Réquiem de Mozart
“Elevemos nuestros Rebuznos hasta el cielo”
Elevada la tengo hasta el señor”
Se escuchan en la misa de réquiem de Mozart, y un viejo del modo más solemne y circunspecto dice: Con qué piedad se canta aquí el Rebuznar.
Acá los devotos siguen prosternados, acullá, doña Elena, el chantre Aparicio, un domeneo soleto de la tierra de otrotanto, y un caballero con cara de estatua yacente, están hablando debajo del balcón gótico de la casa de las Conchas muy cerca de la catedral de Salamanca. Son salamanqueses reunidos al sol como hacen las lagartijas en el sitio en que se da sal al ganado en el campo.
Doña Elena está diciendo: que si no hay cojones en esta tierra bananera para hacerles callar a toda esa cuadrilla de cuatreros de clerecía, que están a media sal, y donde la mayoría de sus obispos se creen descendientes de Godofredo de Buillón que se mostraba al pueblo Rebuznando, y a los moros asustando en las Cruzadas donde se adoraba el bélico clamor de los borricos santos; y que viven como los hijos de Saladino, el hijo del kurdo Ayub. Que, por eso, se canta desde las catacumbas aquellas el “sal quiere el huevo”, que son los robos y la maquinación autoritaria, los viáticos con hijuela y las in matriculaciones, que, para ellos, son la Perfección.
El chantre Aparicio prorrumpe en horrendos Rebuznos y, luego, dice, refiriéndose a los jóvenes violentos provocados en las manifestaciones donde las fuerzas represivas les quieren poner un bozal, y ponerles sal en la mollera, haciendo que tengan el poco juicio que les quede por los golpes recibidos, y se pregunta compungido: ¿Pero cómo en los tiempos que corremos pueden los gobiernos necesitar zoquetes y tarugos con talento represivo? Sabiendo que se necesita un cambio, él no va a ir a votar, no votará a ninguno, porque sabe, y así lo dice la historia universal, que siempre, gobierne quien gobierne, los estados necesitan de pistoleros, cuatreros, verdugos y sicarios.
El caballero con cara de estatua yacente quiere responder a los dos, como intentando coger la fécula que se saca del Segú, cierto árbol exótico. Respondiendo a la mujer, le dice:
-Ya sabe usted, doña Elena, que los curas son como la lombriz de carnero. Cuando no les sale bien lo que pretenden, el hacer riqueza sobre todo, se escorian, se escuecen y despotrican, alegrándose de ver en mujeres, niños y viejas el rezar en compungición devota. Huelen a perfume de santo e incienso moruno impregnados con el humo de las sardinas asadas que producen un aceite para las velas del alumbrado santo.
En cuanto a ti, chantre Aparicio, que te sale la grama por entre los zapatos, decirte debo que la situación político social represiva es puro sainete, un sainete malo, pero necesario para darles vida a los palos y golpes repartidos, pues “las hostias bien dadas” realzan el mérito de la vida reprimida y pisoteada al practicarlos. Que esto ya lo dijeron y lo han dicho todos los patriarcas y Concilios a la sombra de un pesebre limpio y santo, y, más, los que concelebran, y el que ha concelebrado, Asno aficionado a muertos de otro bando, ¿Y qué ha dicho? Que, como Focio, ellos seguirán haciendo flautas, pero no santos, con los huesos de los muertos, ya en su día, por su dios con dos orejotas ya figurado en templos, excomulgados, que ya conoce la gente que el Asno hace valientes a los humanos.
Puesto como un cura sermoneando, vuelve a las andadas y dice:
– Acordaos, hermanos, de Potosí. No faltan Asnos por allí.
– Acordaos, hermanos, de la Raza, más antigua la de Asno que la del hombre, que ganó a Príapo en esa apuesta de hazañas bélicas atribuida a moros y cristianos.