El episodio de Llochegua
Aún no ha quedado suficientemente definido el episodio en el que perdieran la vida Orlando Borda Casafranca (a) “Alipio” y Martín Quispe Palomino (a) “Gabriel”, los dos jefes senderistas y un tercer “mando” apodado “Alfonso”. El hecho ocurrió, como se sabe en la localidad de Llochegua -Comunidad de Pampas- provincia de Huanta, departamento de Ayacucho la noche del pasado domingo 11 de agosto.
Versiones contradictorias aluden a lo acontecido. Para unos, fue el resultado de un operativo secreto efectuado por las divisiones especiales de la institución armada -La “Operación Camaleón”- que habría ubicado y abatido a los terroristas cuando quedamente veían la Tele en una cabaña protegida y preparada para diversas contingencias y pensaban en sus tareas de rutina: Cobrar cupos a narcos, preparar el envío de droga y conseguir armamento y logística, como lo infiere Melissa Pérez, la corresponsal de Hildebrandt en sus Trece.
Para otros, esta acción fue el fin de una extraña explosión registrada en esa vivienda y cuyo origen aún no resulta posible precisar. Quizá ella se produjo por el manejo inapropiado de cargas por parte de quienes habitaban la precaria vivienda.
Para terceros, fue este un episodio derivado de una información suministrada por un cierto “topo” infiltrado en la estructura terrorista, y cuya identidad se halla “protegida”. Después de todo, los “servicios” tenían elementos clavados en distintos eslabones de la cadena de mando de este grupo armado.
Tampoco se sabe con precisión cuál fue la fuerza que operó en esa circunstancia: si un equipo especial anti subversivo llamado “Lobo”, o si fueron más bien fuerzas combinadas del ejército y la policía las que accionaron la noche del domingo sangriento que ha conmocionado al VRAEM y entusiasmado a muchos peruanos. Lo que se sabe, es que, además de fuego abierto, hubo bala intensa, metralla a discreción.
Es conocido que los caídos, pertenecían al núcleo dirigente, es decir, al “alto mando” de la organización armada que opera tras el membrete de “Sendero Luminoso” en la zona; y que jugaban un papel descollante en la protección de actividades narco-terroristas que operaban en la región con mayor o menor discreción y libertad.
Hay sin embargo algunas cosas claras, y otras que se irán definiendo en el camino. Se sabe, por ejemplo, que Alipio y Gabriel comandaban columnas distintas, que tenían efectivos diferentes bajo su mando, y que poseían armas propias de alto poder. En otras palabras, que eran pequeñas columnas, rigurosamente entrenadas y de significativa capacidad de fuego, dispuestas –además- .a repeler siempre cualquier amague a sus posiciones.
Se sabe, también que “Alfonso”, el tercer caído, era una suerte de “guarda espaldas” de Alipio, hombre de entera confianza suya, y que jugaba el papel de cancerbero en las acciones de su líder.
No se tiene una versión confiable de por qué estos “altos mandos senderistas” se juntaron esa noche en un lugar expuesto y casi desprotegido, en una localidad en la que viven apenas 30 familias y donde no existe ni Escuela, ni Posta Médica; un lugar donde -como decía Vallejo “la Luz es tísica y la Sombra es grande”; y en un radio en el que se desplazaban, desde hace un tiempo, unidades militares y policiales empeñadas en darles alcance.
¿Se confiaron en exceso? ¿Actuaron porque se sabían suficientemente protegidas? ¿Vivían al amparo de la impunidad de la que gozaban hasta el pasado reciente? ¿O simplemente los engañaron como a niños haciéndolos caer infantilmente?
Tampoco se sabe por qué las unidades armadas que ellos tenían bajo su mando, quedaron paralizadas, como abatidas por una extraña dolencia; por qué actuaron con tan extrema pasividad y no optaran por entablar combate con los uniformados agresores para proteger a sus “jefes” y en el extremo, salvar sus propias vidas?
¿Se asustaron? ¿Eran cómplices de lo que estaba sucediendo? ¿Optaron por huir en el momento más duro de la confrontación armada? Muchas interrogantes para tan pocas noticias.
