Mi día del fin del mundo
El hombre, en su semiinconsciencia, entre vómito y vómito de sangre sobre el sucio asfalto de la calle, observaba a duras penas un espacio donde, recortándose sobre el azul intenso del cielo, sábanas y prendas íntimas de mujer colgaban de las cuerdas del tendedero, flotando como banderas en aquel breve paisaje de balcones de barrio trabajador.
Entre la visión de prendas de distintos colores también se producían algo así como breves proyecciones cinematográficas, cuando cerraba los ojos: secuencias de su vida pasada; paisajes, rostros de seres amados, camaradas del Partido, caras de personas hacía años desaparecidas. Ahora venía a confirmarse que, en la hora de la muerte, la vida de uno se proyecta ante sí, desfila como en la pantalla de un cine: cerraba los ojos y las caras y los paisajes de su vida, los talleres donde había trabajado en su juventud, los tranvías de la infancia, la playa donde perdió una noche la virginidad; todo se deslizaba, como desfila un paisaje delante del parabrisas cuando nos adentramos en una autopista y los árboles, las montañas, los ríos y los animales que pacen en los prados van quedando atrás en las ventanillas de nuestro vehículo. Así, pudo reconocer los rostros de mujeres con las que tuvo amores, compañeros de la unidad en la que prestó el servicio militar; los rostros amados de los padres -tanto tiempo ha desaparecidos-, los rostros de los hijos, de los que jamás se despidió, las horas del miedo en las grandes manifestaciones, cuando se mascaba en el aire que la policía iba a cargar de un momento a otro. También creía percibir como un murmullo de gentes, el zumbido de una sirena distante –probablemente la de la ambulancia que corría en su búsqueda, en un vano intento de salvarle la vida, que se le escapaba por momentos-.
Minutos antes fumaba todavía su último cigarrillo allí arriba, en uno de aquellos balcones que se recortaban sobre el azul del cielo. Observaba a la gente del barrio entrar en las tiendas, el merodeo de los perros, el paso de los vehículos de reparto; Miguel, el librero del barrió, apoyado en la pared exterior de la librería, donde él, bastante más joven, habría adquirido aquella edición clandestina del Manifiesto Comunista, además de los numerosos libros de la Editorial Ruedo Ibérico que se acumulaban, ahora sin dueño, sobre la estantería del pequeño salón, junto al poema jamás terminado.
Los ecos de la sirena cada vez resultaban más audibles, más cercanos, así como los murmullos de los curiosos que se agolpaban a su alrededor, sin atreverse a tomar una decisión, mientras él se precipitaba en un pozo de tinieblas cada vez más profundo. En tanto, en aquella pantalla que se abría ante su subconsciente, atrás iban quedando los días de las partidas de ajedrez en el local de la Agrupación, las horas luminosas de los baños en el río, los colores de las banderas en los días de las manifestaciones, tras legalizarse el Partido; rostros conocidos a los que renunció poner nombre; los días de las películas de John Ford, Fritz Lang, Losey, Ken Loach, en la Filmoteca; la caja de los medicamentos, el viejo gato, ahora sin protector, el busto de arcilla de Lenin, adquirido en una lejana Fiesta del Partido, la última notificación del banco, notificándole que se hallaba en números rojos y que debía pasarse por la agencia para regularizar su situación. El rostro de ella, que no alcanzó a leer nunca, porque la muerte la alcanzó antes, la carta en la que le comunicaban el fatal despojo, las voces de Joan Baez, Carlos Cano, Paco Ibáñez; Pablo Guerrero, cantando aquello de…tiene que llover, tiene que lloveeer, a cántaros…El recuerdo de las entrañables horas del descubrimiento de La trilogía del vagabundo, de Knut Hamsun, el luminoso y combativo Miguel Hernández de Viento del pueblo, las horas del hallazgo de Campos de Castilla, las horas pasadas en la Puerta del Sol con los camaradas, exigiendo justicia y reparación por los fusilados y los represaliados durante la dictadura franquista. Memoria de la textura de aquellos árboles de la infancia, con cuya corteza, de niños, construían pequeñas canoas que dejaban correr por los pequeños arroyos que se formaban cuando llovía. ¿En qué colegio mayor había visto representar por primera vez en el país Mario y el capitán, de Benedetti?
Atrás quedaban unos hijos que se enterarían de su muerte por los periódicos, o por la tele, una bandera republicana que le acompañó en el salto desde la sexta planta de aquel edificio cuyos vecinos habían empezado a agolparse en ventanas y balcones, el recuerdo de ella, que, de no haber partido antes, de no haberle podido disuadir de saltar, le habría acompañado en este último vuelo. Atrás ya quedaban las risas y el parloteo de los niños al salir de las escuelas; la textura de los árboles que crecían y daban sombra, a la orilla del río. ¿Por qué recordaba ahora la hebilla del cinto de aquel maestro de la escuela de 1947, con el yugo y las flechas en relieve? Y poco más que un piso, que ya, ni siquiera era suyo.
Con el último momento de lucidez que tuvo antes de su muerte aún pudo esbozar lo más parecido a una sonrisa: el día del fin del Mundo que anunciaran los mayas se había cumplido, al menos para él. Luego, nada: precipitarse hacia un foco de luz que se abría al fondo de un largísimo túnel.
Había nacido en 1937, mientras el padre -de Izquierda Republicana y de la UGT- combatía en la batalla de Guadalajara. Había rodado por mil trabajos: desde vender agua en los campos de fútbol de los barrios de Usera y Legazpi, en los lejanos años cuarenta, hasta vender globos, peón de albañil en la ampliación del Museo del Prado, allá por el año 1955, soldador, vendedor de enciclopedias por las casas, aprendiz de impresor a los catorce años, pelando patatas en una freiduría, barnizando pisos, instalando aparatos de aire acondicionado, cristalero, repartidor en una casa de reproducción de planos…
Ha debido ser el único caso en el que, los trabajadores del SAMUR, las gentes de STOP DESAHUCIOS, la Policía y la jueza que procedía a practicar al desalojo de la vivienda, coincidieron en un mismo lugar y a una misma hora.