Querida Dolores Ibarruri
Para Lucil, amiga y traductora.
Para mí eres una voz. La voz que escuchó una niña de once años, incitando a los madrileños a resistir y no dar ni un paso atrás. Esa niña era mi madre y te escuchó en un teatro de variedades, que aún se mantenía en pie entre edificios con las entrañas al aire. Madrid entonces era polvo y escombros, pero tú eras un árbol que alumbraba sueños y dibujaba escuadras en el cielo. Mi madre te escuchó otra vez en Barcelona, despidiendo a las Brigadas Internacionales, con palabras de púrpura y acero. Para mi madre, que había soportado los bombardeos, el hambre y las noches de terror en el Metro, tu voz era un caudal de esperanza entre naufragios y oleadas de muerte. El cuerpo de mi madre temblaba de espanto durante las incursiones aéreas. Los piojos corrían por su cuerpo y la sarna martirizaba su piel, pero entre una explosión y otra, escuchaba la voz de una mujer que presumía de ser la madre de todos los milicianos y milicianas, proclamando que Madrid sería la tumba del fascismo.
Para mi madre, la guerra fue una hilera de cipreses, que paseaban por un cementerio, soñando con ser viñedos. Los viñedos también acompañan a los muertos, pero no son hijos de la sombra, sino del sol que viaja con las nubes hacia una patria desconocida, donde la noche y la aurora abren surcos en la espuma. Para mi madre, eras un viñedo, que renovaba su compromiso con la vida cada primavera. Por eso, se cobijó debajo de tus ramas, mientras las sirenas anunciaban llamaradas de odio y hogueras de plomo. Esa niña de once años, tímida, casi muda y delgada como un espectro, a veces pensó que no había mañana o que el mañana sería una prisión custodiada por lutos interminables. Sin embargo, tu voz hablaba de un mañana, sin niños hambrientos ni heraldos negros. Tu voz era la aurora al alcance de la mano, un pan tierno y esponjoso, una lumbre que palpita como una rosa recién nacida. Sin embargo, un día llegó la paz y la voz de Pasionaria se convirtió en un eco lejano, casi inaudible. La paz no se parecía a la paz, sino a la guerra. Las familias lloraban y las mesas seguían vacías como campos helados. Los muertos seguían madrugando para despedirse con el aliento frío de la primera hora de la mañana. Ya no caían bombas, pero el silencio hacía casi tanto daño como la metralla. Las cárceles abrían sus puertas temprano para que los reos de muerte dejaran sus lechos a otros infortunados, con el mismo destino. Mi madre te echaba de menos y soñaba que algún día volverías para enseñarle a crecer como una mujer libre y valiente, con la fuerza de un olivo y el coraje de un martillo.
Mi madre ya no era una niña de once años, sino una joven que crecía en un campo de sangre, con el alma transformada en harapos y los ojos heridos por la tristeza. Escuchó que te encontrabas en Rusia. De nuevo, luchabas contra el fascismo que avanzaba por la estepa, incendiando aldeas y quemando cosechas. Mi madre pensó que podría haber sido una de esas niñas españolas enviadas a la URSS para librarlas de los obuses, el tifus y el pan negro. Mis abuelos se echaron atrás a última hora, después de arreglar todos los papeles. Temieron perder a su hija para siempre. Pasionaria perdió a su único hijo en la batalla de Stalingrado. Las guerras son playas desiertas, con las huellas de los que se ahogaron mar adentro. Querida Dolores Ibarruri, nunca sabré lo que se experimenta al perder un hijo, pues mi carne ya es casi muerte y casi tiniebla, un sepulcro que me ofrece su lecho para tumbarme y contemplar el suicidio del cielo, que se abre las venas cada tarde, pintando las alturas de rojo, naranja, cárdeno, oro y violeta. Mi madre sobrevivió a la guerra, pero sus heridas nunca se cerraron. Yo he heredado su melancolía y no quise prolongar la pena con una hija que tal vez me preguntaría por qué el sonido de la lluvia se parece al jadeo de un moribundo. Por mis venas corren bestias enfermas y ángeles con lepra. Pasionaria, creo que tu hijo Rubén es una proa alta y esbelta, que cabecea en un mar tranquilo, cebando un anzuelo con forma de estrella. Tú sembraste la luz en sus entrañas y nunca ha perdido la esperanza.
Cuando regresaste a España en 1977, ya no soplaba el viento del pueblo, pese a que algunos decían que había vuelto a cantar y exhumaría a sus muertos, pero sólo era una ilusión, una triste mentira. Los almendros ya no florecían como en el 36, con esa fiereza de los huesos que se sacuden un yugo antiguo. La ceniza aún machaba las mejillas de los trabajadores y aún les reservaba nuevas humillaciones. Tú apenas habías cambiado. El sol aún esculpía tu osamenta de roble y tus manos eran encinas, con astros en la punta, despidiendo el fulgor de la sangre minera. Tu pelo aún se desordenaba como los besos intercambiados en una esquina. Tu voz seguía clamando por los que viven sin esperanza, olvidados por todos. Seguías siendo madre y mediodía, grito y delirio, pasión y consuelo. Tu corazón aún ardía de amor por la clase obrera, pero el mundo estaba ciego y dejó que te apagaras poco a poco, como un viejo recuerdo. Mi madre aún vive. La guerra sigue girando en su memoria, como una piedra de molino. Aunque han pasado muchos años, sigue escuchando tu voz, con el alma en vilo. Yo te escuché por primera vez a los quince o dieciséis años. Fue en la Casa de Campo, cerca del Manzanares, donde tantos y tantas cayeron por el sueño de un futuro sin amos. Ese tarde, sentí una poderosa ventisca con el eco de mil fusiles, pero creo que tu voz, querida Dolores Ibarruri, tu voz más profunda y verdadera, no es la que oí entonces, sino la que aún vive en el corazón de niña de mi madre, acallando su miedo.