Se acabó la dinastía borbónica
Arturo del Villar*. LQS. Octubre 2018
Con su innata estupidez borbónica, suponía que los españoles la amaban y tomarían las armas para que recuperase el trono mancillado con su lujuria y avaricia desaforadas
El 30 de setiembre de 1868 terminó la funesta dinastía borbónica su hostigamiento al pueblo español. No se realizó mediante un acto solemne, sino como un paso natural desde el absolutismo corrupto de Isabel II de Borbón y Borbón a la libertad favorecida por la toma del poder de las juntas revolucionarias en las diversas localidades. Quedó materializado el cambo en la destrucción de los símbolos monárquicos. El diario oficial, Gaceta de Madrid, cambió el escudo borbónico de la mancheta por una alegoría de la Justicia.
Aquella mañana abandonaron el Hotel de Inglaterra, en San Sebastián, la exreina, su amante de jornada Carlos Marfori, creado por ella marqués de Loja e intendente de la Real Casa y Patrimonio; su esposo y doble primo Francisco de Asís de Borbón y Borbón, apodado popularmente Doña Paquita, con su fiel amante Antonio Ramos Meneses; el confesor real, Antonio María Claret, siempre en su limbo; la embaucadora sor Patrocinio, conocida como La Monja de las Llagas; los demás familiares y servidores, toda la Corte de los Milagrosa al completo.
Se dirigieron a Hendaya en un tren especial, escoltado por media compañía de Ingenieros, y allí tomaron otro para Biarritz, en donde esperaban su llegada el emperador Luis Napoleón III y su hijo, también en los últimos años del Imperio. De momento se alojaron en el castillo de Pau, desde donde Isabelona lanzó un manifiesto a sus exvasallos liberados, en el que denigraba a quienes se habían rebelado contra “los intereses de la religión, los fueros de la legitimidad y del derecho, la independencia y el honor de España”, como si ella encarnase a la religión y a la independencia y el honor de la patria, cuando de hecho la había deshonrado con su afición al dinero y a los bien dotados compañeros de cama. Por eso el grito de los revolucionarios fue precisamente “¡Viva España con honra!” Advertía que abandonaba España, pero no renunciaba a los derechos que creía poseer como hija de su padre, el tirano genocida Fernando VII, porque no los podían conculcar “los furores demagógicos, con manifiesta coacción de las conciencias y de las voluntades”. Es tan absurdo, ridículo y delirante que las nuevas autoridades ordenaron su publicación en la Gaceta de Madrid el día 5 de octubre, para regocijo general de todos sus lectores.
Siguió creyéndose reina
Ella pretendía residir en Pau, cerca de la frontera, porque imaginaba que el pueblo español se iba a echar a la calle para exigir su retorno en muy breve plazo, ya que creía que los revolucionarios no serían capaces de mantener el Estado sin su ordenación. No obstante, Luis Napoleón deseaba evitar ningún conflicto con el nuevo régimen implantado en España, cosa segura si ella residía en la frontera, de modo que la animó a instalarse en París, para lo que le dio todas las facilidades. Adquirió en marzo de 1869 un palacio en la zona residencial de la capital, que bautizó Palacio de Castila, desde donde se dedicó a procurar torpedear las acciones de los revolucionarios sin conseguirlo. Fue la sede de su corte fantasmagórica, y en él falleció en 1904. Ese mismo año fue demolido el edificio.
Con su innata estupidez borbónica, suponía que los españoles la amaban y tomarían las armas para que recuperase el trono mancillado con su lujuria y avaricia desaforadas. No quiso enterarse de que el Ejército y la Marina habían organizado la Gloriosa Revolución, secundada por la inmensa mayoría del pueblo. Se mostró siempre muy piadosa, a pesar de la continua comisión de pecados según el catecismo de la Iglesia catolicorromana, pero dado que el padre Claret se los perdonaba, porque para eso era su criado, creía vivir en gracia de Dios. Animada por esa confianza, escribió al papa Pío IX para que anatematizase a los revolucionarios y le permitiera recuperar el trono, pero aunque el papa era imbécil integral no aceptó injerirse en una cuestión política, cuando él mismo veía tambalearse su trono romano.
