¿Qué puede caber en una maleta?
Ángel Escarpa Sanz. LQSomos. Septiembre 2015
¿Qué puede caber en una maleta, en esa mochila que debe cargar la persona que debe abandonar su patria como consecuencia de la cruel guerra que asola su país?
Estos días, hemos estado saturados de crueles imágenes que no pueden por menos que avergonzarnos como seres humanos y como gente de izquierda, de progreso. Y no lo digo solo por esa patada, esa zancadilla de la periodista a ese refugiado, a esa niña que huye del terror de la guerra, tanto, como por esa indiferencia con que son comentadas éstas por los sectores más conservadores de nuestro país. En estos días no podemos por menos que representarnos a todos los huidos de los horrores de todas las guerras, tanto da si ésta fue durante la I, la II Guerra Mundial o de la guerra del Peloponeso.
Lo que ocurre es que algunas personas, algunos colectivos de los pueblos que conformamos esta triste realidad de la España del señor Rajoy, tenemos memoria muy reciente de aquellos días de 1937 en los que los niños de la zona leal eran despedidos por los padres en las estaciones ferroviarias, con destino a París, Londres, Méjico, la URSS… Tenemos memoria de hombres enfermos, ancianos, inválidos o mutilados en alguna batalla; mujeres que dejan atrás al hermano, al padre, combatiendo; mujeres cargando con pequeñas y ateridas criaturas, en la crueldad de aquel invierno de 1938 -y encima perseguidos por la aviación franquista, que los acribillaba en su huida-. Cómo no representarnos en estos días al poeta Antonio Machado y a su madre caminando bajo las nieves y la lluvia de esos Pirineos; cómo no representarnos a aquellos millares de hombres, mujeres, ancianos, niños, oteando el mar, en el puerto de Alicante, a la espera de ese barco que nunca llegaría, para salvarlos de los campos de concentración, las cárceles, los pelotones de fusilamiento -“aquí no se salva ni Dios”, que dijo nuestro poeta-.
Como seres civilizados, no nos cuesta mucho meternos en la piel de ese hombre que, ya en el límite del horror cotidiano, al ver su ciudad destruida, a tanto ser aniquilado, toma la decisión de meter cuatro cosas en una maleta y se pone en camino hacia cualquier parte. Renunciar al paisaje de tu vida; abandonar la ciudad, el pequeño pueblo donde naciste, enterraste a los tuyos, o donde construiste un hogar y una familia, sin saber a ciencia cierta si volverás o, en cualquier caso, qué gentes arrasarán con lo que te costó una vida adquirir, que siempre será lo más probable, cuando abandonas a la fuerza tu país. Ya vimos en el cine, ya sabemos demasiado por los libros que leímos de familias que regresaron, concluido el conflicto, para ver cómo otros que permanecieron o que se adelantaron, habían ocupado el elemental hogar.
¿Qué meter en esa mochila? ¿Qué no podemos meter en esa maleta? Esa maleta que a lo largo de los siglos tantas veces hubo que bajar del altillo para disponernos a partir los pueblos. Si alguna utilidad tiene la memoria, los libros, el cine; esos lienzos que nos recuerdan el pasado, es para vernos retratados en los caminos del mundo, a lo largo de la Historia: hebreos, españoles, palestinos, rusos, franceses, portugueses; tutsis, arrojados a la diáspora o masacrados a hachazos; a veces por guerras, tantas veces por motivos raciales, pero siempre, en cualquier momento, desde la antigüedad; pueblos arrojados a la vorágine del destierro, cuando no, camino de campos de exterminio. Cuando uno ve esas imágenes, en pleno siglo XXI, de africanos en largas caravanas, cargados con humildes atados con los pocos enseres que salvaron antes de huir; con pequeñas criaturas que maman inútilmente de los flácidos pezones de las madres, llegamos a la conclusión de que, cualquier batalla por salvar al ser humano es ya inútil. Lo único que nos cabe a los pueblos con conciencia es oponernos con todas nuestras fuerzas a la Asociación del Rifle, a las guerras, al expolio, a los planes de los poderosos, que nos quieren ver como prostitutas en las grandes ciudades del mundo, esclavos en los talleres clandestinos, miserables criaturas arrastrando un saco en los basurales, donde, en cualquier momento, puede sorprendernos el hallazgo del cadáver de un periodista o de un activista por los DD.HH. Siempre hay un pueblo errando en esos desdichados caminos del mundo.
