Palabras para el poeta hondureño Roberto Sosa
En la década del ´70, se decía en el ambiente universitario hondureño que el poeta Roberto Sosa llevaba en su maletín negro “poemas, queso y un revólver calibre 38”.
“La leyenda” se murió a los 81 años en esa tierra que amó hasta la locura y que seguramente lo homenajeará, cuando en vida lo había hecho sentir poco menos que un deambulante fantasma. Le falló lo más grande que tenía y que de tanto dar amor se le salió del pecho: el corazón, un 23 de mayo de 2011.
Los pobres
Los pobres son muchos
y por eso
es imposible olvidarlos.
Seguramente
ven
en los amaneceres
múltiples edificios
donde ellos
quisieran habitar con sus hijos.
Pueden
llevar en hombros
el féretro de una estrella.
Pueden
destruir el aire como aves furiosas,
nublar el sol.
Pero desconociendo sus tesoros
entran y salen por espejos de sangre;
caminan y mueren despacio.
Por eso
es imposible olvidarlos.
Al compañero Roberto Bardini –sí, el mismo de Bambú Press- se lo presentaron en Tegucigalpa una noche de julio de 1977, en una reunión en la casa de Víctor Meza, un valiente académico que había conocido a Joe Baxter en Suiza a mediados de los ´60. Meza era columnista del diario Tiempo, jefe de Relaciones Públicas de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y director de la editorial universitaria.
Aquella noche estaban el poeta Rigoberto Paredes y el escritor Eduardo Bähr, también llamado Beer.
“Eran hombres talentosos e irreverentes –cuenta Bardini-, con un humor más filoso que una espada samurai, que festejaban las ocurrencias a carcajadas y bebían whisky como si sus estómagos no tuvieran fondo”.
Sosa era de Yoro, un departamento del norte hondureño, donde –el realismo mágico latinoamericano da para todo– “llovían peces y aviones”, dijo el poeta de Honduras. Allí, había nacido el 18 de abril de 1930. También decía que de niño había conocido a un caballo que iba a una cantina, se acercaba al mostrador y tomaba guaro (el aguardiente nacional) más adecuado para curar heridas de bala o machete. Roberto Sosa explicaba que en Honduras “el plomo flota, el corcho se hunde, se fríen las camisas y se planchan los huevos”. Le decían “Sosa cáustica” y ya en confianza con Roberto Bardini, lo rebautizó “Ronberto Bacardini”.
Un año después, el nuevo rector –un “cachureco” (conservador) del Partido Nacional al que Sosa había bautizado como “Rata Negra”– le pidió la renuncia a los cargos en la Universidad. Ahora todo el exilio hondureño, incluido el poeta, y algunos compañeros de otros países de oxidadas dictaduras en América Latina, pasaron a residir en México, que no era La Meca del refugiado, pero…
De niño a hombre
Es fácil dejar a un niño
a merced de los pájaros.
Mirarle sin asombro
los ojos de luces indefensas.
Dejarle dando voces entre una multitud.
No entender el idioma
claro de su medialengua.
O decirle a alguien:
es suyo para siempre.
Es fácil,
facilísimo.
Lo difícil
es darle dimensión
de un hombre verdadero.
Roberto Sosa fue un ignorado en su propio país y no “porque nadie es profeta en su tierra”, sino porque su poesía era un arma cargada de futuro. Pero fronteras hacia afuera es bien reconocido. Autor de catorce libros, sus poemas se tradujeron al alemán, chino, francés, inglés, italiano, japonés y ruso.
En 1968 recibió el Premio español Adonáis por su libro “Los pobres” (Editorial Rialp) y se convirtió en el primer latinoamericano no residente en España en recibirlo. En 1971 obtuvo el premio Casa de las Américas con su poemario “Un mundo para todos dividido”; el jurado estaba integrado por Gonzalo Rojas y Eliseo Diego. Después vendrían: Prosa armada (1981), Secreto militar (1985) y Hasta el sol de hoy (1987).
En 1990 el ministerio de Cultura de Francia le otorgó la Orden de las Artes y las Letras en el grado de Caballero. Catedrático de literatura hispanoamericana, habiendo hecho una Maestría en Artes en la Universidad de Cincinnati (Ohio). Director de revistas literarias y galerías de arte; escritor residente en el Upper Montclair College de Nueva Jersey.
Las sales Enigmáticas
Los Generales compran, interpretan y reparten
la palabra y el silencio.
Son rígidos y firmes
como las negras alturas pavorosas. Sus mansiones
ocupan
dos terceras partes de sangre y una de soledad,
y desde allí, sin hacer movimientos, gobiernan
los hilos
anudados a sensibilísimos mastines
con dentaduras de oro y humana apariencia, y combinan,
nadie lo ignora, las sales enigmáticas
de la orden superior, mientras se hinchan
sus inaudibles anillos poderosos.
Los Generales son dueños y señores
de códigos, vidas y haciendas, y miembros respetados
de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Colaboró con los principales diarios y revistas de Honduras y demás países centroamericanos. Su obra poética ha sido favorablemente comentada en España, Cuba, Colombia y México.
También en 1990 le editan su Obra completa, la Antología personal y Los pesares juntos; luego Máscara suelta (1994) y El llanto de las cosas (1995).
Poco antes de fallecer en Tegucigalpa, recibió la noticia de que le entregarían el premio Rafael Alberti. No lo pudo disfrutar.
De origen humilde y pasando económicamente, las mil privaciones durante muchos años, Roberto Sosa murió como vivió: pobre. Y como una reparación tardía fue velado en el auditorio de la Universidad que lo había expulsado tres décadas atrás.
En ese mismo 2011, se publicó su antología póstuma Honduras, poesía negra, editada por el Centro Cultural de España en Tegucigalpa y SEDINAFROH.
Malditos bailarines sin cabeza
Aquellos de nosotros
que siendo hijos y nietos
de honestísimos hombres de campo,
cien veces
negaron sus orígenes
antes y después
del canto de los gallos.
Aquellos de nosotros
que aprendieron de los lobos
las vueltas
sombrías
del aullido y el acecho,
y que a las crueldades adquiridas
agregaron
los refinamientos de la perversidad
extraídos
de las cavidades de los lamentos.
Y aquellos de nosotros
que compartieron (y comparten)
la mesa
y el lecho
con heladas bestias velludas destructoras
de la imagen de la patria, y que mintieron o callaron
a la hora de la verdad, vosotros,
-solamente vosotros, malignos bailarines sin cabeza-
un día valdréis menos que una botella quebrada
arrojada
al fondo de un cráter de la Luna.