Pedro Leyva, científico cloroquínico

Pedro Leyva, científico cloroquínico

Nònimo Lustre*. LQS. Julio 2020

Hace pocos días, perorábamos sobre los esclavos negros y su conocimiento de la variolización, una proto-vacuna contra la viruela. Hoy, nos enteramos por los medios que la (infecta e inane) Unión Europea ha aprobado el uso del remdesivir como remedio contra el covid-19. Ello no significa que el remdesivir [no es la primera vez que lo mencionamos en esta Web, es un Tamiflu de infausta memoria maquillado y producido por Gilead, empresa de Donald Rumsfeld y ahora teledirigida por BlackRock y Vanguard] sea la panacea porque, admitido por la misma Gilead, no lo es. Por ende, si no es panacea es el tradicional ungüento amarillo que nadie sabe si cura todo o no cura nada. Este último triunfo mediático del remdesivir representa una derrota para su competidora de estos meses: la hidroxicloroquina. Por dos razones no tomamos partido por uno o por otra: a) porque no somos médicos ni boticarios; b) porque la pelea entre esas dos marcas es un asunto financiero, de Bolsa y de política que no tiene nada que ver con la salud pública; en este asunto, una entelequia literalmente paciente y pasiva.

Pero, como su mismo nombre indica, la hidroxi-cloroquina deriva de un antiquísimo remedio contra el paludismo: la quinina extraída de la corteza del árbol de la quina (Cinchona spp) No vamos a contar la anécdota archi-repetida de la condesa de Chinchón en Lima y, mucho después, en Goya. No vamos a nombrar a los jesuitas que se vanaglorian de haber ‘descubierto’ la quina. Al igual que hace poco, hoy sólo vamos a subrayar la figura de un indio cuyo nombre impuesto por la clerigalla fue PEDRO LEYVA pero del que no tenemos ni imágenes ni siquiera sabemos cuál fue su nombre real.

Forzados a re-escribir la Historia según la onomástica hegemónica, recordamos a Leyva pero como un símbolo del saqueo del conocimiento indígena, no como una persona de carne y hueso porque antes de él hubo millones de Leyvas científicos y porque, ahora mismo, los sigue habiendo -todos anónimos cuando no presos o en fuga. Leyva, “indio malacato” enseñó a la clerigalla las virtudes de la quina y quinina pero no sabemos nada de él mientras que lo sabemos todo de quienes -virreyes, frailes, matasanos, académicos- se apropiaron de su sabiduría médica. Vaya este post en su honor -y en aborrecimiento de quienes lo ignoraron e ignoran.

Por falta de tiempo y sobra de agobio, nos limitaremos a copiar la siguiente parrafada de la que destacaría que los europeos, aunque Leyva -los Leyvas- les puso el remedio en bandeja de plata, tardaron lo suyo en salir de las confusiones que ellos mismos se creaban:

<<Antes que Europa entrara en el conocimiento de las propiedades terapéuticas de la quina, se sabía que los indígenas americanos utilizaban la corteza del Miroxylon peruiferum L., árbol que produce el bálsamo del Perú y al cual denominaban quinaquina, por supuestas propiedades febrífugas en las tercianas [tercianas y/o cuartanas, las hubo en España hasta los años 1950’s] y fiebres intermitentes y que en la parte más septentrional dé la América del Sur y en América Central empleaban en medicina sus frutos aromáticos que recibían el nombre de pepitas de quinaquina.

Ya el padre Vásquez de Espinosa, a quien nos hemos referido al tratar del azogue, había dado una excelente descripción del árbol del bálsamo del Perú, diciendo “el árbol de la Quinaquina cría también otras vainas a modo de algarrobas” y “del árbol de la Quinaquina se saca una resina de color de hígado muy odorífera y saludable, con su zahumerio se consumen frialdades y reumas de cabeza…”, descripción en la cual coinciden el jesuita Bernabé Cobo en su Historia del Nuevo Mundo y el célebre botánico español don Hipólito Ruiz en su Relación histórica del viaje que hizo a los Reinos del Perú y Chile en el año 1777 hasta el de 1788.

No obstante el padre Bernabé Cobo en su obra recién mencionada diferencia con toda precisión ambos árboles, pues el del bálsamo del Perú lo describe con el nombre de quinaquina y el de la quina, del género Cinchona, con el de árbol de las calenturas.

Los incas, por odio a los conquistadores [¿odio o prudencia? Porque, para odio imprudente, el de los Invasores], les ocultaban el secreto de sus hierbas medicinales. Pedro de Osna en carta editada en Sevilla en 1574, manifiesta: ¡Cuántas más yeryas y plantas de grandes virtudes, semejantes a éstas tendrán, nuestras Indias, las cuales no alcanzamos ni sabemos, porque los indios, como gente mala y enemiga nuestra, no descubrirán un secreto ni una virtud de una yerva aunque nos vean morir y aunque los assierren: que si alguna cosa sabemos de éstas que tengo dicho y de otras, se sabe de las indias, que como se enbuelven con españoles, descúbrenles y dícenles todo lo que saben.

