Recuerdo de Galdós con Electra
Arturo del Villar*. LQS. Mayo 2018
Aprovechemos la conmemoración de los 175 años del nacimiento de Benito Pérez Galdós, acaecido el 10 de mayo de 1843, para recordar el que fue no solamente su mayor triunfo dramático, sino incluso el de todo el teatro español: el estreno de Electra el 30 de enero de 1901 en el Teatro Español de Madrid: hasta treinta y dos veces se alzó el telón, al terminar la representación, para que su autor saludase al aplauso interminable del público. No se tiene noticia de un éxito semejante en la historia de nuestro teatro.
Según cuentan los diarios de la época aquel día nevó intensamente en Madrid, como en los anteriores, por lo que hacía un intenso frío que animaba a la gente a quedarse en su casa; pero el Teatro Español estaba completamente lleno en todas sus localidades. El día anterior se había celebrado el ensayo general con todo de Electra, al que asistieron muchos invitados. Constituyó un gran éxito, muy comentado en todas las tertulias literarias y políticas en aquel Madrid sin alicientes, que lloraba todavía las consecuencias del llamado desastre de 1898. Así que, a pesar de la copiosa nevada y del frío consiguiente, los espectadores acudieron en masa al teatro, hasta agotar las localidades, por suponer que iban a tomar parte en una representación inolvidable.
La compañía de Matilde Moreno y Francisco Fuentes sabía que se arriesgaba mucho al estrenar Electra, porque era lo que en la época se denominaba una obra de tesis, y necesariamente tenía que provocar división de opiniones entre el público. Es obligado que las obras de tesis entusiasmen a unos y molesten a otros, según su ideología. Se esperaban incidentes, aunque el día del estreno fueron moderados, solamente algunos insultos a los actores y al autor en determinadas escenas. En los días posteriores parece que las fuerzas de derechas se conjuraron para poner fin a las representaciones, y por ello acudieron en masa, con las naturales consecuencias; comentaremos alguna enseguida.
Manifestación republicana
El público del estreno parece que era favorable mayoritariamente a la tesis de la obra y a su autor, que fue reclamado para que saliera a escena ya al final del tercer acto, entre los vivas entusiastas de una gran mayoría de los espectadores situados en todas las localidades, tanto las butacas de patio como el llamado gallinero. Y el espectáculo continuó en las calles nevadas, porque una multitud enardecida acompañó al autor hasta su casa, atravesando el centro de Madrid en procesión clamorosa, para concluir cantando ante su puerta La Marsellesa, el himno internacional de los republicanos. Este suceso constituye asimismo un acontecimiento excepcional, porque se saca a hombros a los toreros por una faena aplaudida, pero los autores dramáticos no alcanzan tanto fervor popular.
También dan cuenta los diarios de la convocatoria hecha por el conde de Toreno, a la sazón gobernador civil de Madrid, al empresario del Teatro Español para que acudiera a su despecho oficial. En la entrevista, que resultó muy cordial, según las crónicas, el gobernador le “recomendó” que evitara las manifestaciones políticas en el teatro, y además le informó de haber tomado medidas para evitar la repetición de incidentes. De modo que el teatro estuvo desde entonces vigilado por la fuerza pública dentro y fuera.
Recordemos que entonces España estaba regida por María Cristina de Habsburgo–Lorena, durante la minoría de edad de su hijo, que terminó al año siguiente. En enero de 1901 presidía el Gobierno el general Marcelo Azcárraga, anteriormente ministro de la Guerra en el Gabinete conservador de Francisco Silvela. No estaba el tiempo político más claro que el atmosférico; más bien resultaba peor.
El fanatismo religioso a escena
Electra era, y sigue siendo, una denuncia del fanatismo religioso, tal como lo practican muchos catolicorromanos. No es una obra antirreligiosa, sino todo lo contrario: los personajes espiritualmente sanos quieren buscar a Dios en el mundo creado por él, y no entre las paredes de un convento en donde se practica un celo exacerbado, a resultas de un rigorismo contrario a la predicación de Jesucristo.
