Nostalgia para amantes de los tebeos (II). El mundo de Hergé
El descubrimiento de Tintín representó para mí un verdadero acontecimiento. De pronto, me encontré con aventuras complejas que discurrían en escenarios tan sugestivos como el Chicago de Al Capone o las ruinas de la América precolombina. Los dibujos eran nítidos y elegantes. Predominaban la línea clara y los colores planos, pero eso no impedía que cada viñeta mostrara imaginativas composiciones y una profundidad asombrosa.
Además, Hergé realizaba una exhaustiva labor arqueológica para documentar cada aventura. Los ideogramas de El loto azul no son simulaciones, sino expresiones auténticas con un significado apropiado al desarrollo de la trama. La ciudad perdida de los mayas reconstruye con fidelidad la arquitectura de esa vieja civilización destruida por las guerras civiles y los desastres naturales. Las regiones heladas del Tíbet reproducen con exactitud el paisaje de esa zona del mundo y la cordillera de los Andes se ajusta perfectamente a la orografía real de esa cadena de montañas. Hergé tampoco retrocede ante las implicaciones políticas del marco histórico escogido para la acción. El loto azul, por ejemplo, es un excelente análisis de los conflictos provocados en Asia por la civilización europea. No se ocultan los mezquinos intereses de las potencias occidentales ni las provocaciones de Japón para justificar su intervención en China.
Se ha acusado a Hergé de ser un reaccionario con prejuicios racistas. Hay que reconocer que Tintín en el país de los soviets es un álbum lamentable. La crítica de la revolución rusa no procede de una intuición profética sobre su evolución hacia un estado totalitario, sino del horror de un joven católico que concibe el bolchevismo como la encarnación de las fuerzas del mal. Tintín en el Congo también es ofensivo para nuestra concepción de las relaciones interraciales y para la sensibilidad medioambiental de nuestra época. Sin embargo, lo peor no es esto, sino el hecho de que continuara publicando sus tiras semanales durante la ocupación alemana de Bélgica. Acusarle de colaboracionismo por esta causa, me parece desproporcionado.
De hecho, los tribunales examinaron el caso y no formularon ningún cargo contra él. Hergé nunca ha ocultado su ideología conservadora, pero tampoco se observan en sus historias planteamientos xenófobos ni posturas antidemocráticas. En China, Tintín lucha contra los abusos racistas; en Centroamérica, se enfrenta con los comerciantes de armas y los militares golpistas; en el norte de Africa, combate a los traficantes de esclavos y en su propio país -cuyo nombre se omite, pero cuyo parecido con Francia y los Países Bajos no deja lugar a dudas-, defiende el derecho de los gitanos a establecerse en un sitio adecuado y no en las proximidades de los vertederos, como suele suceder. No es justo, por tanto, atribuir a Hergé simpatía hacia ideas que repudió a través de sus narraciones. En todo caso, está más cerca de la moral del “boy-scout” que de los repugnantes argumentos de Le Pen.
Uno de los mayores aciertos del dibujante belga son sus personajes. Rebosan humanidad y ternura. Tal vez, Tintín sea el menos interesante de todos. No envejece ni cambia y siempre actúa movido por el altruismo más puro. Yo prefiero a Haddock, Tornasol o a cualquiera de los villanos.
El capitán Haddock es una creación extraordinaria. Al igual que John Silver o el conde Fosco, es uno de esos productos de la imaginación que desbordan a su creador. Impaciente, malhablado (sus insultos son antológicos y, de hecho, han dado pie a estudios y recopilaciones), borrachín y pendenciero, irrumpe en el relato como un personaje lastimoso y algo canalla.
No hay que olvidar que golpea a Tintín en la cabeza con una botella, provocando una catástrofe aérea. Sin embargo, su contacto con Tintín le redimirá y moderará su afición al alcohol. No existía ninguna garantía de que el personaje reapareciera en aventuras posteriores, pero Hergé advirtió sus posibilidades y lo incorporó a la serie. Con el tiempo, se convertirá en el amigo inseparable de Tintín y en el propietario de Moulinsart, un blasonado castillo rodeado de bosques y con un fiel mayordomo que se ocupa de que nunca falte en el mueble-bar Loch Lomond, el whisky preferido de Haddock. Sus intentos de transformarse en un aristócrata fracasarán estrepitosamente. Viejo lobo de mar, será incapaz de adaptarse al monóculo y a los paseos a caballo.
