Nuevas guerras, más pobreza, menos derechos


De nuevo el colonialismo y la lucha de clases
Aunque ha bajado la prima de riesgo, España no puede presumir de haber eludido la posibilidad de una intervención que acentuaría las políticas de austeridad, situándonos en la misma situación que Irlanda, Portugal o incluso Grecia. Mientras la UE fracasa estrepitosamente como proyecto político, Estados Unidos se prepara para realizar “una injerencia humanitaria” en Siria, completando su plan de desestabilizar todo Oriente Medio para controlar sus reservas de gas y petróleo. La presunción de que el gobierno de Bashar Al-Assad ha utilizado armas químicas redunda en el fraude de las supuestas “armas de destrucción masiva” de Irak. Se repite la misma estrategia para orquestar una ocupación militar, después de instigar una guerra civil desde el exterior, sin lograr el propósito de sumir a Siria en el caos, imitando el ejemplo libio. De nuevo se manipula a la opinión pública con las violaciones de los derechos humanos. Ni Saddam Hussein ni Bashar Al-Assad pasarán a la historia por su humanitarismo, pero el mismo reproche se le podría hacer a Israel o Arabia Saudí y ambos mantienen excelentes relaciones con Estados Unidos, sin mencionar los golpes de estado promovidos por Washington décadas atrás. Hace unos meses, Obama visitó Chile y no dedicó ni una palabra a las víctimas de Pinochet, pese a la responsabilidad moral y material de su país en los casos de torturas y asesinatos extrajudiciales. En el caso de Siria, está en juego el control de una zona con enormes riquezas naturales y la ventaja estratégica que representaría controlar Damasco de cara a la posible guerra contra Irán, una República islámica que se ha negado a someterse a los intereses norteamericanos. El “fin de la historia” o “nuevo orden mundial” que se anunció después de la caída del Muro de Berlín y la victoria de Estados Unidos en la Primera Guerra del Golfo sólo es la versión actualizada del antiguo colonialismo y una agresiva renovación de la lucha de clases, donde los trabajadores pierden un asalto tras otro.
El horizonte sólo anuncia nuevas guerras, más pobreza y menos derechos. La perspectiva de las urnas ya no contiene la posibilidad de un cambio real. La alternancia entre socialdemocracia y neoliberalismo se ha convertido en un mecanismo que legitima automáticamente un sistema concebido para preservar los intereses de una oligarquía invisible, pero cada vez más poderosa e influyente. Los grandes partidos políticos, que sólo discrepan en cuestiones como el aborto y el matrimonio homosexual, aplican indistintamente las fórmulas (¿no sería más correcto decir órdenes?) del FMI, el BCE y la Comisión Europea, la famosa Troika, un triunvirato que no constituye un poder independiente, continental, frente a Estados Unidos, sino que actúa bajo su dictado. Al igual que en la “guerra fría”, dos bloques se disputan el control del mundo: el Bloque Atlántico, liderado por Washington, y el Bloque del BRIC (Brasil, Rusia, India y China). Aunque con menos recursos militares, los países emergentes del BRIC luchan por expandir sus empresas y mejorar su competitividad en una economía globalizada. Las víctimas de esta confrontación son los ciudadanos, especialmente los sectores más vulnerables: trabajadores, parados, pensionistas, mujeres, inmigrantes, niños, ancianos y discapacitados.
Los pactos de la moncloa y el ocaso de la CNT
¿Por qué la sociedad parece tan resignada e impotente, pese a las protestas que de vez en cuando inundan las calles? En el caso de España, hay que atribuir esta actitud a la desmovilización impulsada por el PSOE y el PCE. Ambas formaciones pactaron con las elites del franquismo para “normalizar” la situación política mediante acuerdos claramente favorables a los intereses de la banca y las grandes empresas. Los pactos de la Moncloa y la Constitución de 1978 liquidaban formalmente el franquismo, pero al crearse la figura de los “comités de empresa” se desmantelaba el modelo asambleario de la lucha sindical. Los trabajadores votarían cada cuatro años y se limitarían a escoger unos representantes que negociarían directamente con su empresa. Se disgregaba y atomizaba de este modo el movimiento sindical, pues las reivindicaciones ya no serían globales y unitarias, sino meramente sectoriales. Aunque UGT y un sector de Comisiones Obreras se opusieron al pacto, al final transigieron y firmaron el acuerdo. Sólo la CNT se negó a suscribirlo desde el principio. En octubre de 1977, convocó una manifestación con las secciones catalanas de UGT y Comisiones Obreras, reuniendo a 400.000 trabajadores en las calles de Barcelona, que expresaron su descontento.
El 15 de enero de 1978, CNT realizó una segunda convocatoria en solitario y consiguió una afluencia de 10.000 personas. Al pasar por la sala de fiestas Scala, un artefacto explosivo incendió el local, causando la muerte de cuatro trabajadores. Paradójicamente, tres de las víctimas eran afiliados de la CNT. Se acusó del atentado a tres anarquistas de la FAI y la CNT, condenándoles a penas que oscilaban entre los diecisiete y los dos años. Los medios de comunicación lanzaron una campaña de desprestigio contra el anarcosindicalismo, logrando que los trabajadores se distanciaran de la CNT. Desde entonces, es un sindicato marginal y escasamente influyente, pese a que en 1983 se realizó un segundo juicio y se demostró que el autor del atentado había sido Joaquín Gambín, alias el Rubio, el Grillo o el Legionario, un confidente de la policía que se infiltró en la manifestación, siguiendo instrucciones de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Todo apunta que Rodolfo Martín Villa, Ministro de la Gobernación, planeó el atentado, con la ayuda de la patronal catalana. No hay que olvidar que en esa época la CNT contaba con un 60% de afiliados en algunas empresas de Catalunya y existía el temor de que su influencia se extendiera por el resto del Estado español.
Catorce años de felipismo