Galdós impuso un nombre alegórico inusual hasta entonces a la protagonista, aunque después lo llevaron numerosas muchachas, sobre todo en las familias anarquistas. Electra significa la luz eléctrica, una aportación científica que ilumina la noche y las tinieblas, no sólo las físicas, sino principalmente las intelectuales y las espirituales. Sirve para alumbrar a la razón, liberándola del sometimiento al oscurantismo impuesto por la Iglesia catolicorromana, capaz de tergiversar hasta el mensaje de Jesucristo a su conveniencia.
El drama contiene efectivamente una tesis liberal, acorde con la ideología de Galdós. Cuenta la historia de una muchacha hija de padre desconocido y de una madre perteneciente a la alta burguesía, Eleuteria, que fue internada a los cinco años en un convento de ursulinas en Bayona; allí le cambian ese nombre poco eufónico por el de Electra. En el momento de la representación tiene dieciocho años, y ha sido traída a Madrid por unos primos de su madre, los señores de García Yuste, Urbano y Evarista, que no tienen hijos, y se hallan en buena situación económica.
Comparte ese hogar con ellos otro sobrino, Máximo Yuste, un científico de 35 años, viudo y con dos hijos, que representa el progreso frente a la tradición. Los dos primos, Electra y Máximo, se enamoran y son felices en su amor puro y sencillo, en espera de casarse pronto, con el beneplácito de los tíos, que aprueban el enlace.
El jesuitón en casa
Aparece en escena un personaje siniestro, Salvador Pantoja, amigo de la familia, un jesuitón de 50 años siempre vestido de negro que, cuando le preguntan por su salud, responde así: “Mal y bien. Mal, porque me afligen desazones y achaques. Bien, porque me agrada el dolor, y el sufrimiento me regocija” (acto I, escena V, página 20 de la primera edición, Madrid, Obras de Pérez Galdós, 1901). El término jesuitón es de uso vulgar, aunque no lo recoge el Diccionario de la lengua española, redactado por los académicos sabihondos, que sí define coloquialmente jesuita como “Hipócrita, taimado”: tal es el concepto popular entre los españoles de esa siniestra orden presuntamente religiosa.
Este sujeto quiere que Electra profese en un convento, y cuenta para ello con la débil voluntad de los tíos: Urbano está completamente doblegado a las opiniones de su esposa, como él mismo reconoce (acto IV, escena IV, p. 208), y Evarista tiene por santas e indiscutibles las de Pantoja. Para conseguir sus propósitos Pantoja miente tranquilamente, conforme a la máxima catolicorromana de que el fin justifica los medios. Se considera elegido por Dios para salvar a los pecadores, y es capaz de mostrarse petulante por eso: “Yo no necesito decir a ustedes el fundamento de mi autoridad” (acto III, escena X, ibídem, p. 183), “Electra me pertenece; basta que yo lo diga” (p. 185), “Mis fines son muy altos. Hacia ellos voy… por los caminos posibles” (acto IV, escena X, p. 243). Un jesuitón modélico, está muy claro.
Naturalmente, para las inteligencias normales su figura es repulsiva, y así la sienten los espectadores sensatos. Basándose en una falsa interpretación de la doctrina cristiana, quiere imponer el sufrimiento, la renuncia al amor y la sumisión ciega a una teoría. Eso es todo lo contrario de lo que predicó Jesucristo, cuando afirmó que Dios es amor y que el conocimiento de la verdad hace libres a los seres humanos.
El sectarismo contra el amor
Pantoja representa en el drama al jesuita infiltrado en todos los estamentos de la sociedad, el consejero de las familias burguesas, el dueño absoluto de las conciencias femeninas desde el confesionario y la llamada dirección espiritual. Era costumbre en las familias acomodadas contar con el asesoramiento de un jesuita, dueño absoluto de las conciencias. Acerca de su influencia en la burguesía vascongada escribió Vicente Blasco Ibáñez una excelente novela, El intruso, adaptada también al teatro, aunque no por él: demuestra cómo se apodera de las familias de una manera pérfidamente calculadora, hasta ser su amo y condicionar su existencia. Por eso, durante las representaciones se gritaban vivas a Galdós y mueras a los jesuitas.
