Palomares, 51 años de contaminación, mentiras, silencio y sumisión
Carlos Olalla*. LQSomos. Enero 2017
Hace 51 años un accidente aéreo provocó que cayeran en Palomares (Almería) cuatro bombas atómicas norteamericanas. No llegaron a explotar, aunque dos de ellas se rompieron y contaminaron la zona. En aquel entonces España, fruto de los pactos con el gobierno norteamericano, era el único país de nuestro entorno que permitía el paso de vuelos cargados con bombas nucleares por su territorio. La potencia de cada una de aquellas bombas era de 25 megatones, miles de veces más destructivas que las de Hiroshima y Nagasaki. Una de ellas cayó en el mar y tardaron tres meses en encontrarla.
Las otras tres cayeron en el pequeño pueblo almeriense. Podían haber caído en cualquier otro lugar, incluso sobre ciudades como Zaragoza ya que el tratado con los EEUU permitía que sus aviones sobrevolasen la península y repostasen en vuelo en el noreste de Almería y en la provincia de Zaragoza. Dos bombarderos B-52 repostaban carburante en pleno vuelo. Algo pasó. Algo no funcionó. Se vio un fuerte resplandor. Se oyeron dos explosiones y cayeron los restos de varios aviones que, junto a su mortífera carga, se desperdigaron por la zona. Testigos de la tragedia afirman que de los cuatro aviones (dos bombarderos y dos cisternas), solo uno permaneció en vuelo. La versión oficial niega este hecho para reducir el número de aviones siniestrados a dos. En cuanto se produjo el accidente los norteamericanos eran plenamente conscientes del peligro de contaminación radioactiva que existía para la zona. No hicieron nada durante tres días. Los vecinos del pueblo, sorprendidos, se acercaron a los restos humeantes en una especie de “romería atómica” que tenía por objeto guardar como recuerdo restos de los aviones siniestrados. Nadie les advirtió del riesgo de contaminación que corrían. Solo a partir del cuarto día se estableció un bloqueo del pueblo que lo mantuvo aislado durante meses hasta que se hallaron todas las bombas que habían caído. Se prohibió la venta de pescado de la zona y de productos agrícolas porque una extensa área de terreno había quedado contaminada.
Poco después se ordenó destruir las cosechas a cambio de una irrisoria indemnización a los agricultores. En la zona vivían en enero de 1966 1.500 personas. Desde entonces cerca de 600 de ellas tuvieron que empezar a viajar periódicamente a Madrid para ser controladas por la Junta de Energía Nuclear (actual CIEMAT). Estos viajes se prolongaron durante décadas. La Junta de Energía Nuclear nunca reconoció la existencia de contaminación entre los habitantes de la zona, ni por la inhalación inicial durante los días del accidente ni por la residual por la contaminación existente en la zona que ha sido objeto de controversia durante 50 años entre los gobiernos norteamericano y español por establecer quién debía correr con los gastos de la limpieza de los terrenos contaminados. El año pasado, la administración Obama asumió retirar una parte de las tierras contaminadas, no su totalidad. Previsiblemente la administración Trump incumplirá este compromiso y las tierras de Palomares seguirán contaminadas por materiales radiactivos como el plutonio y el americio que tiene una vida superior a 20.000 años. Pese a que los vecinos de Palomares han venido pidiendo sus historiales clínicos durante décadas, la Junta de Energía Nuclear siempre se ha negado a facilitárselos. La contaminación del subsuelo supone un peligro real para los habitantes de la zona ya que puede filtrarse a través del agua o salir a la superficie en caso de que se remuevan las tierras. Han pasado más de 50 años, pero esa contaminación sigue ahí, bajo tierra, sin que nadie haga nada.
Rafael Lorente, escritor y diplomático, vivió el accidente de Palomares en primera persona. Estaba muy cerca del lugar del accidente la mañana del 17 de enero de 1966 y se desplazó inmediatamente hasta allí. Esto es lo que él recordaba de aquella fatídica mañana: “Ocurrió el desastre el 17 de enero de 1966, un día claro y más bien frío, con una mar en calma y un cielo azul sin nubes. Pasadas las diez y cuarto torné a escuchar unos zumbidos familiares. Nuevamente, y como de costumbre, los aviones del SAC -Strategic Air Command- repostando encima de una extensión conocida por Roca de la Silla de Montar por el alto mando de los EEUU. Dos aparatos cisternas KC-135, procedentes de Morón, acudían a avituallar a dos superbombarderos B-52 llegados de latitudes ignoradas y que, desde allí, regresaban a sus bases de Norteamérica. Vuelos estos autorizados por un protocolo secreto, anexo a los acuerdos de 1953 entre Washington y Madrid, que concedían al SAC el vergonzante privilegio de repostar en pleno vuelo sobre nuestro territorio portando armas nucleares.
Era una maniobra que se repetía cada día, pero aquella mañana falló algo. Una gran nube envolvió a un superbombardero y a su cisterna, a la par que resonaban dos explosiones, a las que seguiría la aparición de una aureola de un rojo anaranjado. Segundos después vi caer un diluvio de despojos, llameantes los más y esparciéndose por doquier de resultas del choque y las explosiones sucesivas, en tanto que el fortísimo ventarrón desplazaba casi todos los restos hacia Palomares y el mar.