No está de más recordar los casos de Lasa y Zabala, ambos de dieciocho años, secuestrados en Francia, torturados en el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo y asesinados a sangre fría por los agentes Enrique Dorado y Felipe Bayo, cumpliendo órdenes directas del general Galindo y el socialista Julen Elgorriaga, Gobernador Civil de Guipúzcoa. También hay que incluir en el catálogo de infamias del gobierno de Felipe González la muerte de José Manuel Sevillano Martín, militante del GRAPO que mantuvo una huelga de hambre de 175 días, pidiendo el fin de la dispersión penitenciaria. Enrique Múgica, Ministro de Justicia, declaró que “la huelga de hambre era ficticia” y que se mantendría la dispersión “por justa y necesaria”. Cuando falleció Sevillano, extenuado tras dos infartos y horribles sufrimientos físicos y psíquicos, se prohibió a su mujer y a su hija Aida que se despidieran de sus restos mortales. Nos escandalizamos con la frialdad de Margaret Thatcher en el caso de Bobby Sands, pero casi nadie recuerda la muerte de José Manuel Sevillano.
La crisis de 2008 y el regreso de la política

Marx murió en 1883. Su filosofía no ha caducado, pero necesita ser adaptada a las circunstancias geopolíticas del siglo XXI. El problema es que la figura del intelectual comprometido ha desaparecido. Salvo Chomsky, ya no hay grandes pensadores como Sartre, Marcuse o Ernst Bloch. La filosofía actual elude la política y se dedica a poetizar sobre el ser, especular sobre el lenguaje o interpretar los textos clásicos, menospreciando la actualidad. Los intelectuales son necesarios. Sin ellos, no se producirá ese cambio de modelo cultural que es imprescindible para acabar con las injusticias y las desigualdades. Es imposible transitar hacia una sociedad equitativa y solidaria si desconocemos las raíces de los problemas. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se ha gastado más de mil billones de dólares en su industria militar. La guerra es el motor de la economía. Crea empleo y riqueza, especialmente para una minoría. Se suele olvidar que las guerras no acontecen tan sólo en el campo de batalla. Se lucha por los recursos y por los mercados, empleando indistintamente misiles y operaciones financieras que aumentan la riqueza de unos países a costa de otros. En 1969, Chomsky ya advertía que “si el sistema industrial y comercial no se colocan bajo alguna clase de control democrático popular, la democracia política será una burla y el poder estatal continuará sirviendo para fines inhumanos”. Es evidente que su pronóstico se ha cumplido.
Martin Luther King y la lucha contra la pobreza
Nada cambiará sin intelectuales como Marx y líderes como Martin Luther King, que transformó su lucha contra la segregación racial en lucha contra la pobreza, apuntando la necesidad de “un socialismo democrático”. Luther King denunció los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad cometidos por Estados Unidos en Vietnam, afirmando que su país se había colocado en “el lado malo de la historia”. Elogió la reforma agraria de Vietnam del Norte, deploró que el napalm y las bombas norteamericanas hubieran acabado con la vida de un millón de vietnamitas, “especialmente niños”, criticó el apoyo a los terratenientes de América Latina y abogó a favor de los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo, si bien apuntó que la rebeldía del Che era “una aventura romántica”, con escasas posibilidades de éxito, particularmente a largo plazo.
A finales de 1967, planteó una nueva marcha sobre Washington, pero esta vez compuesta por “un ejército multirracial de pobres” que emplearían las tácticas de la desobediencia civil no violenta hasta que el Congreso firmara una “Declaración de los Derechos Humanos del Pobre”. La revista Time y The Washington Post le acusaron de hacer demagogia y el Reader’s Digest habló de “incitación a la insurrección”. El 4 de abril de 1968 un francotirador puso fin a su vida en un hotel de Memphis (Tennessee). Se acusó del crimen a James Earl Ray, un delincuente común de poca monta, pero las investigaciones posteriores apuntan hacia una conspiración del gobierno. Antes de morir, Luther King afirmó: “Estoy convencido de que si queremos ubicarnos en el lado correcto de la revolución mundial, tenemos que emprender, como nación, una revolución radical de valores que pronto nos llevará a cuestionar la justicia y el equilibrio de muchas de nuestras políticas del pasado y del presente. Una verdadera revolución de valores nos llevará a mirar con preocupación el enorme contraste entre la pobreza y la riqueza. Nos enfrentamos a una cuestión prioritaria y cuya resolución no deberíamos demorar. Hoy todavía nos queda una opción: la co-existencia no-violenta o la violenta aniquilación de todos”.
El triunfo del neoliberalismo