Convocadas Cortes Constituyentes el 15 de enero de 1869, Isabelona se sintió ofendida, por creer que era ella la única legalmente facultada para anunciar la convocatoria. Hizo imprimir el 5 de febrero el manifiesto “A la Nación Española” en la imprenta Dupont, de París, para reivindicar su papel de reina. Es un caso de obcecación tal que solamente podía darse en una borbona disparatada. Por supuesto las Cortes se reunieron y elaboraron una Constitución promulgada el 6 de junio de 1869, que era monárquica, pero no pensada para ningún Borbón.
La Corte fantasmal
La Corte de los Milagros se fue adelgazando. Faltaban en primer lugar el rey consorte Francisco de Asís, y su verdadero consorte el fiel Meneses, instalados en Épinay-sur-Seine, en las afueras de París, desde que llegaron de Pau. Sin embargo, no se perdió su presencia inmaterial, porque exigía dinero continuamente, bajo la amenaza de confesar que ninguno de sus hijos putativos era suyo. La exreina cedió a los chantajes, aunque toda España conocía sobradamente que sus cinco hijos logrados eran adulterinos. Prueba de ello es que el único varón, Alfonso, era apodado popularmente El Puigmoltejo, por los apellidos de su padre natural, el teniente de Ingenieros Enrique Puig Moltó. En su afán por conseguir dinero, Doña Paquita llegó a denunciar a su esposa putativa ante los tribunales de Justicia franceses, en reclamación de la asignación que le correspondía legalmente, por representar el papel de marido consentido, para lo que se había casado.
Más que la ausencia de su marido putativo, que nada le importaba, dolió a Isabelona la separación de su amante Carlos Marfori, al que había ennoblecido y otorgado un cargo para que permaneciera a su lado sin levantar habladurías, y además se enriqueciera. Pese a ello, su papel había sido causa de cotilleos en Madrid, y el continuar al lado de la exreina en el exilio los multiplicaba. Para entonces el poder decisorio de Isabelona estaba muy mermado, y su autoridad no pasaba de ser teórica. Por eso el general Francisco Lersundi, uno de los consejeros de Isabelona, le obligó a regresar a Madrid, a pesar de las airadas protestas de su amante, que no quería resignarse a perder su grata compañía.
El padre Claret murió en 1870, con lo que inició su carrera para ser declarad santo de la Iglesia catolicorromana, por su paciencia al perdonar continuamente las fornicaciones de la reina golfa. En cuanto a sor Patrocinio, huyó asustada de París durante la Comuna de 1871. La Corte de los Milagros se había reducido a ser una corte fantasmal, solamente visitada por algunos nostálgicos.
Además escaseaba el dinero, debido a la compra del palacio y a la necesidad de acallar los chantajes continuados del consorte. Sin embargo, la expulsada Isabelona nunca tuvo necesidad de ponerse a trabajar, porque unos monárquicos poseedores de títulos nobiliarios le pasaban un sueldo con el que logró mantener una apariencia de poder. Por lo demás Isabelona salía poco de su palacio, ya que su escasa inteligencia no le permitió aprender a expresarse en francés, y no encontraba con quién relacionarse, a lo que se unió la circunstancia de ser destronado su amigo Luis Bonaparte.
Abdicación y golpe de Estado
Conocida su falta de sentido común, no sorprenden sus intentos para recuperar el trono a cualquier precio. Sin embargo, los consejeros sensatos procuraron disuadirla, y en cambio la animaron a abdicar en su hijo Alfonso, para asegurar la continuidad de la dinastía. Designó a Antonio Cánovas del Castillo representante de sus intereses dinásticos, para que viese la manera de recuperar el trono, y él la convenció de que ella nunca sería admitida en España, por lo que parecía lo más recomendable abdicar en su hijo varón. Lo hizo el 22 de agosto de 1873, en el Palacio de Castilla, sin contar con nadie, y sin avisar siquiera a su presunto marido y padre putativo del supuesto rey sin corona. Ella seguía creyéndose dueña del poder.
