Relato: Peligrosos terroristas en la dictadura brasileña

Relato: Peligrosos terroristas en la dictadura brasileña

Por Urariano Mota*.

Extracto de la novela “La más larga duración de la juventud”

1970. Estoy en el trabajo, en el maldito y torturante trabajo, donde me dedico a ganar el pan, tratando de escribir guías de transporte de material eléctrico. Soy malo para el teclado, porque utilizo solamente dos dedos, y con un humor que varía entre la rabia y el aburrimiento. Quiero ser poeta, quiero ser cronista, pero mi literatura es composta de versos que son listas de tornillos, ampolletas, cables y llaves de luz. Además, el que firma el poema es el jefe del departamento. Soy por lo tanto el autor de poesía de circulación intensa, y dirigida a electricistas que no leen. Un infierno. Trabajo en una oficina de techo de zinc, en el local que la empresa ha construido en la sede de Avenida João de Barros. Entre amargado y rabioso, aprovecho los intervalos de almuerzo para copiar verdaderos poemas, como los de Drummond, que luego los escondo en un cajón:

“Sobre la arena de la playa
Oscar dibuja el proyecto.
Salta el edificio
de la arena de la playa…

Era bueno amar, desamar,
morder, aullar, desesperar,
era bueno mentir y sufrir.
¿Qué importa la lluvia sobre el mar?
¿Qué importa la lluvia en todo el mundo? O el fuego”

Sorpresivamente, en un fin de tarde, Luiz do Carmo golpeó la ventada de la oficina, en 1970. Muchas veces él aparecía así, de la nada, y lo seguiría haciendo hasta sus últimos días. Las noticias aquella vez no eran boas, como siempre, en aquellos años. Su rostro gordo, sin pelos, que aún no ganaba su conocido bigote a lo Pancho Villa, surge detrás del vidrio. Los colegas se dan vuelta para saber quién es. Parece ser un desconocido. Imaginen que cosa más rara puede ser que en medio de la dictadura en Brasil alguien viera al rostro asustado de un joven que golpea la ventana, y luego señalara a un funcionario sospechoso de su gusto por la poesía, haciéndole gestos desesperados para que saliera a la calle urgente. En vez de entrar – no había prohibición de que entrar a la oficina –, Luiz do Carmo golpeó la ventana, entre lo fuerte y lo aún más fuerte, con los ojos saltones y señales escandalosos con las manos para que yo lo fuera a ver. Salgo, pese a saber de la desconfianza que la escena ha generado entre los colegas me miran detrás de mis espaldas. Imagino que no será nada de bueno. Pero me equivoco:

– La represión me fue a buscar en la escuela.

– ¿En serio? – las ganas que tengo es de decir preguntarle irónicamente si “¿no podría usted haber guardado la noticia hasta el final de la jornada?”, o peor: “¿qué podré hacer yo con la policía detrás de tus espaldas?”, pero me ha callado el respeto, como forma de nombrar a la solidaridad – ¿Pero así de la nada?

– Hay un policía allá en el grupo, fue el que me delató. Mira, si ellos van a la secretaría, van a saber la dirección de mi casa.

– Si, lo comprendo – y empezó a dejarse tomar por el miedo, por lo que me doy cuenta de que la cosa se está poniendo más tensa.

– Ya estoy clandestino – sigue Luiz do Carmo, hablando rápidamente – Ellos no pueden atraparme. No pueden. Soy el director de la UBES en el Recife.

“Acabo de ser presentado a la dirección”, pienso. “Que momento, amigo, estoy honrado”, me digo a mi mismo, mientras miro a todos los lados. La UBES es la Unión Brasileña de los Estudiantes Secundarios. Esta era la novedad: mi amigo es su dirigente, con esta cara de niñato, sin pelos en el rostro. Y no puede ser atrapado, una responsabilidad que me toca a mía. Pero si soy un don nadie, escribo poesía de versos sobre tornillos. Un pensamiento corre veloz por mi cabeza: los presos políticos mueren bajo tortura o regresan como fantasmas en forma de gente, llenos de secuelas físicas y mentales. En mí se dividen la solidaridad al compañero perseguido y el deseo de huir del incendio, que empezó por él y va afectar también a mi propia seguridad. Claro que podré terminar también en la cárcel y la tortura. Además, si regreso a la prisión, me darán un castigo aún peor. Ahora, décadas después, vuelvo a sentir lo mismo. Lo que le pasó a Luiz do Carmo en el bar puede ser un anticipo para mí. En este momento en que escribo, él ya no está presente en el sentido físico. Quizás con algo de resistencia en asumirlo, creo que él estaría de acuerdo con mi honestidad en relatar aquellos momentos: cuando la policía política está detrás de uno, es imposible no estar aterrado. Justo a él, justo a nosotros, y a todos los militantes de Acción Popular, todos los que están en contra de la dictadura. “En la dura”, como dicen hoy por hoy los más jóvenes, tan jóvenes como lo fuimos nosotros, que nos creíamos tan heroicos, y a la hora del fuego estábamos paralizados. En nuestros oídos sonaba el sonido de la canción que relataba la aventura del Guerreara en la selva boliviana, los más viejos recordaban las hazañas del Ejército Rojo contra el nazismo, los grandes también sabían de la bravura de los vietnamitas, pero nosotros no somos el Ejército Rojo ni los vietnamitas, y menos aún en esta hora de angustia. Luiz do Carmo tenía los ojos saltones. Todos nos están mirando, pero que se vayan a la madre que los parió.