Pantoja es un seglar, pero con todos los vicios característicos del cura o el fraile convertido en consejero familiar, fundamentalmente un jesuita. No quiso Galdós sacar al escenario a un eclesiástico, sobre los que tantas noticias dejó en sus novelas. La lista de los curas presentes en sus obras es muy larga; suelen ser, con pocas excepciones, avaros, ignorantes, fanáticos, cerriles, absolutistas y tradicionalistas. Prefirió no poner a uno de ellos en las tablas, pero el carácter de Pantoja es el de uno de sus curas típicos. Los espectadores reconocieron en él sin ninguna dificultad al jesuita taimado que impone su voluntad a los crédulos en su doctrina, y lo rechazaron con indignación.
En este drama no consigue sus propósitos, porque al final triunfa el amor, que es la luz del mundo: Máximo saca a Electra del convento, y no sólo a ella, sino también a otra monja, sor Dorotea, que había sido encerrada allí contra su voluntad. La desesperación de Pantoja al saberlo contrasta con la alegría de los restantes personajes, que abandonan las tinieblas del convento para amar a Dios en el mundo y en libertad.
La opinión popular
Una obra de tesis, con seguridad, muy bien planteada y resuelta, aprobada por los espectadores. Galdós era y sigue siendo el novelista más popular de España. Eso es debido a que conocía muy bien al pueblo español, y en sus obras reproducía la realidad social tan fielmente que un ciudadano cualquiera se podía ver retratado en sus páginas. No inventó el anticlericalismo, sino que lo copió de una opinión generalizada entre los españoles, después de llevar siglos soportando la dictadura de Roma y su Inquisición.
Como muestra de la opinión favorable en los diarios sobre el estreno baste copiar unos fragmentos de lo que publicó El Heraldo aquella noche, semejante a las crónicas facilitadas por los periódicos de ideología liberal compartida por el dramaturgo:
Pero no es una manifestación la de anoche que se hace al artista de empuje; es algo más que esto, es un movimiento de revolución social; es un grito que sale del pecho de un pueblo que pide luz, aire y libertad; que reclama sus derechos civiles para ejercerlos en las condiciones modernas y europeas, en una palabra, una resurrección.
La batalla al clericalismo anunciada desde la tribuna parlamentaria, se libró anoche en el Teatro Español, con entusiasmo delirante.
Pobre pueblo español bajo la monarquía borbónica, siempre pidiendo “luz, aire y libertad” y siempre inútilmente, porque la alianza entre el alta y el trono sujeta sus ansias expansivas.
Los fanáticos atacan con furia
Las críticas publicadas en los diarios de derechas no hace falta decir que vieron el drama de una manera completamente distinta. Y como era de esperar, la reacción eclesiástica fue inmediata. Aquel momento era de efervescencia, porque en París se discutía la separación entre la Iglesia y el Estado, con implantación de la enseñanza laica, y muchos españoles confiaban en que el ejemplo de Francia atravesara los Pirineos, y por lo menos se plantease aquí el tema, una esperanza fallida, naturalmente.
Al contar con las pertinentes aprobaciones eclesiásticas, los neocatólicos, o sencillamente conocidos por los neos, que eran paradójicamente los más retrógrados y fanáticos de todos los catolicorromanos, estaban dispuestos a llegar a la agresión para que España continuase sometida a las decisiones del Vaticano. Las obras de Galdós constituían para ellos monumentos a la impiedad que debían ser derribados, por lo que se lanzaron contra él con todo el armamento bendecido por la clerigalla.
Como ruidosa advertencia un petardo explotó en la ventana del despacho de Galdós, sin causar más que desperfectos exteriores. Fracasaron en su propósito de asustarle. Mucho más graves fueron los incidentes del 1 de febrero: unos obreros, pertenecientes a la asociación El Porvenir del Trabajo, esperaban ante la puerta del Teatro Español a que saliera el autor de Electra, para felicitarle por el éxito obtenido, pero antes salió un grupo de reventadores, dando vivas a los jesuitas, que atacó a los obreros salvajemente.
Tal como había advertido el gobernador civil, el Teatro Español se hallaba custodiado por la policía, que intervino, según era de esperar, para acometer a los obreros con los sables desenvainados, no a los reventadores, como es natural en la monarquía. Hubo heridos y detenidos, todos entre los obreros, por supuesto. Quedaba claro el intento de provocar alteraciones del orden público, para que fuera prohibida la representación. Pero los periódicos denunciaron los hechos, y el escándalo fue tan grande que alcanzó al Gobierno conservador del general Azcárraga.