Emocionadísimo y con la intención de averiguar cuanto en Palomares acontecía, me dirigí hacia allí. Columnas de humo brotaban por las proximidades de una de las escuelas. A unos cincuenta metros de distancia ardía un enorme trozo de avión. Por fortuna, al caer, no había alcanzado el centro escolar. Hombres y mujeres bullían por la plazuela del núcleo urbano balbuciendo frases incoherentes como: “El fin del mundo… ha sonado la hora del fin del mundo”.
La impresión general era que no había acaecido nada irreparable. Nos equivocábamos. El balance distaba de ser halagüeño: tres aviones perdidos, numerosos aviadores muertos, tres bombas recobradas -dos de ellas rotas- con la consiguiente emanación de plutonio y americio, y, al menos, una bomba extraviada en el mar. A partir de entonces, lo más grave sería la tenebrosa actuación del mando americano, que a los pocos minutos del accidente conocía con exactitud que habían caído bombas y despojos en una comarca habitada, lo que equivalía a la contaminación de vastas superficies en torno a los lugares en donde cayeron. Y así, un anchísimo perímetro abarcando miles de hectáreas se quedó sin proteger, incluyendo enormes extensiones contaminadas por las nubes radioactivas. Y tamaña frivolidad, o más bien salvajada, se prolongaría durante tres interminables jornadas, con lo que centenares y millares de personas iríamos acudiendo a Palomares en “Atómica Romería”. La mayoría de los concurrentes comieron habas y tomates contaminados y se adueñaron de trozos de aviones que guardaron como recuerdo de la efeméride.
De cuanto pasó aquellos días nada se dijo entonces ni después. A los cuatro días del siniestro se estableció un férreo cinturón de seguridad alrededor de Palomares y sus cercanías, sometiéndose a cuarentena el conjunto. Se conocía que algunas tierras y un elevado número de vecinos estaban contaminados por la radiactividad. Corresponsales de periódicos y radios extranjeras entraron en contacto conmigo -como diplomático y testigo presencial- y rompí el fuego con unas declaraciones al parisino Le Monde, que se publicaron el 10 de febrero. Hablé con su corresponsal en Madrid, José Antonio Novais para proponerle romper el bloqueo que asfixiaba a la población. Se entusiasmó Novais con la idea de lograr un reportaje en directo, el primero que se conseguiría in situ.
Pronto apareció en Le Monde el extenso relato de Novais. Para responder a la intensa campaña desatada en el extranjero, no se le ocurrió a Manuel Fraga -entonces Ministro de Información y Turismo- mejor solución que ir a bañarse a la playa de Quitapellejos, cercana a Palomares, en unión del rumboso mister Duke, embajador de Estados Unidos en España. Una idea descabellada, amén de surrealista, que culminaría en histórico y helado chapuzón en un mar invernal, con el solo objetivo de demostrar que “sus aguas no estaban contaminadas”
Rafael dedicó gran parte de su vida a denunciar la irresponsabilidad de los sucesivos gobiernos españoles y norteamericanos en el tema Palomares. Removió cielo y tierra para llevar allí a expertos y médicos con los que combatir el férreo muro de silencio con el que las autoridades cubrieron la tragedia desde el primer día. Petra Kelly y Gert Bastian, de los Verdes alemanes, entre otros se interesaron enormemente por el caso. Como anunciaron varios de los expertos que Rafael llevó a la zona, los casos de cánceres y leucemias crecieron exponencialmente a partir de los doce años del accidente, hecho que la Junta de Energía Nuclear jamás quiso reconocer. Rafael tuvo que dejar de denunciar las irregularidades y barbaridades cometidas en la zona. El 17 de noviembre de 1990 murió de cáncer. La contaminación de las aguas de la zona costera próxima a Palomares presenta unos niveles de radioactividad cinco veces superiores a los del litoral mediterráneo y los casos de cánceres y leucemias detectados en la zona han crecido exponencialmente en los últimos treinta años.
Recientemente se ha conocido un estudio norteamericano que demuestra que la mitad de los militares que participaron en las tareas de rescate de las bombas en Palomares han muerto de cáncer. Sin embargo, para nuestras autoridades y la antigua Junta de Energía Nuclear, los niveles de radiación son y han sido siempre los normales y no les consta que el número de cánceres y leucemias de la zona sea superior al de la media nacional. Han pasado 51 años desde que ocurrió la tragedia, 51 años en los que los sucesivos gobiernos españoles han mostrado su vergonzosa sumisión al todopoderoso gobierno norteamericano que, con su prepotencia habitual, no se ha dignado siquiera a retirar las tierras contaminadas por sus bombas en la zona. Ridículos baños como el de Fraga Iribarne no pueden limpiar la incompetencia, la irresponsabilidad, el servilismo y la sumisión que han caracterizado la gestión sobre Palomares de los gobiernos españoles, desde los últimos de Franco a todos, absolutamente todos los de la democracia.