Es posible que más adelante se puedan develar estas preguntas, pero -por ahora- hay que registrar los hechos con beneficio a inventario procurado responder a una cierta lógica práctica. Veamos:
Las zonas en las que operaban Alipio y Gabriel estaban ubicadas en regiones virtualmente despobladas.
De hecho, en el Valle de los ríos Apurimac, Ene y Mantaro -el VRAEM- no hay propiamente localidades pobladas sino pequeños caseríos. Hay, también plantaciones de hoja de coca que suele ser usada, en pozas de maceración para su conversión en Pasta Básica de Cocaína. Es de allí que la droga sale para efectos de exportación en vuelos especialmente contratados y preparados por las “firmas” competentes.
Ellas, por lo demás, no se valen de rutas ordinarias ni regulares, sino de pistas clandestinas de las que pueden operar no sin antes pagar fuertes cupos en unos casos a las autoridades, y en otros a efectivos militares, cuando no a ambos, haciendo uso de una modalidad que era extendida en Colombia, pero que aquí se conocía ya desde el siglo pasado.
Los medios de comunicación en diversos momentos se han ocupado del tema brindando información a sus lectores. Y episodios ocurridos en países vecinos han alimentado versiones populares. En los años del Fujimorato, la relación entre los servicios de inteligencia de entonces, Demetrio Chávez Peñaherrera -el más conocido traficante de la época- y Pablo Escobar Gaviria nutrieron el cerebro de quienes piensan apenas en la posibilidad de hacer dinero fácil mediante acciones ilegales.
Esa idea -que cundió a la sombra del “modelo neo liberal”- facilitó las cosas a los que veían en el cultivo de la droga una alternativa útil para el enriquecimiento temprano. Con el propósito de enfrentar la competencia -y la represión que podría provenir del Estado- los contingentes armados eran una necesidad apremiante. Aquí, en Colombia, y en la Cochinchina.
Para el “éxito” del modelo, justificar el ,mantenimiento perpetuo del Estado de Emergencia, asegurar la represión constante y tener maniatada a la población descontenta; era menester otorgar a esos contingentes armados un barniz que lo permita, una pintura atractiva, una imagen cautivante…
Los pintaron de rojo, les pusieron vistosos “polos” con la hoz y el martillo en el pecho, y los declararon “Marxistas-Leninistas-Maoístas”. Así completaron el cuadro. Tal fue la cantera de Alipio, Gabriel, José y otros. Y tal, también la fuente inagotable de especulación periodística que llevó a muchos a asegurar que “Sendero” era la Revolución en Marcha, el peligro inminente y el triunfo de la barbarie.
Por eso esos grupos actuaron durante casi veinte años -a partir de los 90 del siglo pasado- como “la amenaza latente”, “el peligro constante”, el terror convertido en leyenda. Contaron, para tal efecto, con la imagen creada, la fuerza del mito, el vigor de la farsa. Y, por cierto, con la complicidad de los medios que les dieron cabida. Fueron sinónimo de salvajismo y de crimen, pero también de un mensaje radical, extremista, polpotiano que, explotado por la prensa, llevó a confusión a algunas gentes.
En los últimos gobiernos -Fujimori, Toledo y García- nada les ocurrió. Operaron con la tranquilidad de las abuelas y con la seguridad que nada les habría de ocurrir. Pero la placidez no es eterna. Hoy, las cosas comenzaron a cambiar.
En el periodo más reciente -todavía en su gloria- secuestraron obreros, ofrecieron ruedas de prensa, recibieron a la Tele, amenazaron con voz tronante, y dijeron ser lo que no eran: guerrilleros en lucha por un mundo mejor.
Hoy, esa historia ha comenzado a llegar a su fin. Hay que reconstruir los escenarios y colocar a cada quien en su lugar. Asegurar que sean los trabajadores, y no supuestos vengadores sociales, los que combatan por su causa. Y que sean los pueblos -y no bandas delictivas- los que afirmen la ruta del futuro.
El episodio de Llochegua -que fue un duro golpe al Narcotráfico, y no al Socialismo- no sólo traerá material para las noticias del día. Será también una inagotable cantera de experiencias y lecciones.