No se amedrentaron los espectadores por hechos como el señalado, que se fueron repitiendo con asiduidad, ante la desidia de la policía. Todo lo contrario, ya que los escándalos suelen atraer la atención de la gente.
Persecución en toda España
Por supuesto, los ataques no se limitaron a Madrid, sino que se reprodujeron en las provincias a las que se desplazó a compañía, y con mayor virulencia todavía, como es propio de los pueblos españoles. La clerigalla azuzaba a sus crédulos, garantizando desde los púlpitos el fuego eterno a quienes acudiesen a presenciar una representación de Electra, en contra de sus advertencias. El propio Galdós contaba que en Toro los actores se vieron obligados a huir precipitadamente de la población, perseguidos por los clericales incitados por los curas. En Santiago de Compostela tuvieron que dormir en la calle, porque los clérigos amenazaron con el infierno a quienes les diesen alojamiento. En varios lugares se organizaron procesiones callejeras a la hora de la representación para impedirla. Nada sorprendente. La España eterna actuaba como siempre.
Solamente lograron sus propósitos inquisitoriales a medias, porque el pueblo estaba de acuerdo con la tesis de Electra. Se representó en Madrid cien veces consecutivas, lo que era algo inusitado a comienzos del siglo XX, cuando la permanencia en cartel de una obra de éxito solía ser de una semana. Además, ese mismo año se estrenó en Francia, Italia, Alemania e Inglaterra, traducida a sus respectivos idiomas, con el mismo éxito, y mostró a los espectadores la realidad de una España geográficamente europea, aunque en realidad tercermundista.
Por entonces era Galdós el editor de sus obras, cansado de padecer estafas. En febrero lanzó dos ediciones de Electra, y en marzo la tercera, agotadas inmediatamente. Al parecer, imprimió sesenta mil ejemplares en esas tres tiradas, cifra elevadísima en 1901, si se considera que de los diecinueve millones de habitantes que tenía entonces el reino de España, no sabía leer el 67 por ciento.
Convertida en bandera reivindicativa de la libertad de conciencia, un grupo de escritores entonces jóvenes decidió editar una revista literaria con el titulo de Electra. Apareció su primer número el 16 de marzo de 1901, y tuvo una corta vida, como es usual en España con las empresas generosas, pese a que en sus páginas colaboraban Rubén Darío, Vicente Blasco Ibáñez, Antonio Machado, José Nakens, Juan Ramón Jiménez, Ramón del Valle-Inclán, Luis Bello, Gabriel Alomar, Roberto Castrovido, y otras firmas prestigiosas. O sería preferible no escribir “pese a que”, sino “debido a que”, porque así es la España eterna de ayer y hoy.
Galdós republicano
Ese pueblo mayoritariamente analfabeto y en consecuencia inculto sentía un ansia de revolución social, como lo señaló el crítico de El Heraldo. Al aplaudir la representación de Electra no aclamaba un drama literario, sino que reclamaba su liberación, y se identificaba con el pensamiento democrático y laicista del autor. Aunque recibiesen los aplausos Galdós y los actores, en realidad estaban dirigidos a un ideal de vida en libertad, sin la opresión de la Iglesia catolicorromana protegida por la monarquía borbónica en su alianza de mutua conveniencia contra el pueblo sumiso. El pueblo no leía, pero sufría y cavilaba.
La ideología de Galdós estaba bien definida desde la aparición de su primera novela, La Fontana de Oro, donde se ve a un fraile mercedario fanático imponer su voluntad a una familia. En 1906 se afilió al Partido Republicano, pero reconocía que “aun cuando retraído y concretado a mi labor literaria, venía siendo casi republicano desde 1880” (citado por Luis del Olmet y Arturo García Garrafa, Galdós, Madrid, Imprenta de Alrededor del Mundo, 1912, p. 101).