– La familia de mi novia me dijo que estoy en la lista. Luego estaré en los carteles que dicen “terrorista buscado”.

– Es un absurdo, compañero. Vos, terrorista…

Más que la imagen del Che, se me ocurrió la cara de los terroristas en los carteles en las calles. El aquel entonces, el prostíbulo de Recife se volvió revolucionario, con los compañeros andando por todos lados y gritando “Ula, Ula, vámonos”. Y por el compromiso, él sigue gritando, ahora mirándome a los ojos. Tenemos una tarea. Entonces yo le digo, con miedo y pavor, pero le digo, aquel sentimiento en que la empatía vence por segundos al medo, en el sentido de ir más allá de nuestra piel, eso que a veces llaman solidaridad, la llama misma del compañerismo:

– ¿Qué podemos hacer?

Pregunto y me arrepiento, pero ya es tarde. Además, todo lo que hablara de más era inútil. También ya me sentía en la lista de más buscados, con o sin ánimo, y aunque tuviera las piernas temblando. Nadie le pregunta a un condenado a la silla eléctrica si él pretende morir con coraje. Él simplemente se va. Y yo fui.

– ¿Dónde va a ser nuestro punto?

– En la Playa de los Milagros, en Olinda. A las ocho de la noche.

No estoy describiendo una naturaleza muerta. Mientras escribo, la vida está pasando acá. Este pasado que estoy reviviendo no ha muerto, los personajes no son muñecos de cera. Son personas que fueron, que son y que actúan ahora mismo, en Olinda, en Recife. No hablo de seres muertos. Hablo de quienes cazaban como el terrorista Luiz do Carmo, y merodeaban en la Playa de los Milagros. Él camina por la arena de la playa antes que el bolígrafo deslice por esta página.

Estamos a noche y la playa está desierta. Un escenario ideal para un crimen, yo diría que en aquel año. Allá, había una nueva persona entre las piedras de la playa: Célio, el inflexible stalinista. Uso “inflexible stalinista” sin cualquier redundancia. Célio es un admirador de Stalin, sobre quien no admite ni un chiste liviano, como este. En nuestras charlas, a veces contamos el chiste de que cierta vez, en un encuentro de partidos comunistas de mundo, fue a la tribuna el guía máximo de los pueblos. Stalin, claro. Silencio absoluto, como absolutas deberían ser todas las cosas allá. Pero cuando Stalin empezó a hablar, se escuchó un estornudo. Entonces, el líder máximo se detiene, y de forma solemne, aunque algunos digan que fue amenazante y aterrador, pregunta: “¿quién ha estornudado?”. Se hizo un silencia, entonces Stalin ordenó: “guardias, fusilen a todos en la primera fila”. Orden cumplida, el líder siguió hablando a los sobrevivientes, aunque se mantuvo en el ambiente el clima de terror de que se escuchara un nuevo estornudo, que justificase nuevos fusilamientos. Hasta que un señor de edad, pálido y tembloroso, se levantó y dijo: “fui yo, el del estornudo”. A lo que Stalin reaccionó con: “salud, camarada”.

Esa invencion de humor, para la cual sonreiríamos apretando los dientes, como los cristianos aprietan los dientes ante un chiste hereje, y ante esa infamia Célio nos respondió:

– ¡Eso no se cuenta ni a la mujer en la cama! Chiste contrarrevolucionario, que genera un ambiente contra el socialismo.