La primera relación escrita sobre el empleo de la quina en América consta en una carta de 1649 en que el comerciante genovés Antonio B. Bollus que residió varios años en el Perú, expresa que “la corteza era conocida de los indios y que ellos la usaban en sí mismos en la enfermedad, pero que, por todos los medios en su poder, siempre trataron de prevenir que el remedio llegara a ser conocido de los españoles, quienes entre los europeos especialmente despertaban su ira”.

“De Quito a Napo”, parecido itinerario hicieron los jesuitas que llegaron al territorio de los Malacates

De cómo los indígenas conocieron las propiedades de la cascarilla y en qué forma su empleo fué aprendido por los españoles pertenece a la leyenda.

Cuenta el jesuita Sánchez Labrador que antes que los españoles arribaran al Perú los indios entraron por obra de la casualidad en conocimiento de las maravillosas virtudes de la cascarilla o quinaquina [confusión con la Cinchona-quina]. En el corregimiento de Loja (Ecuador) existía un lago rodeado de árboles de quina; fuertes temporales de viento los desarraigaron y cayeron al lago comunicándole a sus aguas un sabor acentuadamente amargo, tanto que los habitantes ribereños que habitualmente se surtían de ellas dejaron de emplearlas. Pero ocurrió que un indio que sufría de fiebre intensa, afligido por la sed, no habiendo a mano otra agua que beber, tomó la del lago y sin pensarlo se vio libre de su calentura como por obra de magia. Conocido el suceso, otros indios febricitantes bebieron el agua y siempre con resultado feliz. Se entregaron a la tarea de averiguar la causa del éxito y pudieron comprobar que a medida que los árboles caídos al lago se podrían, el agua perdía su sabor amargo y su virtud curativa y de ello concluyeron que toda la eficacia provenía de los árboles. Entonces se dieron a colocar en remojo en agua todas las partes del árbol hasta que por eliminación pudieron determinar que era la corteza la causante de las propiedades febrífugas de la cascarilla.

[Nuestras cursivas en este párrafo. Sánchez Labrador SJ atribuye a la casualidad que los indígenas descubrieran las propiedades de la Cinchona-quina –no de la Miroxylon aunque también esta sea medicinal-… El caso es negar todo mérito a los amerindios. Sin embargo, la descripción de los pasos que dieron hasta identificar la parte del árbol –la corteza- realmente terapéutica, es un modelo de método científico]

La leyenda quiere que el primitivo conocimiento de la quina quedase centrado y limitado en la región de Loja, donde un jesuita de Malacates, el padre Juan López, fuera curado de una afección febril, probablemente paludismo, por un indio de las montañas de Uritizonga quien, convertido a la fe católica fué bautizado con el nombre de Pedro Leiva, y dióle a beber decocción de cascarilla y desde entonces los padres, en conocimiento de sus propiedades febrífugas, la aplicaron con

Mapa en el que aparece la tierra ‘malacata’

éxito favorable en la curación de los indios de sus misiones.

Enviaron corteza de quina al virrey y la virreina curó definitivamente de sus tercianas. Desde entonces la Condesa tuvo la costumbre de obsequiar gratuitamente a los pobres de Lima la corteza de quina reducida a polvo y se le llamó polvos de la Condesa. [Pero es más cierto que] El conde de Chinchón arribó a Lima en 1629 y fué él quien sufrió las tercianas que curaron probablemente con corteza de quina. Los médicos le formularon de modo cierto el diagnóstico de tercianas. Naturalmente el tratamiento era el de la época: sangrías y purgantes, purgantes y sangrías, sin que por ello los accesos se alejaran sino durante los períodos estacionales en que de modo natural declinan, pero la enfermedad, recidivante por excelencia, lo acompañó por lo menos durante diez años, con grave repercusión esplénica y hepática -en los últimos años el Virrey sufría de tiricia e hypocondría maliciosa. A comienzos de 1639 el Virrey logra una sorprendente mejoría, se reintegra con actividad extraordinaria a sus labores de gobierno y no vuelve a tener nuevos accesos febriles. Cuando los condes de Chinchón se retiraron de Lima para regresar a España, en 1641, encargaron a los jesuitas el reparto de los polvos y entonces el pueblo comenzó a llamarlos polvos de los jesuitas.

Petroglifo en las cercanías de ‘Malacatalandia’

En su viaje de regreso a España, realizado con su esposo y según algunos también en compañía del médico Juan de la Vega, la condesa falleció en Cartagena de Indias. El médico habría llevado a España grandes cantidades de cascarilla que vendió en Sevilla a precios fabulosos, a 100 reales la libra, o sea, aproximadamente a 450 dólares. Con ello de la Vega habría sido el introductor de la quina en Europa; de inmediato los médicos se dividieron en dos bandos de inusitada beligerancia, uno que acogió con entusiasmo su empleo en medicina y otro que lo atacó con encarnizamiento desconocido hasta entonces. En este sector cabe recordar a Chifflet, médico del Archiduque Leopoldo de Austria, que en 1653 publicó una memoria en que llamó a la cascarilla monstruo de pestilencia y al doctor Colmenero, catedrático de Prima de medicina de Salamanca que condenó su uso como pecado mortal y consideró la quina como “el resultado de un pacto entre los peruanos y el diablo”>> (resumido de Enrique Laval M.; 1953; Botica de los Jesuitas de Santiago; Sto. de Chile)

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