El 6 de abril de 1907 el diario madrileño El Liberal insertó una carta de Galdós bajo el título “Galdós republicano”, en la que explicaba claramente su pensamiento político, por si no se deducía de sus escritos:
A los que me preguntan la razón de haberme acogido al ideal republicano, les doy esta sincera contestación: tiempo hacía que mis sentimientos monárquicos estaban amortiguados; se extinguieron absolutamente cuando la Ley de Asociaciones planteó en pobres términos el capital problema español; cuando vimos claramente que el régimen se obstinaba en fundamentar su existencia en la petrificación teocrática. Después de esto, que implicaba la cesión parcial de la soberanía, no quedaba ya ninguna esperanza. ¡Adiós ensueños de regeneración, adiós anhelos de laicismo y cultura! El término de aquella controversia sobre la ley Dávila fue condenarnos a vivir adormecidos en el regazo frailuno, fue añadir a las innumerables tiranías que padecemos el aterrador caciquismo eclesiástico.
Al consolidarse la conjunción republicano—socialista aceptó presentarse candidato a Cortes en sus filas. En un mitin celebrado en Madrid el 7 de noviembre de 1909, donde se proclamó la conjunción republicano-socialista, Joaquín Dicenta leyó un saludo de Galdós. Afirmaba estar dispuesto a emprender en las Cortes la lucha por la regeneración de España, hasta entonces sostenida en sus escritos, para liberarla de la dictadura monárquica y del fanatismo eclesiástico. Y los electores le dieron su voto, convencidos de que el Partido Republicano y Galdós eran sus representantes naturales.
Con santa ira y violencia
Si hasta entonces la Iglesia catolicorromana se limitó a censurar las obras de Galdós al calificarlas de perjudiciales, vio una oportunidad de vengarse fieramente de él cuando en 1906 se postuló su nombre como candidato para el premio Nobel de Literatura de ese año. La clerigalla reaccionó airadamente, a pesar del mandato evangélico de perdonar las ofensas hasta setenta veces siete. Lanzó una campaña pública de injurias contra Galdós, destinada a impedir que se le concediera el máximo galardón literario mundial, sin considerar que el otorgamiento a un español redundaba en beneficio de España.
Dado que la fama de Galdós como excelente fabulador estaba extendida internacionalmente, en 1912 se filtró que la Academia Sueca había decidido otorgarle al fin su galardón. Entonces se desató la más feroz campaña clerical contra el escritor, en la que intervino el diario vaticano L´Osservatore Romano, para denunciar “aquel espíritu sectario que se transparenta en muchas de sus obras”, palabras que resultan sarcásticas al estar impresas en el más sectario de los panfletos existentes nunca.
Consiguieron su nada cristiano propósito. La reacción contra Galdós fue tan violenta a escala internacional, azuzada por los obispos españoles, que la Academia Sueca reconsideró su actitud, y no le concedió el premio. Fue la venganza de la Iglesia de Roma contra quien se atrevía a denunciar sus abusos en novelas y dramas de gran aceptación popular. Y tuvo suerte, porque al estar abolido el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, se libró de ser asado a fuego lento en la Plaza Mayor de Madrid, como tantos otros escritores en tiempos pretéritos.
Sin embargo, el celo inquisitorial le persiguió hasta después de su muerte, y durante muchos años después. Había fallecido, pero sus obras continuarían editándose, probablemente con gran éxito popular, de modo que la noticia de su muerte fue acogida con afán revanchista, nada cristiano, y por eso mismo predilecto de la secta catolicorromana. Los periódicos fundamentalistas publicaron artículos denigratorios, en los que se devaluaba su escritura y se denunciaba su republicanismo: en opinión de El Siglo Futuro, El Pensamiento Español, El Universo o El Debate, los más violentos entre los fanáticos, todo el mal venía de ser republicano el escritor.
Para insultar su memoria, se publicó que había muerto reconciliado con la Iglesia catolicorromana, después de recibir todos sus sacramentos. Sin embargo, su sobrino José Hurtado de Mendoza, que vivía con él y no se apartó de su lado en sus últimos días, remitió una carta abierta para que fuese impresa en El Liberal, el 12 de enero de 1920, ocho días después de su muerte, desmintiendo rotundamente ese bulo absurdo.
Lo más triste de esta aventura dramática es constatar que las denuncias de Galdós siguen teniendo actualidad, porque en el reino de España manda la Conferencia Episcopal presidida ahora por un tal Blázquez, un tipo siniestro que controla la vida pública y privada de los españoles. Lógico, si tenemos en cuenta que el rey posee el apelativo de católico, concedido por el abominable papa Alejandro VI a Isabel y Fernando y sus sucesores en 1496. Todavía.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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