No consideró que Alfonso tenía a la fecha 15 años, y aunque era mayor de edad según el artículo 56 de su Constitución de 1845, no lo era según el artículo 82 de la entonces vigente Constitución de 1869, lo que podía producir discrepancias acerca de la necesidad de nombrar un consejo de regencia. Y en todo caso el presunto rey heredado tenía que contar con su propio equipo de asesores, máxime en aquellas circunstancias.
De todos modos, enseguida se arrepintió de haber abdicado. Contó a quienes quisieron escucharla que no lo había hecho voluntariamente, por lo que debía recuperar el imaginario trono inexistente.
La traición de un general perjuro, olvidemos su nombre despreciable, provocó la restauración de la dinastía en la persona de Alfonso XII, mediante un golpe de Estado militar el 29 de diciembre de 1874. Fue un acto absolutamente ilegal, sin ningún valor, por tratarse de un golpe de Estado militar, impensable en una nación europea civilizada. Históricamente la dinastía borbónica terminó en España de una manera legítima el 30 de setiembre de 1868, cuando la familia más irreal que ha habido nunca en el mundo se exilió en Francia.
Los últimos amantes
La exiliada exreina quiso acompañar a su hijo a Madrid, pero Cánovas se lo prohibió, por temor a que su presencia reavivase los sentimientos contra ella no tan lejanos, y se reprodujese la Gloriosa Revolución. Es verdad que el pueblo no tuvo ninguna intervención en el regreso de la dinastía, pero ya que estaba consumado podía esperarse que el joven rey por serlo despertase simpatías, si no aparecía junto a él su golfísima madre.
Ella fue autorizada a regresar por unos días a Sevilla, sin dejarse ver en Madrid. Vino en julio de 1876, y volvió a escandalizar a quienes la vieron, porque llegó acompañada de un nuevo amante, Ramiro de la Puente, creado el año anterior marqués de Alta Villa, en calidad de “secretario particular”. Le encargó que regresara a París para una misión en el Palacio de Castilla, pero Cánovas ordenó al embajador, el marqués de Molins, que denunciara su estancia a la gendarmería francesa, para que realizase un registro a fondo y se incautara de todos los documentos. Es un episodio grotesco, muy adecuado en la biografía de Isabelona.
El nuevo amante de la vieja y feísima exreina alardeaba de su posición, y mostraba un reloj de oro con la dedicatoria “A mi Ramiro su Isabel” a todos los conocidos. Fue necesario alejarlo de su compañía, con gran enojo de la insaciable exmonarca inconsolable. Por poco tiempo, ya que pronto conoció a un húngaro llamado Joseph Hahmann, un tipo de aspecto grosero, con el que se entretuvo hasta su muerte.
Falleció en su palacio parisiense el 9 de abril de 1904, dos años después de la proclamación de su nieto Alfonso XIII como rey de España. Se trajo su cadáver directamente al monasterio de El Escorial, sin exponerlo al público, en evitación de altercados.
En la plaza que unos llaman con su nombre y otros de la Ópera, en Madrid, ante el Teatro Real, tiene una estatua de bronce, algo solamente posible en este delirante país llamado España La realizó José Piquer, y la pagó Manuel López de Santaella, de quien se decía que era uno de sus amantes. Fue inaugurada en 1850 en su actual emplazamiento, aunque allí solamente estuvo un día: la misma reina ordenó que fuese trasladada al interior del Teatro Real, porque amaneció con un pasquín en el que se leía para regocijo popular:
Santaella, de Isabel,
costeó la estatua bella,
y del vulgo el eco fiel
dice que no es Santo él
ni tampoco Santa ella.
Si han hecho santo a Antonio María Claret y se postula la beatificación de sor Patrocinio, dos pájaros de mucha cuenta, podemos esperar que cualquier día se santifique a Isabelona. Sería un digno remate para su reinado, el más repugnante de la borbonidad. Con los militares del pueblo repetiremos el lema de la Gloriosa Revolución: ¡Viva España con honra! ¡Abajo los borbones! Parece que no han pasado 150 años.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
Más artículos del autor
Síguenos en Facebook: LoQueSomos Twitter@LQSomos Telegram: LoQueSomosWeb