protagonizó en su adorado Café Gijón, para esbozar la semblanza de esta moradora del vacío que nos habitó a cuantos amamos la libertad y el arte. En aquel café sin tiempo ni silencio sus apariciones eran célebres desde que, tiempos ha, había ganado un estrafalario concurso de blasfemias organizado por los más viejos del lugar. Nadie pudo estar a su altura. Más de una vez apareció por allí, amante del nudismo como era, vestida con un imponente abrigo de nutria blanca sin nada debajo. Lo de ir desnuda era inherente a su personalidad. Siempre contaba que un día, en su casa, vio por la ventana cómo su vecino admiraba ojiplático su pequeño cuerpo desnudo y ella, lejos de interrumpir aquel ejercicio de voyeurismo vecinal, se fue a su habitación para ponerse la única prenda que la situación merecía: una preciosa gorra que le había regalado Alfonso Guerra. Para Maruja la vida era arte y todo cuanto estaba a su alcance era un lienzo en blanco sobre el que dejar su impronta, empezando por su propio cuerpo siempre adornado con los colores más atrevidos. Cuando una vez le preguntaron quién era Maruja Mallo ella, socarrona como siempre, contestó: yo soy veinte almas. Era adorada por todos en el Gijón,su Gijón, desacralizada catedral de tertulias y avatares que seres como ella han hecho inmortal.

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