“Pedro y el capitán”, un grito en el silencio
Carlos Olalla*. LQSomos. Octubre 2016
¿Qué puede empujar a un ser humano a torturar a otro, a convertirse en un torturador?, ¿Cómo puede llegar a casa y besar a su familia como si nada hubiese pasado?, ¿Cómo puede dormir sin que le atormenten las atrocidades que ha cometido…? Esas son las preguntas que lanza al aire “Pedro y el capitán”, el formidable texto de Mario Benedetti llevado a la escena por la compañía de teatro el Hangar. Es un montaje sobrio, sin concesiones, un montaje en el que el público se convierte en un espectador de la barbarie, en un vouyeur de la barbarie, en un cobarde cómplice de la barbarie. El duelo interpretativo que mantienen Jose Emilio Vera y Antonio Aguilar durante toda la función es antológico, de los que te llegan a lo más hondo, de los que no se pueden olvidar. Todo en ellos es verdad, la impresionante verdad que solo el teatro, el buen teatro, es capaz de hacernos vivir. No hay lugar para el artificio o la edulcoración porque el teatro, el verdadero teatro, nada sabe de trampas ni cartón: todo pasa, como la vida, ante nuestros ojos, atónitos a veces, enlagrimados las más. Un texto como este solo puede subirse a un escenario desde la generosidad más absoluta, desde el amor más profundo al teatro y a la verdad, a ese teatro que nos hace sentir vivos y a esa verdad que nos da la vida. Las palabras de Benedetti al referirse a esta obra reflejan su grandeza de espíritu y la razón de su compromiso: “Pedro y el capitán es una indagación dramática en la psicología de un torturador. La distancia entre él y su víctima es, sobre todo, ideológica y es quizá ahí donde reside la clave de otras diferencias que abarcan la moral, el ánimo, la sensibilidad ante el dolor humano, el complejo trayecto que media entre el coraje y la cobardía, la poca o mucha capacidad de sacrificio, la brecha entre la traición y la libertad”.
Que dos jóvenes actores andaluces lo apuesten todo como lo han hecho para traernos una obra tan actual y necesaria es un acto de valentía, de resistencia y de compromiso, un acto que dignifica al teatro y a quienes lo amamos, que canta a la vida y a quienes la dedican a hacer de este mundo algo mejor porque un montaje como éste nos recuerda que la razón de existir de la cultura y el teatro son el compromiso, la coherencia, y la necesidad. Eso es precisamente lo que es este montaje de “Pedro y el capitán”: una decidida apuesta a fondo perdido por el compromiso, la coherencia y la necesidad. El teatro no es un mero entretenimiento, allá él quién lo entienda solo así. El teatro es una reflexión ante la vida, ante lo que nos pasa, ante lo que vemos y vivimos, ante lo que intuimos, ante esa perpetua huida hacia ninguna parte en que hemos permitido que conviertan nuestras vidas. Es un grito del alma, un grito desesperado que nos recuerda que estamos aquí, en nuestro aquí y en nuestro ahora, y que no podemos ser libres si miramos a otro lado, que la libertad nunca la ha dado el cerrar los ojos ante la realidad, sino el enfrentarse a ella. El tema de la obra, la tortura, puede parecernos algo lejano si no la hemos padecido, pero no lo es, está aquí y ahora. Desde tiempos inmemoriales se ha utilizado para conseguir información o confesiones autoinculpatorias con las que condenar a sus víctimas. En nuestro país fue práctica habitual durante la dictadura franquista y no ha desaparecido en nuestra flamante democracia. Son cientos las personas que están hoy en nuestras cárceles condenadas con la única prueba de su testimonio bajo tortura. De poco o nada sirve que denuncien que han sido torturadas porque la tortura, oficialmente, no existe en nuestro país. Por eso la mayor parte de las denuncias se archivan sin siquiera ser investigadas. Un interés superior, siempre un interés superior, justifica su existencia y el silencio cuando no la negación con la que es tratada por muchos de nuestros jueces. De poco o nada sirve que organismos internacionales como la propia ONU o el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo exijan a nuestros jueces que las investiguen. Ni uno solo de los torturadores franquistas ha sido juzgado. Solo unos pocos miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado de nuestra democracia lo han sido. De poco o nada ha servido: o han sido sistemáticamente indultados, apartados del servicio con jubilaciones astronómicas o han cumplido una mínima parte de las penas a las que fueron condenados. Los hechos, como la Verdad o la Historia, son tozudos, ahí están los casos de Lasa y Zabala, del caso 4F y de tantos y tantos otros…
Por eso montajes como éste de “Pedro y el capitán” son no ya necesarios, sino imprescindibles, son montajes que todo el mundo debería ver porque nos ayudan a quitarnos la venda de los ojos con la que a base de miedo o fútbol nos han cegado y nos siguen cegando. Ver el sufrimiento reflejado en el rostro, en el cuerpo, en la voz, en el silencio de ese torturado al que da vida más allá de la muerte Antonio Aguilar es un puñetazo en todas esas convenciones y falsos velos tras los que nos escondemos para no ver la realidad, una realidad que existe gracias a nuestra cobardía, a nuestro egoísmo, a nuestro “a mí nunca me pasará”, o a ese criminal “algo habrán hecho” con el que, inútilmente, pretendemos adormecer nuestras conciencias. Y ver el empeño de su torturador, este capitán magistralmente encarnado por Jose Emilio Vera, nos obliga a cuestionarnos todas las mentiras sobre las que descansa nuestro “bienestar”, a reflexionar sobre el papel de los guardianes de nuestra sociedad, a no poder evitar abrir los ojos para preguntarnos mirándonos frente a frente qué hago yo para acabar con esto.
El trabajo interpretativo de ambos es formidable. Desde su composición física al más mínimo gesto, desde su cuidadísimo acento uruguayo a la sutilidad de sus silencios, unos silencios que retumban en nuestro corazón y nos hielan el alma. Todo en ellos es fantástico, porque todo en ellos es verdad. Hacía años que no veía un duelo interpretativo de esta talla, un duelo sublime que les, nos, hace crecer y volar alto, muy alto, allí donde no llegan las nieblas del olvido y la
desmemoria, allí donde no hay refugio para nuestro egoísmo o nuestra cobardía, ahí donde, mires donde mires, ves la realidad, esa realidad escondida en los calabozos y las celdas de tantas comisarías, cárceles o CIEs, esa realidad que alimentamos día a día al negarla confortablemente sentados frente al televisor, un televisor que solo en contadas ocasiones habla de la tortura, y que, al hacerlo, inapelablemente, la sitúa más allá de nuestras fronteras. El teatro, el buen teatro, es ese espejo a través del que vemos la realidad y que nos obliga a afrontarla, a tomar partido. Por eso cuando, como hoy, los medios callan, el teatro, este teatro, es más necesario que nunca. Es un grito en el silencio.
Estupenda nota Carlos. Además sigo todas tus recomendaciones y das en el clavo siempre, gracias