Poética de los Hospitales
Filosofía de un drama a flor de piel.
Nada hay en los hospitales que sea distinto al templo. Son a su modo espacios sagrados donde se reconcilian todos los diálogos humanos con la vida o la muerte. Lugar y tiempo de religar que se trasciende a sí mismo con oscilaciones vertiginosas entre el dolor y la creación. Ni más ni menos. Todo hospital es respuesta a la esperanza. Estancia de polaridades resueltas en transito constante sobre abismos. Enfermos, enfermeras y médicos asisten al drama de todas las contradicciones e impotencias de la leyenda que admite al hospital como escenario y protagonista. El hospital es más que edifico. Su carácter de espacio ceremonial sagrado donde se rinde culto a la existencia, trasmuta cuanto objeto y sujeto acude a él para pedir o dar alguna ofrenda. Nada ni nadie es el mismo entre sus muros. Por sencilla o compleja que sea la razón de su presencia, quien acude a un hospital percibe los efluvios arrobadores de cierta mística inefable preñada con fe. Y crea hábitos. Ningún racionalismo funcionalista lo ha explicado.
Un hospital contiene en sus acciones y definiciones las sustancias históricas de toda evolución humana. De ellas nace y a ellas vuelve, ladrillo sobre ladrillo, entregado dialécticamente a la recomposición de todo cuanto soporta la felicidad más genuina de los humanos. Los hospitales se construyen con arquitectura de vida e ingeniería de futuro. Sus principios son el origen. Templos donde la oración más potente se canta sobre los hechos entre dinámicas vertiginosas que no siempre paladean éxitos. Templos de lo definitivo, la totalidad y el desafío puestos a prueba permanente para fecundar cuanto indicio de alivio apetezca a cuerpos y almas. Habrá que expulsar a fuerza de fustes al mercenario que no obedezca esos mandatos. Eso también es salud. En cada hospital se repone la historia entera de los demás. Son lo mismo en sus diferencias. La única verdadera especialidad es el compromiso apasionado. Lo supo Hipócrates; lo sabe la vida. Ni la arremetida descomunale de la miseria neoliberal y posmoderna es capaz de sofocar la potencia de mandatos irrefutables que sudan sus verdades entre muros de hospitales.
Muro, espejo, altar e interrogación. Nada puede callar el himno de significados sociales que preñan la propiedad histórica de un hospital y que llaman a cuentas toda praxis Desde la administración hasta el quirófano. Consérvese en lugar fresco. El olvido es una enfermedad progresiva y mortal. Quien construye hospitales, sin propósitos mesiánicos lavaderos de culpas, sin contratismo ingenieril rentista de privilegios políticos, sin robo organizado farmacológicamente, sin monopolio tecnológico-científico, sin mafias de ineficiencia y sin demagogia gubernamental… participa de una santidad que renueva sus significados en el seno de la sustancialidad colectiva. Los hospitales deben ser para todos, si no, traicionan la hospitalidad de un ser y razón de ser que requiere necesariamente lo colectivo para alimentar su sentido. La salud no es propiedad privada.
En un hospital el tiempo- espacio son lo mismo actualizados dialécticamente porque se retrata cuerpo y alma de cuanto somos en dolor, fecundidad, fuerza espiritual, entrega, solidaridad y resignación. La materia edilicia es también rito y liturgia que a su manera fundamenta la razón de sí con luz de futuro. La partida de ajedrez que juegan vida y muerte en el corazón de los hospitales se anima con piezas emocionales tomadas del alma humana desde siempre. Agítense bien antes de usarse. Nadie puede mirar a los hospitales con indiferencia. Entre beneficios y calamidades se parecen tanto a la vida… le deben tanto, que no alcanzaran los años para acotar las potencias de fetiche salvaguarda, conjuro, talismán y templo, refugio provisional o definitivo, donde la vida toma residencia y nos transforma para siempre.