Querido Periko Solabarria
Para Periko, que ha dejado una huella profunda en el barro y en el alma del pueblo vasco.
Tu padre era minero y enterró su infancia en galerías excavadas con la sangre de los pobres. El oro de los ricos es el pecado de un mundo ensombrecido por las torres de la avaricia. La sangre que escupen los mineros es la dinamita que algún día despertará a una humanidad humillada y resignada. Tu padre era compañero del marido de Dolores Ibarruri, “Pasionaria”. Los dos pasaron horas interminables agarrados a un martillo, soportando el polvo, el calor, la humedad y el ruido. De niño, bailaste con la “Pasionaria”. Imagino tus pasos de niño al lado de una mujer que desafió a los amos, recordándoles que las cadenas pueden convertirse en hogueras y calcinar sus huesos. Creo que entonces tu corazón ya era una ventana, donde se dibujaban auroras febriles y obstinadas, sedientas de esperanza y de belleza. Tu padre murió cuando tenías diez años, con los pulmones derruidos por la tuberculosis. El abuelo de Piedad, mi compañera, también trabajó en una mina. Era una mina de metal en una Andalucía desangrada y exhausta. La codicia de unos pocos obligaba a los niños a morir día a día, con una azada, una pala o un martillo en la mano, alejándoles de los patios y las escuelas donde se escucha el sonido de las fuentes o el vuelo de las mariposas. Para los niños pobres sólo hay mariposas negras que preludian el tacto áspero de su calavera. El abuelo de Piedad se hizo comunista y acabó en un campo de concentración franquista. Pasó seis años en la casa de los muertos. Cuando recobró la libertad, era un espectro y su vida se extinguía con el jadeo de un árbol herido por un rayo. Murió en extrañas circunstancias, como tantos mineros y jornaleros que sucumbieron en una posguerra donde habían triunfado el odio y la malicia
Eras monaguillo y te hiciste sacerdote, pero no para absolver a los explotadores, sino para asaltar los cielos y flotar en la espuma de las trincheras. No querías ser un santo. Querías ser pueblo, no apartarte de tus orígenes y abandonar a los que sudaban en los surcos o en las obras, con el rostro desdibujándose como arena y las manos agraviadas por la piedra, el hierro, los clavos o las astillas. Te despojaste de la sotana, esgrimiste una pala y empezaste tu carrera de maestro, conspirador, abertzale y agitador sindical. No querías pisar alfombras, sino barro. Por eso, bajaste a un sótano y acogiste a todo el que llamaba a tu puerta, pidiendo pan, solidaridad o algo de afecto. Pasaste tres meses en la cárcel de Zamora, donde coincidiste con el padre Mariano Gamo, otro cura rojo y obrero que le dio la comunión a Piedad en un parque de Moratalaz, pues unos matones fascistas habían incendiado su iglesia. Te casaste con Begoña, una mujer luchadora, “una rosa enfurecida” que habría inspirado a Miguel Hernández versos de “cristales y metralla”. Cuando te eligieron diputado, te acercaste a la cárcel de Soria con Telesforo Monzón y Ortzi Letamendia para entregar tu acta a las presas y los presos políticos vascos, los verdaderos representantes del pueblo, exigiendo su libertad. Tuviste tres hijos, pero aún eres sacerdote, pues el obispado no se atreve a dejar sin pastor a los pobres y los trabajadores. Siempre has sabido que la principal cualidad del revolucionario es el amor. Por eso, cuando fundaste una “Universidad” en La Arboleda de los Montes de Triano, el barrio minero donde creció tu padre, pedías a los niños que acudieran al aula a cambio de un beso. No era una Universidad, sino una Escuela, donde niñas y niños de cuatro a catorce años aprendían autoestima. No les enseñaste el evangelio, sino a leer y pensar para que se sintieran dignos y libres. Cuando te preguntaban por Dios, les decías que nunca había pasado por allí o que se había alejado corriendo, después de ver tanta miseria. Tampoco les enseñaste el “Padre Nuestro” ni el “Cara al Sol”, pero sí les ayudaste a memorizar la alineación del Athletic. Harto de que tus alumnos se mojaran los pies en un camino lleno de charcos y piedras, cortaste una carretera con el banco más largo de la iglesia. Los chavales permanecieron a tu lado cinco días, soportando el acoso de la Guardia Civil, que paseaba sus metralletas, con los dedos crispados sobre el gatillo. Fue tu primera barricada y tu primer acto ilegal. Siempre has sido ilegal, clandestino, pues no aceptas que las leyes puedan excluir a ningún hombre o mujer de la familia humana. Eres nacionalista e internacionalista. La txapela es el símbolo permanente de tu amor a Euskal Herria, pero ese amor no es excluyente, pues sigues la estela de Pakito Arriarán: “dos pueblos a los que amar, un mundo por el que luchar”. En tu corazón, caben todos los pueblos y cualquier anhelo de libertad.
No sé qué admiro más de ti. Te sobra ternura, coraje, compromiso, solidaridad, sencillez, humildad. Recuerdo tu impotencia al contarme cómo murió una chica de dieciocho años en tus brazos, mientras intentabas cortar con su madre una hemorragia provocada por un aborto espontáneo. En La Arboleda no había médico ni farmacia ni carreteras. Sólo tú tenías un pequeño botiquín con penicilina, pero resultó insuficiente. Siempre has luchado contra el machismo. Dices que el cuerpo de un hombre no es sino el alma de una mujer. Creo que has devenido mujer, como exigía Simone de Beauvoir. Te ofreciste para ser alanceado y torturado en Tordesillas, ocupando el lugar del Toro de la Vega. Casi te mueres de hambre en Triano porque sólo comías pan y aceite, repartiendo el resto de tu comida entre los necesitados. No era caridad, sino solidaridad, pues sufrías con ellos para ser uno más y vivir la experiencia de la fraternidad y la comunidad. Necesitabas muy poco para salir adelante y eso te permitía desprenderte de todo, pero el cuerpo te dio un susto y las privaciones te situaron en el umbral de la muerte. No lo recuerdas con dolor, sino con alegría. En Triano descubriste la Luna. No había luz eléctrica y dependíais de ella para avanzar en mitad de la noche. Muchas veces subías a lo alto y contemplabas el barrio de Neguri al otro lado del río, con sus bombillas y su riqueza. Allí comprendiste que había algo más importante que Dios: “Nadie debe escupir sangre para que otros vivan mejor”. No es fácil, querido Periko, escoger un gesto que simbolice tu entrega, pues nunca has hecho otra cosa que vivir para los demás. Me quedo con algo reciente. Hace unos días, te acercaste a un hospital y te mezclaste con los enfermos de psiquiatría. Les escuchaste, les abrazaste, les acompañaste y te dolió terriblemente su soledad. Nunca diste tantos abrazos. Todos repetían que eso era lo que necesitaban, que sólo podía curarles el amor. El amor que sólo puede dar un hombre como tú. Un poeta, un revolucionario, un peón de la construcción, el hijo de un minero que ya es viento del pueblo y una arboleda encendiendo sueños sobre el mar.