Nazis, policías y la estrategia de la tensión
Durante la “modélica” transición, una de las armas de persuasión masiva más utilizada desde las alcantarillas del Poder para controlar con mano de hierro el proceso político fue la llamada “estrategia de la tensión”. Así se conocía la práctica parapolicial consistente en utilizar a pistoleros a sueldo y matones ultras para infiltrarse en las manifestaciones de protesta y, llegado el caso, “cargarse” a algunos de los activistas más significados.
De esta forma fueron asesinados, entre otros, personas como Arturo Ruíz, a manos del miembro de la Triple A argentina y colaborador policial Jorge Cesarki, y la joven Yolanda García por un individuo estrechamente ligado a los servicios de información de la Guardia Civil.
Pero la “estrategia de la tensión”, con su macabra carga de violencia y agresiones tarifadas, no sólo buscaba amedrentar a quienes tenían la osadía de salir a la calle para vocear su rechazo a la dictadura. Su cometido tenía más altos vuelos. Perseguía crear el clima de inseguridad y temor entre la población necesarios para que desde la misma sociedad manara la petición de rescate por parte de unos providenciales salvadores, que a la postre fueron los encargados de pilotar la transición a puerto seguro para sus intereses. Ese sería el modelo utilizado con éxito por los franquistas de última hornada, tipo Martín Villa, compinchados con dirigentes de la oposición de toda la vida, como Santiago Carrillo, para traernos el consenso que derivó en el régimen de bipartidismo dinástico-financiero que padecemos. Acojonada la ciudadanía por la brutalidad de los incontrolados en nómina, las cúpulas de los partidos comprometidas en cambiar algo para que todo siguiera igual pudieron asar la manteca a sus anchas.
Pues bien, como la transición no fue tal sino mera transacción a mano alzada, y no hubo ruptura sino continuismo en los aparatos del Estado bendecido por la plana mayor de la izquierda política y sindical pro sistema, aquellos bárbaros usos siguen donde solían, pero con el cinismo añadido de servirse en bandeja por un teórico régimen democrático. De ahí que la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes -a quien deseamos que su marido ya haya regresado del “ignorado paradero” en que le situaba una reciente requisitoria judicial por un impago social- tuviera la clarividencia de anticipar que la manifestación “rodea el Congreso” del 25-S iba a ser instrumentalizada por elementos neonazis. Una profecía autocumplida.
Y dicho y hecho. Aunque de instrumentación nada. Lo que ha habido ha sido un intento de criminalizarla en la práctica por una grupo de cachiporreros que, amparándose en la parafernalia de esos peligrosos radicales que dicen algunos pazguatos (sudaderas, símbolos, capuchas; como aquellos policías, ellos y ellas, que hicieron ejercicios subversivos hace meses con la gente del cerco al Parlament de Catalunya y posaron en los videos difundidos por el 15-M) se cobraron su minuto de gloria hostigando a los antidisturbios que blindaban el acceso para que sus señorías no fueran molestados por las justas protestas del pueblo soberano al que dicen representar solemnemente.
Ese aguerrido grupo -siempre prietas las filas para atender a la voz de mando- hizo todo lo posible para no desmentir la previsiones de la autoridad gubernativa sobre el peligro de infiltración nazi (que demostraría a la opinión pública la indigencia democrática del 25-S) y de paso dejar en buen lugar a esa dirigente de la derecha inmóvil apellidada Cospedal que hizo la esperpéntica comparación con el 23-F. La lectura ex post debía ser obvia: la abnegada policía había salvado a nuestra querida democracia del asalto de los indignados manipulados por grupos nazis. Como el Rey campeador en el tejerazo.
Pero el gozo en un pozo. Los tiempos han cambiado y la estrategia de la tensión que ayer se podía perpetrar con total impunidad ante una sociedad sometida al escrutinio exclusivo de unos medios de comunicación oficialistas, hoy no es factible porque la experiencia histórica, la voluntad pacífica (que no pacifista) de los manifestantes y sobre todo el acceso a tecnología de uso personal hacen muy difícil hacer pasar como realidad lo que fue simplemente un burdo ensayo con “fuego real” digno de las maniobras que realizan habitualmente los alumnos de la Escuela de Policía de Avila. Recordemos que el 23-F se vino abajo cuando a los chicos del tricornio (España debe ser el único país del mundo mundial donde un golpe de Estado ha sido dado por guardias de tráfico) se les olvidó inutilizar una cámara de televisión que retransmitía la sesión de investidura.
¿Nazis policías o policías nazis? La verdad es que, con la ley en la mano, no importa mucho. Las dos cosas son posibles. Todo es legal en esta democracia coronada de mentiras, corrupción y matapobres. Porque esta democracia otorgada, en tránsito hacia la ruptura por el rechazo popular, es también en esto una excepción en Europa. Aquí no sólo los ministros, de derecha y de izquierda, juran o prometen sus cargos ante una Biblia y un Crucifijo, además los partidos ultras son legales y se presentan a las elecciones como Dios manda. De ahí la humorada de azuzar el término nazi como un espantapajaros contra las protestas cuando nada en el marco legal del sistema ha declarado fuera de la ley a los grupos fascistas, parafascistas o postfascistas.
Al contrario, la derecha en el Gobierno se nutre constantemente de curtidos profesionales de esas ideologías. Por eso, nazi o asimilado, para muchas autoridades, está lejos de ser un insulto. Es más, la falta de prohibición expresa de esa militancia totalitaria y xenófoba permitiría que hubiera policías que fueran nazis a tiempo completo o nazis que oficiaran de policías en sus ratos libres. Precisamente un militar de ideología nazi mató en el Metro de Madrid a Carlos Palomino, un joven que se dirigía a apoyar una manifestación a favor de los inmigrantes. Con este espíritu turbulento el secretario general del SUP, un sindicato de los uniformados, se vanagloriaba de la clandestinidad y alevosía con que actuaron los “agentes de la autoridad”: “Apoyamos que los antidisturbios no lleven identificaciones. Leña y punto”.
Lo que no pueden admitir, lo que les saca de quicio y les llevan los demonios, es ver que la bola de nieve de la indignación popular, lejos de menguar, crece y avanza pacífica y resueltamente hacia objetivos políticos que tienen como diana la ruptura democrática. Y que cada día son más los españoles de toda condición que exigen sin miedo la total derogación del sistema.