Y nosotros, aunque no estuviéramos de acuerdo, con tan devastador papel de la historia de Stalin y el estornudo, no lo contradecimos. En parte porque dábamos razón a Célio, pero también porque no deseábamos un chascarro, que alegasen que “aquellos son los que dicen calumnias contra Stalin”. El hecho innegable es que Célio era un cuadro joven, tan inexperto cuanto nosotros, pero respetable por la dedicación a la militancia. Me lo reencontré en las piedras de la playa de los Milagros. Tensos, procuramos informarnos sobre las últimas noticias de la represión, hasta que vimos una sombra rara en la playa. Bajo oscuridad de la noche, por las formas de un individuo casi gordo caminando solo a aquella hora en la playa, desconfiamos ser una aparición de Luiz do Carmo. Entonces la sombra que parecía ser él se aproxima, y lo reconocemos, porque muestra los disfraces de un perseguido por la dictadura. En el primer lugar, porque nos ve, pero finge que no nos ha visto todavía, aunque se ofrece al contacto como una mariposa contra la luz. En segundo, porque desborda el poder del su disfraz: él viste una chaqueta en pleno calor del verano, además de lentes oscuros y gorra, una torturante gorra blanca, sucia, con unas florecitas pintadas. Por la chaqueta y los lentes, él se volvió la personificación del dibujo clásico en Recife. Por la gorra, él parece es un guerrillero de teatro, pese a las florecitas de adorno.

– Fue lo que conseguí para el disfraz – nos contaría él años después.

Pero en la agonía del momento, sentimos la rareza en la mistura de perseguido político y disfraz de adolescente revolucionario. Entonces Célio se levanta, porque es un tipo de la dirección, y va al encuentro de la sombra de la noche para los últimos informes. Yo me quedo entre las piedras a observar los dos compañeros de la revolución. Célio es flaco, de una blancura pálida, de un pálido que en un cuerpo imaginario le deja en una apariencia de alma en pena, como en un cuadro de Lula Cardoso Ayres, en aquella serie que yo descubriría en el Siglo XXI, Asombros del Recife. Célio escucha y gesticula. Luiz do Carmo, el perseguido que se oculta llamando la atención, abre los brazos, largos, niega con el rostro, después vira la cabeza para el mar y el horizonte oscuro. El viento sopla, cálido. Me dijeron que yo me quedaría como el guardia en las piedras. Les doy asistencia sin armas, sin norte, sin cualquier rota de fuga. El protector también está desprotegido. ¿Qué haría si la policía llegara con fusiles y pistolas? Eso no me ocurre, ni me alienta. Solamente gritaría para el mar: ¡policía! Y mis amigos huiría nadando, rumbo al continente africano. Lo de ser el guardia aprenderé en un evento posterior, ser el centinela que le grita a los compañeros cuando llega la policía, y trata de huir, si es posible. Eso no es algo heroico, pero es muy verdadero. La desproporción llega a ser inmensa. De un lado lo que deseamos – a revolución, el levante insurreccional de toda la humanidad. De otro, lo que tenemos: una pistola calibre 38 para algunos, cuadernos a llevar por todos los estados del Noreste del Brasil, y la teoría de Marx dividida en capítulos. Carencia de todo y riqueza total de aspiraciones. No nos preguntemos quienes somos. Si acaso nos hicieran la petulante pregunta, tendrían la respuesta: “somos la vanguardia de la revolución”.

Sí, somos una hilera de guardias avanzados, donde el primero que imagino es Luiz do Carmo de gorra y uniforme, pero sin la chaqueta y los increíbles óculos oscuros. Solo el sueño del futuro. Pero eso es una imagen que reflecte en el espejo retrovisor. En aquella hora, somos tres buscando una salida para engañar la represión. Yo le escribiría una “salida honrosa”, pero detuve mi pena, pues lo que observo de las piedras es muy perturbador. Si existe “salida honrosa”, es un honor de emergencia. Si yo fuera un cínico, “un renegado”, como do Carmo solía referirse a los desertores, diría que es un sálvese quien pueda. Sin embargo, no es una desbandada, como veremos adelante. Sé que pasó una hora, que para mí duró una eternidad, y en la que traté de huir hacia a África, aunque no sabía nadar, entonces corrí sobre las aguas como un Cristo en los Milagros, yo ya supe el resultado del encuentro. Sobre las piedras, Célio retornó solo, y me dijo:

– Do Carmo está con un olor a putas increíble.

Hasta hoy no sé cómo Célio sabía del olor a putas. Jamás esperaría de él tamaño desvío, pero en aquél entonces le defendí al amigo:

– Debe ser una mezcla de perfume barato con sudor – y completé, al límite de la autoacusación – las putas tienen otro olor. Creo yo.

Célio me miró de forma irónica. Él no debía ser tan puro cuanto parecía. Creo yo. Pero todavía no tengo la certeza.

* Escritor y periodista brasileño. Trecho de la novela “La más larga duración de la juventud”.
Traducción: Victor Farinelli

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