Caravanas de armenios huyendo del terror turco; rusos, austríacos, polacos, huyendo de la barbarie nazi. Chinos escapando del terror de la ocupación japonesa; japoneses y vietnamitas huyendo del terror de la bomba atómica y del NAPALM; saharauis escapando del terror de la soldadesca marroquí; chilenos, argentinos, camboyanos, uruguayos, nicaragüenses, bolivianos, peruanos, brasileños, escapando todos del terror de Getulio Vargas, de los “jemeres rojos” de Pol Pot, de Tacho Somoza, Videla, Pinochet; de Marcos y de la “Operación Cóndor”. Hermanos musulmanes huyendo aterrorizados de la limpieza étnica de los asesinos de Ratko Mladic. No es imposible en esta dramática hora para la Humanidad meternos bajo la piel de estas desdichadas gentes que huyen de la guerra. No, no es difícil. Y, ante esa maleta, ya que no nos es posible arrastrar con nosotros el humilde huerto, la cama de matrimonio, el aroma de los campos, los bártulos de la cocina, la alfombra de los piadosos rezos, la vasija de las abluciones, el perro; el banco de piedra de la puerta de la casa donde nos sentábamos a leer en las noches de verano el Talmud, el Corán, la Divina Comedia o El Socialista, nos vemos en la triste disyuntiva de tener que renunciar a las cosas más entrañables; aquellas que rodearon nuestras vidas durante décadas.
Puesto en la piel de ese hombre del siglo XXI, ahora mismo; a iraquíes, sirios, afganos, libaneses; personas a las que la guerra nos ha arrebatado nuestra condición de ciudadanos, nos queda tomar una botella de agua, prendas para el frío, unas pocas vituallas para el camino; tomar al más pequeño de la casa en nuestros brazos, los últimos ahorros y la documentación imprescindible para demostrar en cualquier frontera que no somos unos apátridas, sino pacíficos ciudadanos del mundo; no somos terroristas, sino apacibles trabajadores musulmanes que huimos de países asolados por la intolerancia religiosa y por las armas fabricadas en Occidente; cuando no por el integrismo capitalista y sus doctrinas homófobas. No, no somos yihadistas, señor ministro; somos humildes gentes que huimos de la barbarie que ustedes mismos desataron el día que decidieron que las reservas petrolíferas, los minerales y el gas de este continente se habían vuelto imprescindibles para mantener sus hogares, sus automóviles y toda su desdichada existencia consumista.
Independientemente del actual momento de violencia y decadencia, somos también hijos de una cultura que dio a la Humanidad eminentes hombres de ciencia en el pasado. Atrás dejamos los amados minaretes, las horas de amables y dilatadas conversaciones en las terrazas y ante el humeante té; las ciudades en llamas, sí, pero también las grandes bibliotecas, los hermosos templos, las viejas ruinas de ciudades y culturas desaparecidas; los mercados donde comprábamos el cordero, los deliciosos dátiles y las especias para la fiesta religiosa; los coloridos bazares donde adquiríamos las hermosas telas para la “melfa” y el precioso anillo para la amada.
También dejamos atrás una hermosa lengua, que fue vertida en bellos libros, firmados por ilustres y afamados autores que, para goce de todas las confesiones y culturas, llevaron nuestras costumbres, nuestros sueños y nuestros amores más allá de nuestras fronteras: desde las antiguas y deliciosas narraciones de Sahrazad, hasta las del Nobel Naguib Mahfuz.
Ya es triste tener que huir de la casa de los antepasados, de las ciudades y las montañas amadas y de los paisajes donde pastaban desde la antigüedad nuestros rebaños. Ya es desolador ver morir a los nuestros en las aguas, en el vano intento de escapar del salvaje estado de cosas que dejamos atrás. Pero ¿qué otra cosa puede hacer el que huye de ese infierno en el que unos y otros convirtieron nuestros amados países? No queremos habitar ese infernal mundo en el que ustedes convirtieron sus ciudades y sus vidas; solo queremos que nos devuelvan la paz que nos robaron. No queremos que nos devuelvan todo aquello que ustedes nos robaron en el pasado. Lo que queremos es que no sigan armando a los que convirtieron en un averno las aldeas, las ciudades; nuestras vidas de apacibles creyentes, que no esperan sino merecer la gloria de Alá. Sigan ustedes adorando al dinero y sirviendo a los dioses del consumo; a nosotros nos bastará con gozar cada día de la conversación amistosa, el ver crecer a nuestros hijos en paz; de gozar entre nosotros del amor, mientras nuestros cuerpos sean jóvenes; ver deslizarse nuestros días en la paz y el bienestar, la tolerancia y el estoicismo con que se deslizan entre nuestras manos las cuentas del “tashbi” de nuestros de creyentes.
¡Ah!, y cuando vean a un tipo de tez oscura y negros cabellos inclinado y orando, orientado hacia la Meca, no piensen que es un maldito terrorista; no es más que un creyente que, en esta hora tan difícil para todos nosotros, estará orando por todos. Sí, quizás también por ustedes. Y ojalá entre todos salvemos este planeta -en riesgo extremo-, hogar de todos los hombres y culturas.
Por la paz y el bienestar de todos los pueblos. “Inshallah”.