Silvestre Tornasol es un inventor disparatado e inverosímil. Precursor de la televisión en color, su sordera incurable deforma todo lo que llega a sus oídos y provoca mil malentendidos. Esmirriado, ridículo, inoportuno, acompañará a Tintín y a Haddock en la mayoría de sus peripecias. Su enfrentamiento con Lazlo Carreidas, un mezquino magnate que ha instalado cámaras secretas en su avión para hacer trampas mientras juega a los barquitos, romperá su imagen de sabio amable y tranquilo, mostrando su frustrada vocación de pugilista. La curiosidad de Tornasol es inagotable. Su afán de conocimiento no excluye ninguna disciplina. De ahí que muestre el mismo interés por la conquista del espacio, las casas inteligentes o la botánica experimental. Incluso llegará a fabricar un arma secreta que provocará su secuestro a manos de una nación centroeuropea, cuyos métodos recuerdan a los países del otro lado del telón de acero. Surge de este modo una de las aventuras más apasionantes de la serie: El asunto Tornasol, que despliega una intriga tan perfecta como las del cine de Hitchcock. Su atmósfera está a medio camino entre 39 escalones y Alarma en el Expreso. Algunas páginas también recuerdan el clima opresivo de Cortina rasgada. Al final de la peripecia, Tornasol destruye los planos de su invento en un alarde de sentido común y generosidad. No hay nada sorprendente en este gesto, pues, además de un científico, Tornasol es un sentimental que cultiva rosas y que no duda en arriesgar su vida para rescatar a Bianca Castafiore -a la que ama en secreto- de las manos del general Tapioca, un viejo enemigo que les ha tendido una trampa en San Theodoros, una república bananera de América del Sur que puede identificarse con cualquiera de las dictaduras militares de los años setenta.
La Castafiore es una soprano lírica que goza de reconocimiento mundial, pero que no agrada demasiado a Tintín ni a sus amigos. Ignoro si esta circunstancia tiene algo que ver con los gustos -o, acaso, sería mejor decir las fobias- de Hergé. El supuesto idilio de la diva con Haddock dará lugar a uno de los álbumes más divertidos del ciclo. Las joyas de la Castafiore es una comedia chispeante que recuerda las películas de equívocos y puertas falsas. Las confusiones telefónicas y la sordera de Tornasol alcanzan en esta aventura unas proporciones desmesuradas. Un escalón roto del palacio de Moulinsart inmovilizará a Haddock en una silla de ruedas, impidiéndole rehuir la visita de la Castafiore, que insiste en llamarle Bartock, Kappock o Kodack. Los nervios del pobre capitán bordearán el colapso en las semanas siguientes. Nunca se le había visto tan enfadado e irritable. La presencia de Serafín Latón, un pelmazo insoportable que vende seguros, no contribuirá a mejorar la situación. Hergé se propuso urdir una historia donde no sucediera apenas nada y que, sin embargo, lograra atrapar el interés del lector. El resultado fue una peripecia hilarante que se resuelve de un modo trivial. Las joyas robadas aparecen en el nido de una urraca y las pesquisas de Hernández y Fernández se revelan una vez más como un monumento a la idiotez humana. Su estulticia los emparenta con Bouvard y Péuchet, esas dos mediocridades con las que Flaubert mostró su antipatía hacia la intransigente estupidez del hombre medio.
Tal vez mi álbum preferido sea Vuelo 714 para Sidney. Hergé compone una aventura repleta de emoción y con regocijantes golpes de humor. La acción incluye todos los componentes necesarios para construir una historia trepidante: el secuestro de un avión, una isla remota, intrigas políticas, fenómenos paranormales. La reaparición de Rastapopoulos, el enemigo tradicional de Tintín desde Los cigarros del faraón, destroza la imagen convencional del villano, pues nos muestra que los malos no sólo son mezquinos, sino que también pueden ser ridículos y, por tanto, humanos. Rastapopoulos, un individuo repugnante que mantiene excelentes relaciones con las organizaciones criminales del mundo entero, se convertirá en un bufón patético que provocará tanta lástima como irrisión. Vestido de cow-boy (camisa rosa con dibujos de fantasía, botas tejanas y sombrero de ala ancha), sufrirá un percance tras otro hasta quedar hecho un guiñapo. Su duelo con Carreidas bajo los efectos del suero de la verdad no tiene desperdicio. Ambos rivalizaban en bellaquería, mostrando lo borrosas que pueden llegar a ser las distinciones morales. Bajo el aspecto respetable de Carreidas, se esconde un canalla redomado que mató a su tía a disgustos y que culpó a la criada de sus hurtos, sin preocuparse de que la echaran a la calle. Abducido por los extraterrestres, Rastapopoulos desaparecerá definitivamente de la serie. Tal vez, su carrera criminal haya continuado en otras galaxias y ahora esté preparando su regreso.
La lista de personajes creados por Hergé es interminable: Néstor, el distinguido y hierático mayordomo de Moulinsart; Milú, el fox-terrier de pelo duro que acompaña a Tintín desde el principio y que anticipa muchos de los rasgos del personaje de Haddock ; Abdallah, el mimado hijo del emir que, a ojos de su padre, es “un pastelito de miel”, “un corderito de azúcar”, pero que no cesa de cometer maldades y urdir pesadísimas bromas que suelen recaer sobre el pobre capitán. Todos ellos aparecían reunidos en las páginas preliminares de cada álbum, formando una galería que recordaba los retratos colgados de las paredes de un castillo. Mi gratitud hacia ellos es ilimitada, pues me han proporcionado algunos de los mejores momentos de mi adolescencia y ahora, en mi madurez, me hacen descubrir que los buenos lectores son niños de once años, que olvidan el mundo real para lanzarse a la ficción, sin preocuparse por cuestiones formales. Sólo exigen que la trama sea más convincente que la realidad cotidiana y el mundo de Hergé es una aventura capaz de abolir la rutina de un mundo redundante en mediocridad y miseria.